La restauración de la esclavitud

Si hay un hecho indiscutible que se le puede reconocer a Carlos Menem es la abolición del Servicio Militar Obligatorio (SMO). Es verdad que para que suceda eso y salgan a la luz los abusos de la llamada colimba debió morir el soldado Omar Carrasco, un precio demasiado alto para que se derogue una de las instituciones más injustas que existió en la historia del país.

Quizás debido a que el fin del se trató de un hecho fatal, y no a un debate público, o quizás por ese “enano fascista” al que se refirió la fallecida periodista Oriana Fallaci, la idea de recrear el servicio militar obligatorio vuelve a aparecer en la agenda de los políticos y los medios cada cierto tiempo.

En este caso fue el senador provincial, y Lord de Jose C. Paz, Mario Ishii, quien sugirió la reinstauración del servicio militar obligatorio como forma de combatir la inseguridad y además promover el trabajo entre la llamada “generación ni-ni”, aquellos jóvenes que no estudian ni trabajan. Sorprendentemente, o no tanto, en una encuesta online publicada en este portal (al momento de escribir esta nota) habían votado más de 90.000 personas, de las cuales un 75% se pronunciaba a favor del retorno del servicio militar obligatorio.

Las razones en contra de la reinstauración del servicio militar obligatorio –o su versión alternativa llamada “servicio civil” o de manera similar– son variadas, y dado que se trata de una institución en retroceso a nivel mundial, me animo a decir que suelen ser bastante convincentes. Veamos el caso en contra de la conscripción.

En primer lugar, hay que llamar a las cosas por nombre: el SMO es una forma de esclavitud. No hay lugar para medias tintas. Si estamos hablando de trabajo involuntario, en el cual una persona es obligada a trabajar contra su voluntad, bajo la amenaza de ser encerrado en una jaula si no se presta a ello, estamos hablando de esclavitud. No importa si los que la imponen creen que sus fines son los más nobles que puedan existir o si se trata de la solución a los problemas más urgentes, tampoco cambia nada si se pretende modificar el nombre. Cualquiera sea la perspectiva desde la que se analice el SMO estamos ante una forma de esclavitud.

La conscripción suele justificarse invocando la importancia de la defensa nacional y el deber patriótico. “Todos los ciudadanos tienen el deber de defender a su país”, dicen con frecuencia los defensores del SMO. En este caso ni siquiera se apela a ese argumento, la necesidad de volver a implementar el uso de esclavos en las fuerzas armadas es justificada alegando que es una forma de resolver los problemas de inseguridad y de “encauzar” a aquellos que no trabajan ni estudian.

Supongamos que efectivamente el SMO resuelve aquellos problemas. ¿Es esto suficiente para justificar un sistema de esclavitud? Bajo esa idea, si consideramos que el trabajo esclavo resulta más productivo que el trabajo voluntario, y una de las finalidades de los que gobiernan es promover el crecimiento del país, ¿por qué no se instaura un sistema en el que todos los años se haga un gran sorteo en el que los que resultan elegidos pasan a trabajar como esclavos? No olvidemos que todo sería en aras de resolver los problemas del país.

En segundo lugar, el SMO funcionaría como reemplazo de otra institución también compulsiva: la escolarización. De hecho, la gran mayoría de las escuelas de la actualidad continúan siguiendo el modelo prusiano de educación, importado por Sarmiento, quien tomó contacto con él gracias a sus reuniones con uno de sus principales impulsores en Estados Unidos, Horace Mann. El modelo prusiano fue concebido para preparar a los jóvenes para servir en el ejército o en la administración pública. A pesar de esto, hoy existen millones de jóvenes que no estudian ni trabajan, ¿por qué con el servicio militar obligatorio sería distinto?

En este sentido, el educador americano John Holt, proponente del unschooling (algo así como “desescolarización”), describió con precisión el sistema educativo dominante: “No es solamente el poder lo que corrompe a la gente, también la impotencia. Lo que les da una mente y alma de esclavos. Los hace indiferentes, vagos, cínicos, irresponsables, y por sobre todas las cosas, estúpidos”.

En tercer lugar, la estructura militar puede ser de gran atracción para aquellos que adhieren a las ideas del Partido Justicialista, especialmente por su verticalismo y a la obediencia debida a sus líderes que caracteriza a aquella agrupación. Sin embargo, estas características son propias de una concepción autoritaria de la sociedad, en la que la obediencia y el conformismo son premiadas en contraposición de la innovación y el pensamiento crítico.

