La política cultural de la Ciudad de Buenos Aires

Adam Dubove

Una de las políticas culturales del Gobierno de la Ciudad está dedicada a la designación de bares notables. Un circuito de bares y cafés tradicionales de la Ciudad de Buenos Aires pertenecen a esta categoría

La categoría de “Bar Notable”, según dice la Ley 35 de la Ciudad, se obtiene cuando la CPPCBBCNCBA (Comisión de Protección y Promoción de los Cafés, Bares, Billares y Confiterías Notables de la Ciudad de Buenos Aires) considere a un ”bar, billar ó confitería relacionado con hechos ó actividades culturales de significación; aquel cuya antigüedad, diseño arquitectónico o relevancia local le otorguen un valor propio”.

Que un bar, billar o confitería sea nombrada como notable tiene efectos positivos sobre ella. Se convierte en un punto de atracción turística, se lo señaliza para destacarlo, con equipamiento urbano específico, se lo incluye en los listados y mapas de bares notables, que locales y turistas buscan visitar. En definitiva, gracias a su inclusión en la lista de bares notables una confitería aumentaría su promoción, y con ella las ventas.

Sin embargo, la declaración de bar notable también puede convertirse en un dolor de cabeza para los propietarios de estos establecimientos. Una vez declarado como notable el Estado, a través de la  CPPCBBCNCBA, adquiere ciertas potestades para a inmiscuirse en la forma de administrar del bar, otorgándole a dicha comisión ciertas facultades según lo establece en el artículo 6 de la ley que la regula:

  1. La elaboración y actualización de un catálogo de cafés, bares, billares y confiterías notables en el ámbito de la ciudad y su difusión en los centros de actividad turística.
  2. Consensuar y proponer para los bienes que se incorporen a dicho catálogo proyectos de conservación, rehabilitación o cuando correspondan restauración edilicia y mobiliaria con asesoramiento técnico especializado del GCBA u otra institución.
  3. Promover la participación de los locales catalogados en la actividad cultural y turística de la ciudad, impulsando en estos actividades artísticas acorde a sus características.

Es decir, una vez que un bar es declarado notable la CPPCBBCNCBA pasa a tener injerencia en las decisiones empresariales y sus derechos se ven limitados. De esta manera, si las señales del mercado (es decir, las decisiones de los consumidores) indican que el bar ya no es más rentable, y comienza a consumir su capital en vez de generar riqueza, la decisión de reformarlo o cerrarlo ya no está en manos de sus dueños. Uno de los casos más resonantes, y testigo de lo dañino de esta política fue el caso de la confitería Richmond.

En el caso de la Richmond, al ser considerada una confitería notable, y cuya estructura, por decisión del CPPCBBCNCBA, no podía ser demolida,  ahora se encuentra en un estado de abandono, en el cual no sólo no funciona más la confitería protegida,  si no que tampoco pueden avanzar los planes alternativos que existen para ese predio. La situación no puede ser peor.

Los planes del gobierno para interferir o planificar en determinado sentido la vida cultural de las personas, o incluso para preservar ciertos criterios estéticos afines a quienes hoy gobiernan, representan intromisiones del Estado que distorsionan la vida cultural de un toda una ciudad.

La actividad del gobierno porteño en materia de cultura ha sido muy activa. Ha Estado involucrado en varios de los multitudinarios shows “gratuitos” en la avenida 9 de Julio, o en diversos parques de la ciudad. El constante auspicio de eventos culturales por parte del Gobierno de la Ciudad no muestra mayores diferencias con los manejos que se realizan a nivel nacional. En ambos casos, son los pagadores de impuestos (“contribuyentes”, según el lenguaje oficial), quienes sostienen a aquellos que fueron bendecidos por el Ministerio de Cultura para recibir fondos estatales. Mientras tanto, ese dinero que destina arbitrariamente un burócrata ya no está más disponible para que los individuos puedan decidir individualmente en qué gastar su dinero. Las expresiones culturales con las que el Estado no comulga o decide no apoyar se ven perjudicadas, y prevalecen aquellos que tienen mejores contactos políticos.

