Así matan la libertad de expresión

Adam Dubove

El fallo de la Corte Suprema que declaró la constitucionalidad de los cuatro artículos de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales (LSCA) cuestionados por el Grupo Clarín no se trata de un resultado sorpresivo o inesperado. Los seis jueces de la Corte que firmaron el fallo mayoritario (sólo Carlos Fayt admitió la inconstitucionalidad de esos cuatro artículos) no hacen más que reafirmar una tendencia de más de 70 años en los que los derechos de propiedad son relativizados hasta llegar al caso de su desnaturalización total en clara contradicción al artículo 28 de la Constitución que sostiene que los derechos allí enunciados no pueden ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio.

Los artículos de la Ley de Medios 41, 45, 48 y 161, cuestionados por el Grupo Clarín, y finalmente declarados constitucionales por el máximo tribunal, corresponden a las llamadas “cláusulas antimonopólicas” que incluye la ley. Éstas consisten en establecer límites a la cantidad de licencias de televisión y radio que puede poseer una empresa, la prohibición de transferir esas licencias, y restricciones respecto de las compañías proveedoras de cable, restricciones en cuanto a la propiedad de señales de aire y cable para los proveedores de cable, y la obligación de desinvertir para aquellos multimedios que sobrepasen las cuotas establecidas.

El argumento principal del gobierno, que luego adoptaría como propio la mayoría de la Corte que falló a favor de los planteos del Poder Ejecutivo, consiste en que es facultad del Congreso la regulación del espectro radioeléctrico y la creación de legislación antimonopólica en este sector. Además, desde el oficialismo, e incluso entre algunos opositores, sostienen que la actual ley permitirá escuchar “todas las voces”.

Otra de las posturas más escuchadas en defensa de la LSCA es que hasta la sanción de la nueva ley estaba vigente la vieja ley de la dictadura militar. Los gobiernos autoritarios se han distinguido por buscar regular los medios de comunicación y el kirchnerismo no se quiso quedar atrás. Es verdad que en casi todos los países se han dispuesto normas regulatorias de los medios audiovisuales, pero esto no implica que imitar los malos ejemplos de los demás países lo convierta en algo bueno para Argentina.

Es importante tener en cuenta qué es un monopolio. Los defensores de esta ley sostienen que el Grupo Clarín representa un monopolio al poseer una multiplicidad de licencias y tener presencia en todo el país. En efecto, la empresa liderada por Héctor Magnetto es el multimedio más importante de nuestro país, sin embargo esto no quiere decir que tener una fuerte presencia lo convierta en un monopolio. Francis Wayland lo define como “un derecho exclusivo otorgado a un hombre o a un monopolio de hombres, para que utilicen su trabajo o capital de alguna manera especial”. En el mismo sentido, Spencer Heath sostiene que un “monopolio existe cuando el gobierno, mediante su poder coercitivo, limita a una persona u organización particular, o a una combinación de ambas, el derecho de ofrecer ciertos y determinados bienes o servicios. Se trata de una violación del derecho de ganarse la vida”.

La única posibilidad de encontrar un monopolio en el sector de medios audiovisuales es el que genera el propio gobierno, al impedir la transferencia de licencias, o la libre entrada de nuevos participantes. La legislación antimonopólica, desde su primera versión en Estados Unidos con el Sherman Act, hasta la actual Ley de Medios, ha sido la principal excusa de los gobiernos para desarticular empresas exitosas y promover sus propios monopolios o proteger determinados intereses sectoriales. La fragmentación de un grupo de medios lo convierte en más permeable a las influencias oficiales, y menos independiente.

Las clausulas antimonopólicas fueron las cuestionadas por el Grupo Clarín, pero no son estas las únicas por las que se busca limitar la libertad de expresión. Los alcances de la ley van más allá de la legislación antimonopólica, y regula los objetivos que deben tener los titulares de las licencias (art. 3), los contenidos que pueden emitir (art. 65 en adelante), la imposición de determinados contenidos en “situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional” y  “avisos oficiales y de interés público” (arts. 75 y 76), la publicidad que pueden transmitir (art. 81), entre otras.  Lamentablemente sobre estos aspectos de la ley poco se ha escrito.

Si algo quedó claro después de cuatro años de debate, medidas cautelares, sentencias en las distintas instancias, sus respectivas apelaciones, y la posterior decisión final de la Corte, es que nadie se planteó si realmente es necesaria una ley que regule los medios de comunicación o la asignación del espacio radioeléctrico.

La necesidad de una ley que abarque  a los medios de comunicación audiovisuales encuentra su origen en la idea de que el espectro radioeléctrico es un recurso escaso, y por ello debe ser regulado y asignado por una autoridad estatal. Pero ¿acaso hay algún recurso que no sea escaso? Todos los recursos que tienen un precio en el mercado son escasos y no por eso el gobierno decide asignar mediante licencias esos recursos. Aceptar este argumento implicaría que el papel, al ser otro recurso escaso, sería asignado mediante licencias a las distintas editoriales y un organismo estatal estaría a cargo de evaluar el buen uso de los recursos de acuerdo a los objetivos fijados en una hipotética ley.

La idea de que el Estado posea el control sobre el espectro radioeléctrico convierte a la libertad de expresión en una mera concesión o privilegio otorgado por el gobierno a los particulares, o en otras palabras, en una ficción. 

La alternativa, frente al sistema actual de libertad restringida, es la asignación de derechos de propiedad sobre el espectro radioeléctrico tal como lo propone Ronald Coase su artículo sobre la Federal Communications Commission (el AFSCA estadounidense). La precariedad de las licencias le otorga a los gobiernos, a este y a los subsiguientes, una peligrosa herramienta que amenaza de forma constante a los medios. La asignación de derechos de propiedad permitiría una verdadera libertad e independencia de cualquier presión gubernamental, y la posibilidad de vender, alquilar o ceder las ondas a quien deseen.

Por supuesto que ante esta proposición los defensores de la arbitrariedad y el monopolio en manos del Estado alegarán que el espectro radioeléctrico quedará en manos de los que más ricos. Mantener un canal de televisión es una actividad que requiere muchos recursos, pero ello no implica que todo el espectro quedará bajo el control de los poderosos. En este sentido, Coase imagina que de corroborarse esta crítica deberíamos observar como todos los días se desabastecen supermercados o concesionarias de autos debido a los que ganan $100.000 por mes comprarían todos los productos sin dejar nada para los que ganan $ 3.000 por mes.

Por último, no hay que olvidar que antes de la promulgación de la ley de medios no existía un mercado libre. El poder de Clarín no deriva en su mayor parte de transacciones voluntarias sino de la utilización del poder político en su favor, a través de regulaciones, disposiciones especiales, y otros arreglos con la casta política que les garantizó llegar a la posición en que hoy se encuentran. Desde la eliminación de competidores, hasta la sanción de leyes para evitar la quiebra del Grupo, Clarín fue beneficiado a lo largo de su historia por una serie privilegios estatales que lo puso  en el lugar en el que está hoy. Lo mismo, pero en un escalón por debajo, podría decirse de muchos de los otros grupos multimedios que hay actualmente en el país.

“La ley de medios de la democracia” no representa un avance respecto de su predecesora sancionada durante el gobierno militar. Ambas, bajo las mismas premisas, son instrumentos pensados para ejercer un minucioso control sobre los contenidos de los medios, y lo que los ciudadanos pueden escuchar.