Las sociedad más prosperas se caracterizan por ser sociedades de innovadores con espíritu emprendedor, personas que están dispuestas a tomar riesgos y buscar soluciones alternativas a las existentes. La existencia de los Bill Gates, los Steve Jobs y los Elon Musks no se debió a que fueron obedientes y buscaban conformar las expectativas que podía tener la sociedad sobre ellos. Por el contrario, terminar una carrera, obtener un empleo de 9 de la mañana a 5 de la tarde y vivir una vida sin riesgos, no fue lo que los hizo grandes.

Con esto no estoy diciendo que todos podemos ser el próximo Steve Jobs, pero seguro que no es la mentalidad autoritaria, verticalista, y de corte militar que promueve el peronismo, la que nos garantice individuos que se destaquen, y productores de riqueza, en las próximas décadas.

Los argumentos contra la reinstauración de un sistema de servidumbre involuntaria son tan contundentes que no requieren más palabras. Forzar a otras personas a realizar algo contra su voluntad, ya sea prostituirse, aprender un oficio, o recibir entrenamiento militar, es una forma de esclavitud. La propuesta del kirchnerista Ishii es una evidencia del fracaso de sus propias ideas. Tras muchas décadas en las que la clase política se ha empecinado en obstruir la generación de riqueza y haber promovido las dádivas estatales como forma de vida, la idea de que para que alguien quiera trabajar tenga que ser forzado a hacerlo no parece descabellado.

¿Militarizar es pacificar?

“La guerra global a las drogas ha fracasado, con consecuencias devastadoras para individuos y sociedades alrededor del mundo.”, así comienza un lapidario informe firmado por varios líderes mundiales sobre el rotundo fracaso de las políticas sobre drogas a nivel mundial. A pesar de la amplia evidencia en contra de un experimento que ha generado más daño del que intentaba originalmente prevenir, muchos políticos insisten en profundizar el fracaso extendiendo el alcance de la persecución que llevan adelante los gobiernos contra adultos que deciden ingerir ciertas sustancias consideradas ilegales.

El problema de la violencia ligada a la comercialización de sustancias ilegales -o narcotráfico- es una consecuencia de esta política. Cuando los Estados deciden penalizar y perseguir la compraventa de determinadas sustancias porque considera que son nocivas no desaparecen del mercado, son simplemente desplazadas a la clandestinidad. Por lo tanto, además de tratar como niños a adultos que deberían tener la libertad de poder decidir acerca de sus propias acciones, este abordaje ha generado una tragedia mucho mayor que puede ser el problema del consumo de drogas y la drogadicción.

El ímpetu prohibicionista no es un asunto reciente. Varios años antes de que se declarara la Guerra contra las Drogas en la década del 70, y con los mismos argumentos al que hoy recurren los paladines de la prohibición de drogas surgieron en Estados Unidos movimientos moralistas en contra del consumo de bebidas alcohólicas. Tras casi un siglo de existencia, en 1919, la presión y la influencia que tenían estos grupos obtuvieron la satisfacción de aprobar una enmienda constitucional en el que se prohibía la venta de bebidas alcohólicas en todo el territorio estadounidense, a partir de ese momento todo fue en caída libre. Había comenzado la llamada Ley Seca.

Naturalmente, una vez vigente la prohibición, los dueños de comercios legales que hasta el momento comercializaban pacíficamente las bebidas etílicas y no querían tener problemas con la ley decidieron apartarse de ese negocio. Lejos de que el alcohol pasara a la historia, aquellos que querían hacerse de bebidas alcohólicas podían seguir haciéndolo sin mayores obstáculos. El mercado encontró otras formas de abastecerse, fue el comienzo de la época dorada del crimen organizado. Gente como Al Capone o Arnold Rothstein vieron en la prohibición no solo un gran negocio con inimaginables márgenes de ganancias, sino además como la base financiera para expandir sus operaciones criminales a otros rubros.

Paradójicamente, al igual que sucede en nuestros días con la prohibición de las drogas, las consecuencias de la Ley Seca fueron totalmente contrarias a los efectos esperados. Aumentaron los índices de criminalidad; el descenso del consumo no fue significativo – tampoco lo fue el aumento del consumo en los años post-prohibición; y la producción casera de alcohol para la venta – en manos de novatos – generó alrededor de 50.000 muertes por envenenamiento.