La legislación para promover a la cultura en determinado sentido, realzando la importancia de determinados establecimientos gastronómicos, o seleccionando auspiciar ciertos eventos culturales, genera una distorsión de la escena cultural. La cultura deja de ser algo dinámico que muta con el tiempo y pasa a ser parte de un plan diseñado en el despacho de un funcionario. La cultura oficial se asocia a un efectivo poder de lobby, y no a una mayor convocatoria o un mayor prestigio.

Al contrario de lo que debería suceder en un ámbito de libertad cultural, el Gobierno de la Ciudad, y también el el gobierno de Cristina Fernández, pretenden seleccionar expresiones culturales arbitrariamente, forzando a los contribuyentes a financiar esos eventos.

Los defensores de las políticas culturales esgrimen dos argumentos. Por un lado, la necesidad de la protección y preservación de ciertos espacios culturales “deseables”. Por otro lado, con mayor sensibilidad social, argumentan que si el Estado no subsidia y promueve actividades culturales, éstas serían menos accesibles al público en especial, en los sectores de menos recursos.

Al igual que las promesas que nunca se cumplen sobre estos planes gubernamentales, los pronósticos sobre la separación del Estado y la cultura están igual de equivocados. En primer lugar, la cultura volvería a su hábitat natural, que no es aquél financiado por el Estado, sino el que emerge desde lo más under, hasta que se consolida en lugares privilegiados, y se termina por popularizar. Por otra parte, no debemos olvidar a los mecenas, aquellos que deciden financiar voluntariamente el arte, sin apelar a la coerción que caracteriza a los gobiernos.

En segundo lugar, la oferta cultural del mercado nos acerca a todos la posibilidad de escoger libremente qué tipo de cultura queremos consumir, qué  porcentaje de nuestros ingresos queremos asignarle a esos consumos, y dónde queremos hacerlo. Es decir, el mercado, a diferencia de la cultura oficial, ofrece actividades culturales de la más amplia diversidad, y para todo tipo de bolsillo.

Otro argumento contra la eliminación de cualquier tipo de régimen de promoción de actividades culturales es la idea de que sin estos subsidios, auspicios, o contrataciones por parte del gobierno, resultaría en una menor inversión cultural. La realidad es que, en el contexto que han generado el resto de las políticas del gobierno nacional, en ningún sector es atractiva la inversión, por lo cual efectivamente resultaría en una menor inversión. Al mismo tiempo ese dinero que no estaría mas asignado a la financiación estatal de la cultura sería utilizado de forma más justa y eficiente en manos de los contribuyentes. Nadie mejor que uno para definir sus prioridades y destinar el dinero según sus valoraciones personales.

Como solución alternativa, de transición entre la situación actual y una separación total de la cultura y el Estado, se ha propuesto un voucher cultural. Emulando la idea de los vouchers educativos, el voucher cultural consiste en que cada persona reciba un cheque que represente una cantidad de dinero disponible para gastar en actividades culturales. A pesar de que pueda parecer un primer paso equilibrado, esta propuesta tiene varios problemas y el remedio termina siendo peor que la enfermedad.

La propuesta de vouchers en educación es un proceso para comenzar a descentralizar la educación, hoy totalmente centralizada desde el Ministerio de Educación, en lo relacionado a los contenidos, metodologías, precios y demás factores. A diferencia de la educación, la tendencia a la centralización de la cultura por parte del Estado no ha llegado a los niveles en lo que está centralizada hoy la educación en Argentina, y en el mundo.

Aún existe una oferta cultural vibrante en la Ciudad de Buenos Aires, y la posibilidad de encontrar alternativas variadas subsiste. Implementar el sistema de vouchers implicaría una centralización de la cultura, y habilitaría al  gobierno a determinar de un modo arbitrario la designación de los espectáculos o eventos en los que podría usarse ese cheque. Y por último, si el sistema de vouchers le asigna un presupuesto cultural a cada ciudadano, ¿por qué no dejar de cobrarle impuestos para financiar actividades culturales y dejar el dinero en manos de sus dueños legítimos?

La influencia de la política en la cultura estará siempre, la política y el Estado son parte de la realidad y esto implica que tendrán alguna influencia en la vida cultural de la ciudad, ya sea motivando o desalentando el surgimiento de expresiones culturales del momento.

Lo que está claro es que las expresiones culturales confinadas a la decisión de un gobierno muchas veces deja de ser cultura y se convierte simplemente en propaganda disfrazada de cultura.