Elegir para dejar de elegir

Adam Dubove

El comienzo de la campaña electoral para las elecciones legislativas de este año está a la vuelta de la esquina. Ya se pueden ver en las calles de Buenos Aires los afiches con las caras de algunos de los candidatos pidiendo ser elegidos. El derecho a elegir en las urnas a los representantes es una de las máximas responsabilidades del ciudadano. Sin embargo, ese derecho a elegir empieza y termina el mismo día. Veinticuatro horas más tarde la posibilidad de elegir vuelve a ser un privilegio para unos pocos.

Cada dos años es casi imposible evitar escuchar a periodistas, analistas, políticos, directores de ONG y demás hablar acerca de la importancia de elegir con responsabilidad el día de los comicios. La elección que realicen impactará en los próximos cuatro años de sus vidas y por ello debe ser efectuada a conciencia. Pero esta confianza que se les da a los ciudadanos para tomar una decisión libre y responsable se desvanece de forma inmediata.

Ni bien resultan electos, los políticos olvidan que el día anterior habían confiado en la autonomía de cada persona para que escogiera según sus propios criterios quién debía ocupar esa banca en el Congreso. De repente, aquella libertad presente en el cuarto oscuro deja de existir. Cada uno de nosotros dejó de ser apto para elegir, y volvemos a ser considerados individuos incapaces de saber qué es lo que más nos conviene a cada uno; qué es lo mejor para nuestro bienestar, y cómo debe ser nuestra búsqueda de la felicidad.

Esta actitud de superioridad que mantiene la clase política sobre las decisiones individuales es lo que se llama paternalismo: la sustitución de las decisiones de personas adultas por parte de otras personas que argumentan estar mejor preparadas. Es otra expropiación, la expropiación de la responsabilidad individual, la expropiación de la autonomía personal para evaluar y decidir el curso de acción que cada uno desea (de) optar.

Es entonces sobre la base de esta creencia por la que se prohíbe el consumo de algunas sustancias, se intenta desalentar conductas consideradas nocivas, por ejemplo fumar, se establecen límites horarios para la compra de bebidas alcohólicas y para ingresar y permanecer en los boliches, se imponen medidas de seguridad a los conductores como es el uso obligatorio del casco o el cinturón de seguridad, se obliga a destinar una parte del salario al sistema jubilatorio, se promueven regulaciones para eliminar los saleros de las mesas de los restaurantes, y así con un sinnúmero de otras cuestiones similares. Todas estas regulaciones comparten una misma característica: fueron creadas con el único propósito de proteger a cada uno de sí mismo.

Una de las peores consecuencias de este tipo de legislación es, como mencionábamos anteriormente, la transferencia forzada de la responsabilidad individual hacia un tercero, y con eso la pérdida de poder elegir cada uno su propio plan de vida. La desnaturalización de la condición humana. Ninguna persona es infalible ni está exenta de tomar malas decisiones, incluso aquellos políticos que dictan qué conductas deben ser promovidas y cuáles desalentadas. Lo que muchos olvidan es que tomar decisiones equivocadas es parte del aprendizaje moral que debe realizar el hombre, es un proceso de descubrimiento que muchas veces trae aparejadas consecuencias beneficiosas y otras negativas.

Imaginemos por un momento que los diputados y senadores deciden que la lectura de determinados libros puede ser dañina para el desarrollo intelectual de la gente, y sobre la base de esto decidan prohibir la venta o posesión de determinados escritos, o que antes de leerlos es necesaria una advertencia acerca de que las ideas contenidas en ese texto están equivocadas. ¿Se podría concebir que una sociedad sometida a estas regulaciones sea una sociedad de personas libres e independientes y no de esclavos?

Los peligros de que esta visión avance sin ningún tipo de freno, ya fueron perfectamente resumidos por el escritor C.S. Lewis, en una de sus obras, en las que escribió:

“De todas las tiranías, una tiranía sinceramente ejercitada para el bien de sus víctimas puede ser la más opresiva. Sería mejor vivir bajo cabecillas de maleantes que bajo omnipotentes entrometidos morales. La crueldad de los maleantes algunas veces está dormida, su codicia en algún momento puede saciarse, pero aquellos que nos atormentan por nuestro propio bien nos atormentarán sin fin porque ellos lo hacen con la aprobación de su propia consciencia. Ellos podrían irse al Cielo pero al mismo tiempo más posible que hagan un Infierno en la tierra. Esta verdadera amabilidad clava con intolerable insulto. Para ser “curado” contra la voluntad de uno y curado de estados en los cuales tal vez no veamos como enfermedad se debe poner a nivel con aquellos que aún no han alcanzado la edad de la razón o de aquellos que nunca lo harán; para ser clasificados con niños, con imbéciles y animales domésticos.”

Existen argumentos serios y otros no tanto para defender el paternalismo estatal. Uno de los más utilizados consiste en sostener que al existir un sistema de salud estatal, que es financiado con impuestos, determinadas conductas deberían ser prohibidas o limitadas porque los costos de esas conductas no son asumidos de forma individual sino que recaen sobre el resto de la sociedad que paga impuestos. En un principio, dado el contexto actual, puede parecer un argumento razonable. Sin embargo, apelando a la misma lógica, la práctica de deportes, el uso de auriculares en la calle o los viajes en colectivo aumentan las probabilidades de sufrir un accidente y tener que utilizar el servicio de salud estatal. En definitiva, con este tipo de argumentos se podría convalidar cualquier tipo de atropello a la libertad.

Los políticos son elegidos pero no dejan elegir. Buscar en las próximas elecciones una alternativa política que respete todas nuestras decisiones individuales, es un acto de responsabilidad y una demostración de madurez. Reclamemos nuestra libertad y empecemos a ejercerla.