Trece años después de su entrada en vigencia, y miles de muertes producto del crimen organizado que había tomado el control del sector, la prohibición fue derogada. Un reverendo evangelista y promotor de la prohibición de nombre Sam Small resumió aquellos años como “una orgía de caos y corrupción oficial.”

A pesar de todo, la evidencia disponible no es un factor persuasivo para aquellos bien intencionados que creen llevar adelante cruzadas morales, o para los que simplemente están en búsqueda de un rédito político. Ni la experiencia americana durante la década de 1920, ni la experiencia actual de la Guerra contra las Drogas son suficientes para disuadirlos de insistir en una política cuyo fracaso es notorio y que está empezando a ser cuestionada a escala global.

La razón por la que escribo esta extensa introducción, y vuelvo a insistir sobre el tema, es debido a una iniciativa que está siendo promovida desde el recientemente creado Instituto de Políticas de Pacificación, dirigido por el ex-legislador Diego Kravetz. Kravetz propone que la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires sancione una Ley de Pacificación con el objetivo de lucha contra el narcotráfico. “Pacificar” también fue el término que utilizó el Secretario de Seguridad, Sergio Berni, al describir el megaoperativo que tuvo lugar en Rosario algunos días atrás. Un operativo que involucró a más de 3000 efectivos de distintas fuerzas, y en el que se prevé que queden estacionados en aquella ciudad unos 1.500 gendarmes y 500 prefectos.

Aunque pueda sonar reiterativa la comparación entre nuestra realidad y la novela 1984 de George Orwell, Berni y Kravetz se sumergen en un claro ejemplo de lo que el autor inglés denomino doublethink (doblepensar, en nuestro idioma). Este concepto, definido en la novela como “el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente”, se observa con claridad en uno de los slogans del partido gobernante de esa la obra de ficción: la guerra es la paz. En este caso podemos decir “pacificar es militarizar”.

El proyecto de Kravetz, para el cual está recolectando firmas con el objetivo de que sea tratado por la Legislatura porteña, propone imitar la experiencia brasileña de las “Unidades de Policía Pacificadora” (UPP). Este cuerpo policial creado en 2008 y cuya actuación se circunscribe a las favelas de Rio de Janeiro, tiene como propósito reforzar la presencia del Estado en regiones que solían ser controladas por bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Desde su creación, la UPP se ha establecido   -u “ocupado”, como dicen en la web oficial de la fuerza- en 39 complejos de favelas de la ciudad carioca.

La propuesta que se busca importar consiste en dos etapas. En la primera se “saca a los narcos de las villas”, describe Kravetz en un artículo publicado en Infobae. Está tarea -según el proyecto local- sería llevada adelante por las Unidades de Policía de Pacificación (UPP porteñas), encargada de desplazar al crimen organizado de aquellos barrios humildes en los cuales han encontrado refugio. Posteriormente, se implementa la presencia de una Unidad de Pacificación Social (UPS), una especie de policía comunitaria destinada a “realizar trabajos comunitarios junto a los vecinos, y ayuda a resolver conflictos”, explica un folleto informativo del Instituto de Políticas de Pacificación que recibí en la vía pública.

Pero bajo un lenguaje confuso y poco claro, el ex-legislador está promoviendo la militarización de las villas de emergencia como solución al narcotráfico. Para obtener una imagen más precisa de esta la realidad que se propone, sigamos el propio consejo de Kravetz y veamos el caso brasileño.

Al igual que la iniciativa local, el plan implementado por Sergio Cabral, el jefe de gobierno de Rio reelecto en 2010, consiste de dos fases.

Lo que Kravetz con sencillez describe diciendo “primero se saca a los narcos de la villas”, se trata de una operación sumamente compleja. En Rio esta tarea está a cargo del  Batallón de Operaciones Policiales Especiales, o BOPE, la fuerza especial de la Policía Militar de Rio de Janeiro mundialmente conocida  gracias a la película Tropa de Elite, un largometraje que retrata de forma cruenta la brutalidad policial que predomina en esta fuerza. El BOPE se caracteriza por tratar al teatro de operaciones como una verdadera zona de guerra, en la cual incursionan con tácticas bélicas, con la mentalidad de derrotar a un ejército enemigo. Casi un vale todo.

