Lo que tienen en común CFK, Macri, Carrió, Insaurralde y Massa

En tiempos electorales, los asesores, expertos de marketing, consultores externos, encuestadores, y redactores publicitarios son los encargados de maquillar la disputa real. Es la disputa del poder del Estado disfrazada de buenas intenciones. Massa, Insaurralde, Carrió, Macri, y el resto de los candidatos están compitiendo por el control del poder político.

Detrás de cada medida, de cada propuesta, de cada discurso, está la expectativa de intentar controlar, o seguir controlando ese poder. Ninguno de los candidatos que reciben la atención de los medios proponen revertir el avance del Estado sobre la sociedad, sus principales diferencias son de formas. Si fuese el caso contrario, los participantes de la contienda política dejarían de lado sus frases vacías, sus declaraciones vagas y sus proyectos ambiguos, para enfocarse en los verdaderos problemas que afectan a la sociedad y en soluciones concretas, para expresarse con contundencia acerca de su visión de las cosas.

Además de la lucha política por controlar e incluso aumentar el poder estatal, existe una competencia paralela, aunque desigual: la competencia del poder estatal y el poder social. Estas dos categorías utilizadas por Albert Jay Nock, autor y crítico social de principios del siglo pasado, son funcionales para explicar el origen del poder que hoy ostentan los gobiernos, incluido el argentino. En este sentido, el economista y teórico político Murray N. Rothbard describe el proceso de la siguiente manera:

“El Poder Social es el poder del hombre sobre la naturaleza, la transformación cooperativa de los recursos de la naturaleza, y una introspección en sus leyes, para el beneficio de todos los individuos participantes. Es el poder sobre la naturaleza, los niveles de vida alcanzados por los hombres por medio de intercambios mutuos. El Poder Estatal, como lo hemos visto, es el despojo coercitivo y parasitario de esta producción – un drenaje de los frutos de la sociedad para beneficio de unos gobernantes no productivos (y, de hecho, antiproductivos). Mientras el poder social se ejerce sobre la naturaleza, el poder estatal es el poder sobre el hombre”.

Esta confiscación del poder social por el poder estatal se puede ver en cada acción del Poder Ejecutivo. Por ejemplo, el contexto económico actual presenta una serie de impedimentos que obstruyen los intercambios mutuos. Las restricciones a las importaciones impiden la cooperación de alguien en Argentina con otra persona ubicada en otro país. En este caso ambos tienen la expectativa de beneficiarse de ese intercambio y, sin embargo, para realizarlo deben saltear interminables barreras burocráticas por encontrarse en lados opuestos de una línea imaginaria. Peor todavía si consideramos que los protagonistas de este intercambio no serán los únicos perjudicados, al mismo tiempo, aquel que pensaban adquirir un insumo para mejorar su productividad, o quien simplemente deseaba adquirir un producto más competitivo, también se ve perjudicado. Oportunidades de generar riqueza que se esfuman.

La inconmensurable cantidad permisos, autorizaciones, leyes, regulaciones y normas no escritas, con las que se chocan los argentinos todos los días son todos ejemplos de esa redistribución de poder social al poder político. Probablemente sea la Ley de Abastecimiento, sancionada en 1974, y la que el actual gobierno ha amenazado con aplicar en reiteradas oportunidades, la máxima expresión de como el poder social se convierte en poder estatal.

El artículo 1º de esa ley comienza con el siguiente texto: “La presente Ley regirá con respecto a la compraventa, permuta y locación de cosas muebles, obras y servicios —sus materias primas directas o indirectas y sus insumos— lo mismo que a las prestaciones —cualquiera fuere su naturaleza, contrato o relación jurídica que las hubiere originado— que se destinen a la sanidad, alimentación, vestimenta, higiene, vivienda, deporte, cultura, transporte, calefacción, refrigeración, esparcimiento, así como cualquier otro bien mueble o servicio que satisfaga —directamente o indirectamente— necesidades comunes o corrientes de la población.” ¿Qué es eso si no la muestra de total desconfianza, desprecio y repulsión por el poder social? Es la consolidación de la idea de que un grupo de personas –los funcionarios– por medio de imposiciones de carácter violento pueden resolver mejor los desafíos que la sociedad actuando en libertad. Es la absurda idea de que el garrote y el monopolio son superiores a la cooperación social voluntaria y descentralizada.

