El afán de lucro

Adam Dubove

Las denuncias, protestas y reclamos alrededor de cada proyecto de ley que trata la Legislatura porteña ya son parte de un ritual. La aprobación del proyecto de ley que habilita la instalación de bares en los parques de la Ciudad con una superficie mayor a 50.000 m2 no fue la excepción. Antes, durante y después del debate reinó la furia de legisladores y agrupaciones vecinales de distintos signos políticos. La rabiosa oposición a la sanción de este proyecto se apoya en dos argumentos.

Por un lado, sostienen que representa un retroceso en la cantidad de espacios verdes disponibles en la Ciudad:

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Mara Brawer, legisladora porteña por el Frente para la Victoria

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La norma en cuestión, que aún no fue reglamentada, autoriza al Gobierno de la Ciudad a otorgar permisos  “para la instalación de locales destinados al expendio de alimentos y/o bebidas envasadas.” Además las áreas de servicio deberán ofrecer baños, bebederos, estacionamiento para bicicletas, una biblitoeca y Wi-Fi gratuito, entre otros servicios. La ley establece que la superficie máxima que ocuparán estos espacios será de hasta 275 m2, es decir el 0,55% de la superficie si el parque abarca el mínimo establecido. Considerando que cada parque podrá tener hasta 5 bares o kioscos, la superficie total afectada —siempre considerando el caso de un parque que ocupa el mínimo de cinco manzanas— será como máximo un 2,75%.

La idea de que una reducción del 2,75% del espacio verde representa una “amenaza a las plazas de la ciudad” parece ser exagerada. Y lo es, porque esta es solo una excusa que esconde el verdadero desdén por la nueva regulación. Por ejemplo, la eterna funcionaria María José Lubertino -ahora titular del Observatorio de Derechos de las Personas con Discapacidad- arroja un poco de luz sobre las verdaderas razones que motivan el rechazo a la nueva norma. Con el hashtag #NoMásNegociosPrivadosEnElEspacioPúblico está haciendo una declaración de principios:

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En este sentido, la Red Interparques y Plazas, una de las principales impulsoras de la campaña contra la instalación de bares en las plazas, deja en claro que el problema principal es que los “espacios públicos van a pasar a ser propiedad de empresas privadas”.

¿Cuál es el motivo de la furiosa reacción frente a esta nueva ley? ¿Cómo puede ser que una reglamentación que habilita la instalación de bares en los parques despierte tantas emociones? La respuesta está en una palabra clave: lucro. Este proyecto le permitirá a privados realizar una actividad lucrativa, ofrecer un servicio a cambio de la posibilidad de obtener una ganancia, y en el mundo de la política el lucro es mala palabra, el lucro es pecado.

Y es comprensible. La acción política tiene como fundamento el uso de la fuerza. Los políticos —en un 99% de los casos— para cumplir con sus promesas deben obligar a la población a actuar contra su voluntad, ya sea mediante un financiamiento forzoso (impuestos), o en una forma más directa, ordenando y restringiendo ciertas conductas, especialmente si no afectan a terceros. Esa es su alternativa al lucro, las imposiciones desde arriba de la pirámide de poder en las que ellos tienen (o creen tener) la capacidad de moldear la sociedad a su antojo.

La doctrina contra el afán de lucro se extiende como un pulpo cuyos tentáculos van atravesando diversos campos: la alimentación, educación, salud, vivienda, ecología, etc. Hasta incluso las utilidades de las empresas son víctimas de este dogma, con el invento de la Responsabilidad Social Empresaria, un concepto ideado para que se disculpen por ser lucrativas. De esta manera, los políticos dictaminan que cada nueva necesidad que detectan en la sociedad y deciden etiquetarla como indispensable, esencial o básica, no pueden ser objeto de lucro. Aquellas que no lo son pertenecen a otro campo “la obscenidad del lujo”.

Pero lo que no comprenden es que el lucro no es una intención o un deseo, ni un acto de maldad o bondad, el lucro es el resultado de las interacciones humanas voluntarias. La obtención de ganancias es la consumación de una relación voluntaria, en que dos partes acceden a un intercambio y en el que, a priori, saldrán beneficiadas. Aunque sin dudas lo más indignante para ellos es observar todo ese proceso sin alguien que lo digite y lo controle de alguna manera. Sin que haya un asignador de capacidades y un determinador de necesidades, como hubiese planteado Marx.

A pesar de que casi la totalidad de los políticos adhieren -al menos en público- a la demonización del afán de lucro, los bares estarán en los parques porque 36 legisladores votaron de forma positiva. ¿No es una contradicción decir que desprecian el afán de lucro y al mismo tiempo escribir acerca de un proyecto de ley que resultó aprobado?

Es que la norma está lejos de ser perfecta, y su diseño ofrece una oportunidad ideal para políticos y funcionarios de seguir engrosando sus arcas personales. Los permisos precarios de cinco años que se le otorgarán a los que exploten las áreas de servicio son una herramienta ideal para que la extorsión política esté a la orden del día. La flexibilidad de estos permisos permite que sean revocados de manera inmediata generando así una relación de dependencia entre el funcionario y el beneficiario del permiso.

Una vez más, el origen de la conflictividad está en la falta de derechos de propiedad. La falta o el exceso de espacios verdes, la necesidad o no de bares, los enrejados o la falta de rejas, y todas las decisiones en torno a los parques — como es habitual con toda propiedad estatal— se ve sujeta a polémicas porque no existe una forma de determinar su mejor uso. No existe un sistema de precios que nos informe acerca de la demanda de un bien (en este caso, parques), y los mecanismos voluntarios para lograrlo fueron anulados por los que reprueban el lucro, mientras el estado asumió el rol de señor feudal.

Es verdad que en Argentina, y en la Ciudad de Buenos Aires, hay problemas más urgentes que el carácter estatal de los parques. Esta discusión sobre los parques es un reflejo del constante debate que atraviesa a la sociedad. El dilema no es entre la iniciativa privada y la intervención estatal, sino entre el extremismo regulatorio que propone una sociedad controlada desde la política contra el corporativismo que fomenta una peligrosa alianza entre el sector privado y el sector estatal. Son dos caras de una misma moneda, y mientras se desarrolla esta teatralización de posturas que son más compatibles que antagónicas, el proceso de decadencia que comenzó en los albores del siglo pasado no hace más que profundizarse condenando a todo un país.