No es casualidad que Brasil ostente una de las tasas más altas de muertes por habitante. En el año 2009, la ONG Human Rights Watch publicó un informe titulado “Fuerza Letal” en el que da cuenta de las escalofriantes estadísticas de ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo de la policía. Los números, en comparación en comparación a los niveles de violencia existentes son exorbitantes. Más de 11.000 personas fueron asesinadas por la policía entre 2003 y 2009 en las ciudades de Rio de Janeiro y São Paulo. Mientras tanto, los allanamientos sin orden judicial, el establecimiento de checkpoints y otros abusos policiales se convierten en una constante una vez establecida la “ocupación” por el programa pacificador.

Por ejemplo, el caso de Amarildo de Souza se convirtió en un icono de las protestas contra estos abusos. Este trabajador de la construcción de 42 años desapareció en julio del año pasado en la favela Rocinha, una de las 39 zonas que se encuentran sitiadas. “Las cosas se pusieron peor desde que vino la policía. Al menos cunado las bandas de narcotraficantes tenían el control, conocíamos las reglas. Ahora, solo hay miedo. La policía agarra a la gente de forma aleatoria, como a mi padre”, le dijo Anderson de Souza a Associated Press. La investigación policial comprobó torturas e implicó a 25 policías, incluido al comandante de la unidad en la Rocinha, todo una rareza en un país donde la impunidad policial está a la orden del día. El cuerpo de Amarildo nunca apareció.

Este caso, que tuvo resonancia en los principales medios brasileños es representativo de una tendencia preocupante entre las favelas pacificadas. A pesar de registrarse una baja de hasta un 75% en la tasa de homicidios durante los primeros tres años de la implementación del programa de pacificación – reafirmando una tendencia que comenzó en 2006 – a partir del 2013 esa tendencia se interrumpió y los narcos están recuperando el control. Pero todavía más preocupante es el aumento de desaparecidos en las favelas, desde el año 2007 hubo un brusco aumento en la cifra de desaparecidos. Todo esto no sorprende, si se incluye en la ecuación la tradición de la policía brasileña de “esconder” sus propios errores.

En una segunda fase, las fuerzas de característica militar son reemplazadas por otra división perteneciente a la policía militar de Rio, las cuestionadas Unidades de Policía Pacificadoras. En el proyecto de Kravetz estas unidades son llamadas Unidades de Pacificación Social, y no existen muchos datos acerca de la naturaleza de este cuerpo. Lo que sí se puede asegurar es que de mantenerse en línea con el modelo de Rio, los habitantes de los asentamientos precarios tendrán que elegir vivir entre bandas de narcos o en una situación de ocupación policial/militar. Ninguna de las alternativas parecen ser tentadoras.

Es que la estrategia promovida por Kravetz, y en la que el secretario Berni coincide, consiste en intentar apagar un fuego con más combustible. Escalar la lucha contra el narcotráfico solo puede tener como resultado mayores niveles de violencia y más inocentes puestos en la línea de fuego. Es otro ataque sobre las consecuencias de la violencia del crimen organizado, y no sobre sus causas. Perpetuar esta batalla -que ya está pérdida- motivada por ambiciones políticas es un crimen.

Lo que hay que comprender es que no son los consumidores de drogas ni los drogadictos los que generan miles de muertes al año producto de la violencia mafiosa, no son los consumidores ni los drogadictos los que encarcelan a personas pacíficas que no le hicieron daño a nadie, tampoco son ellos los que asesinan una persona por día en Rosario. En la guerra que se desarrolla entre el narcotráfico y el gobierno salen perdiendo todos, excepto los narcos que mantienen su negocio y el gobierno que tiene excusas para intervenir, aumentar el gasto en seguridad, y aprovechar las infinitas oportunidades para corromperse.

Así como desapareció el crimen organizado relacionado con el comercio ilegal de bebidas alcohólicas desaparecerá el narcotráfico. Pero eso ocurrirá cuando políticos y “expertos” repasen y reconozcan el daño que ha generado la prohibición, cuando admitan que sus enfoques equivocados solo han creado caos, miseria y tragedia, cuando desistan de seguir construyendo un infierno en la tierra solamente para avanzar sus causas morales. Será entonces ese el momento en el que al narcotráfico se lo estudie en las clases de historia y la prohibición de drogas pase a ocupar otro lugar en el extenso estante donde se archivan las masacres, matanzas, hambrunas, confiscaciones, abusos, entre otras aberraciones que llevan adelante los Estados.

Privatización de la acción penal

“Cárcel para los delincuentes”, este parece ser el principal reclamo de una sociedad atemorizada frente a la ola de delincuencia y a los preocupantes niveles de inseguridad que afectan al país. La serie de linchamientos que tuvo lugar en los últimos días en varios puntos del país demuestra que los niveles de tolerancia frente a la impunidad llegaron a un límite.