Al contrario de la efectividad que imaginan los políticos que tiene el poder estatal, el poder social es real y palpable, y no solo consiste en la posibilidad de realizar intercambios libres sin intervención del gobierno. En el libro En defensa de los más necesitados, los economistas Martin Krause y Alberto Benegas Lynch (h) describen la experiencia argentina del poder social. Allí elaboran una detallada enumeración de como la sociedad, antes de la implementación del Estado de Bienestar (que, vale decir, no genera bienestar alguno) diseñó espontáneamente mecanismos para ayudar a aquellas personas en estado de pobreza e indigencia.

Pero para ver el poder social en funcionamiento no es necesario acudir a los libros. Ante catástrofes naturales o tragedias la gente se moviliza para ayudar y demostrar el poder social, basta con remitirnos a la solidaridad demostrada por los argentinos durante la Guerra de Malvinas, la respuesta solidaria frente a las crecientes de la cuenca del Plata en 1982-83, las inundaciones en la Provincia de Santa Fe de 2003, y  más recientemente ante la Tragedia de la Estación Once, o las inundaciones en La Plata del pasado 2 de abril. Las constantes campañas de organizaciones como Cáritas, Un Techo para Mi País, Red Solidaria, o Fundación Tzedaká, son otras demostraciones de ese poder social que aún mantiene la sociedad.

El poder estatal, en el actual contexto político, recuerda a la Primera Ley de la Termodinámica. Este principio de la conservación de la materia y energía explica, como dice el cantautor Jorge Drexler, que en un sistema cerrado, nada se crea, nada se pierde, todo se transforma. Y es así como, de alguna manera, se manejan los políticos respecto del poder estatal. La idea de desprenderse de ese poder no está presente con claridad en ninguno de los discursos políticos.

Mientras se mantenga un sistema cerrado, en el que la clase política establecida solo esté preocupada por conservar el poder que hay en disputa, la sociedad seguirá siendo ignorada y maltratada. Por eso, para concluir, creo relevante destacar una frase de Gonzalo Blousson, primer candidato a legislador porteño del Partido Liberal Libertario: “es hora de sacarle poder a los políticos y devolvérselo a la gente”.

Fascismo del siglo XXI

Las constantes  acusaciones de “fascista” que se lanzan entre adversarios políticos se convirtieron en una imagen habitual del debate político argentino. Sin importar la pertenencia partidaria o ideológica, la apelación al  término fascismo (o su argentinización “facho”) para describir a los demás políticos en base a sus ideas, actitudes y acciones se convirtió en un aspecto rutinario de la política nacional. De esta manera, Elisa Carrió acusa al gobierno de fascista, y desde el gobierno la tildan de fascista a ella. El Jefe de Gobierno de la Ciudad, Mauricio Macri, es uno de los blancos favoritos para ser acusado de fascista, y al mismo tiempo propio Macri describió al Gobierno Nacional como fascista. Ejemplos de esto en la política nacional hay de sobra.

Todos ellos tienen razón. La mayoría de las principales figuras políticas nacionales están influenciadas por diversos aspectos del movimiento fundado por Benito Mussolini, y éste es tal vez el logro más importante del kirchnerismo. El marcado desplazamiento del eje del debate hacia las posturas inspiradas en Mussolini consiguió que las discusiones de hoy versen acerca de si el Estado debe ejercer un control arbitrario y autoritario sobre la economía, o si por el contrario el control del Estado en la economía debe ser acompañado de explicaciones más sofisticadas pero igual de equivocadas. La idea de una economía regulada por el resultado de millones de intercambios libres y voluntarios, y no por el garrote del Gobierno, ni siquiera es considerada seriamente por la clase política.

El fascismo económico se caracteriza por la existencia nominal de la propiedad privada, pero sobre la cual el Estado tiene absoluto poder de decisión para usar y disponer de ella según su propio criterio. Bajo este sistema, sin acudir al extremo de la expropiación, se adquiere un control total de la economía que genera los mismos efectos catastróficos que en los casos del socialismo y el comunismo.

Esto lo vemos en el excesivo control que ejercen Axel Kiciloff y Guillermo Moreno sobre un número importante de empresas, especialmente en las que tienen participación estatal heredada de la expropiación de los fondos de los jubilados. También en los “acuerdos de  precios” no oficiales, las exigencias de mantener una “balanza comercial equilibrada” logrando que, por ejemplo, automotrices tengan que exportar limones. O en las habituales reuniones del secretario de Comercio Interior con empresarios autorizando o prohibiendo importar insumos, modificar precios o elegir proveedores. Estos son retratos de una economía inspirada en los principios fascistas.

En un plano político, el fascismo mussoliniano incluía una fuerte presencia de nacionalismo, militarismo y corporativismo, tres elementos también presentes en la cotidianeidad de la política argentina.

El discurso nacionalista del Gobierno no solo se evidencia en su política económica proteccionista. Por ejemplo, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales sancionada para desmembrar al Grupo Clarín impone una cuota de contenido de producción nacional a los canales de televisión alcanzados. O la antigua, aunque recientemente reglamentada, ley que dispone la obligatoriedad del doblaje de las películas al español con actores argentinos. También la norma que impone la reproducción del himno nacional cada medianoche a todas las radios del país. Todas estas medidas no sólo se justifican desde lo económico, sino también desde el nacionalismo cultural.

El militarismo con ambiciones imperiales es una nota característica de fascismo. Sin embargo, en nuestro país se fue diluyendo con el correr de los años, especialmente una vez terminada la dictadura militar de 1976-1983. En su reemplazo, el peronismo mantuvo un liderazgo verticalista, y en la última etapa del kirchnerismo han vuelto a surgir agrupaciones, como la Tupac Amaru de Milagro Sala, cuya organización y actividades son de un corte netamente militar.

Cuando el miércoles pasado Cristina Kirchner convocó a una cumbre en Santa Cruz, en la cual confluyeron dirigentes de cámaras empresarias y líderes sindicales, dio un excelente ejemplo del corporativismo. Es la idea de que la influencia de las cámaras sectoriales y los sindicatos en la toma de decisiones políticas es representativa de la mayoría de la población. La realidad es muy distinta, el corporativismo deja como resultado una economía manejada por los intereses de los grandes empresarios y los sindicalistas, mientras que el discurso colectivista es aprovechado para presentar privilegios feudales que reciben sólo algunos sectores como si fueran beneficios para gran parte de la población.

Mencionar a la figura de Juan Domingo Perón como líder inspirador del partido gobernante ayuda a interpretar mejor la existencia de un modelo que se asimila en muchas de sus aristas al fascismo. Perón en su estadía entre 1939 y 1941 en la embajada argentina en Italia, de la que era el agregado cultural, no dudó en mostrar su admiración por Benito Mussolini, líder de la Italia fascista. La admiración por el fascismo italiano no era la única obsesión de Perón: el historiador israelí Raanan Rein destaca que la ayuda de Perón a la España de Franco, donde más tarde se exiliaría, contribuyó a salvar al régimen entre 1946 y 1950.

Sin dudas, el legado de Perón sobrevive hasta la actualidad y su efecto se expandió entre el resto de los partidos. Quizás, después de uno de los períodos en los que el modelo político-económico más se asemejo al fascismo, se pueda terminar de aprender la lección de que el intervencionismo genera caos, destruye riqueza y perpetúa la pobreza.