Ante esto, la reacción de de dos de los principales referentes de la llamada oposición, Mauricio Macri y Sergio Massa, no dudaron en apelar al argumento favorito de la clase política a la hora explicar o intentar comprender la causa de un problema: la ausencia del Estado. Para ambos, las feroces golpizas contra delincuentes son producto de la falta de acción del Estado en materia de persecución a los delincuentes. Es una salida fácil para ellos, más cuando ambicionan un éxito electoral en las próximas elecciones presidenciales.

El argumento de la ausencia del Estado les permite posicionarse –ante un eventual éxito de sus chances presidenciales – como la persona adecuada para tomar la iniciativa y resolver el problema de la inseguridad. Estos son los casos en los cuales se puede observar con mayor claridad cómo la clase política funciona al estilo de una corporación cuyo único fin es resguardar el poder que ostenta. La solución siempre la encuentran en sumarle más poder al Estado.

Ahora, dejando de lado de las declamaciones demagógicas de los políticos, en tiempos en los que la presencia del Estado es total en la vida diaria de las personas, el ámbito de la política criminal  no es una excepción. Es difícil concebir una situación en la cual el Estado pudiera estar más presente que en el ámbito de las políticas de seguridad y la política criminal. Y cuando hablamos de un Estado omnipresente es imposible no referirse a la otra cara de la moneda, la de una sociedad impotente a la que le han expropiado cualquier tipo de participación y es relegada a un papel de mero observador.

En el actual proceso penal la víctima es una simple excusa que le permite al Estado iniciar un proceso de enjuiciamiento. Según el enfoque vigente, el juicio penal está completamente disociado de la víctima y de la protección de sus derechos. La sanción que dispone el juez no es en nombre de la víctima como sucedía en los sistemas que precedieron al derecho penal moderno. Ahora, es el Estado asume el papel de fiscal y busca la imposición de un castigo en su nombre bajo el pretexto de que el criminal representa un peligro para esa abstracción llamada sociedad. Esto es lo que el Juez Penal Ricardo Manuel Rojas en su libro Las contradicciones del derecho penal llama “la estatización de la respuesta penal”.

Es así que las víctimas son doblemente ultrajadas, primero por quien cometió el delito y luego nuevamente por el Estado, que la ignora a la hora de la búsqueda de justicia. Devolver a la víctima a un primer plano, y dejar de lado las creaciones abstractas como la “sociedad” para fundamentar las penas puede ser un primer paso para desactivar la desprotección que perciben los ciudadanos.

Consideremos el siguiente caso. Jorge es asaltado por Diego. En la actualidad, en el extraño caso de que Diego sea atrapado, juzgado, y luego condenado, Jorge es un mero observador. No puede opinar acerca de la sanción, y su papel en el juicio es de insignificante a inexistente. Con la “privatización” de la acción penal, la víctima podría peticionar ante el juez, exponiendo cuál es su pretensión en el juicio, tal como sucede en la actualidad en el ámbito del derecho civil. De esta manera, la tan ansiada justicia está más cerca de la realidad.

En primer lugar, este enfoque habilita la aplicación de penas alternativas a la prisión al no verse el juez limitado a sentenciar lo que indica el Código Penal. Esto ya sería un gran avance. Hoy en día, las cárceles – abarrotadas y en condiciones insalubres –  son una verdadera escuela del delito. Los presos inexpertos aprenden allí como perfeccionar su técnica, los que entran ladrones salen secuestradores, los que entran como violadores salen asesinos. Y desde otro punto de vista, resulta absurda la idea de que la víctima, además de haber sufrido un hecho de inseguridad, deba después soportar los costos de manutención de los reos – financiados por impuestos – en un nuevo ataque contra sus derechos.

Con el poder de la sanción en manos de la víctima, el juez se limitaría verificar el perjuicio y determinar si la pena es proporcional al daño cometido.

Una reforma en este sentido lograría devolverle un lugar primordial a la víctima en el proceso penal y reconvertiría al derecho penal en un derecho donde lo fundamental sea la restitución, en la cual el delincuente debe compensar a la víctima por el daño realizado, y  finalmente acercaría a las víctimas a nociones de justicia más realistas que al concepto idealizado de que el Estado busca hacer justicia en nombre de la sociedad.