¿Militarizar es pacificar?

“La guerra global a las drogas ha fracasado, con consecuencias devastadoras para individuos y sociedades alrededor del mundo.”, así comienza un lapidario informe firmado por varios líderes mundiales sobre el rotundo fracaso de las políticas sobre drogas a nivel mundial. A pesar de la amplia evidencia en contra de un experimento que ha generado más daño del que intentaba originalmente prevenir, muchos políticos insisten en profundizar el fracaso extendiendo el alcance de la persecución que llevan adelante los gobiernos contra adultos que deciden ingerir ciertas sustancias consideradas ilegales.

El problema de la violencia ligada a la comercialización de sustancias ilegales -o narcotráfico- es una consecuencia de esta política. Cuando los Estados deciden penalizar y perseguir la compraventa de determinadas sustancias porque considera que son nocivas no desaparecen del mercado, son simplemente desplazadas a la clandestinidad. Por lo tanto, además de tratar como niños a adultos que deberían tener la libertad de poder decidir acerca de sus propias acciones, este abordaje ha generado una tragedia mucho mayor que puede ser el problema del consumo de drogas y la drogadicción.

El ímpetu prohibicionista no es un asunto reciente. Varios años antes de que se declarara la Guerra contra las Drogas en la década del 70, y con los mismos argumentos al que hoy recurren los paladines de la prohibición de drogas surgieron en Estados Unidos movimientos moralistas en contra del consumo de bebidas alcohólicas. Tras casi un siglo de existencia, en 1919, la presión y la influencia que tenían estos grupos obtuvieron la satisfacción de aprobar una enmienda constitucional en el que se prohibía la venta de bebidas alcohólicas en todo el territorio estadounidense, a partir de ese momento todo fue en caída libre. Había comenzado la llamada Ley Seca.

Naturalmente, una vez vigente la prohibición, los dueños de comercios legales que hasta el momento comercializaban pacíficamente las bebidas etílicas y no querían tener problemas con la ley decidieron apartarse de ese negocio. Lejos de que el alcohol pasara a la historia, aquellos que querían hacerse de bebidas alcohólicas podían seguir haciéndolo sin mayores obstáculos. El mercado encontró otras formas de abastecerse, fue el comienzo de la época dorada del crimen organizado. Gente como Al Capone o Arnold Rothstein vieron en la prohibición no solo un gran negocio con inimaginables márgenes de ganancias, sino además como la base financiera para expandir sus operaciones criminales a otros rubros.

Paradójicamente, al igual que sucede en nuestros días con la prohibición de las drogas, las consecuencias de la Ley Seca fueron totalmente contrarias a los efectos esperados. Aumentaron los índices de criminalidad; el descenso del consumo no fue significativo – tampoco lo fue el aumento del consumo en los años post-prohibición; y la producción casera de alcohol para la venta – en manos de novatos – generó alrededor de 50.000 muertes por envenenamiento.

Trece años después de su entrada en vigencia, y miles de muertes producto del crimen organizado que había tomado el control del sector, la prohibición fue derogada. Un reverendo evangelista y promotor de la prohibición de nombre Sam Small resumió aquellos años como “una orgía de caos y corrupción oficial.”

A pesar de todo, la evidencia disponible no es un factor persuasivo para aquellos bien intencionados que creen llevar adelante cruzadas morales, o para los que simplemente están en búsqueda de un rédito político. Ni la experiencia americana durante la década de 1920, ni la experiencia actual de la Guerra contra las Drogas son suficientes para disuadirlos de insistir en una política cuyo fracaso es notorio y que está empezando a ser cuestionada a escala global.

La razón por la que escribo esta extensa introducción, y vuelvo a insistir sobre el tema, es debido a una iniciativa que está siendo promovida desde el recientemente creado Instituto de Políticas de Pacificación, dirigido por el ex-legislador Diego Kravetz. Kravetz propone que la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires sancione una Ley de Pacificación con el objetivo de lucha contra el narcotráfico. “Pacificar” también fue el término que utilizó el Secretario de Seguridad, Sergio Berni, al describir el megaoperativo que tuvo lugar en Rosario algunos días atrás. Un operativo que involucró a más de 3000 efectivos de distintas fuerzas, y en el que se prevé que queden estacionados en aquella ciudad unos 1.500 gendarmes y 500 prefectos.

Aunque pueda sonar reiterativa la comparación entre nuestra realidad y la novela 1984 de George Orwell, Berni y Kravetz se sumergen en un claro ejemplo de lo que el autor inglés denomino doublethink (doblepensar, en nuestro idioma). Este concepto, definido en la novela como “el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente”, se observa con claridad en uno de los slogans del partido gobernante de esa la obra de ficción: la guerra es la paz. En este caso podemos decir “pacificar es militarizar”.

El proyecto de Kravetz, para el cual está recolectando firmas con el objetivo de que sea tratado por la Legislatura porteña, propone imitar la experiencia brasileña de las “Unidades de Policía Pacificadora” (UPP). Este cuerpo policial creado en 2008 y cuya actuación se circunscribe a las favelas de Rio de Janeiro, tiene como propósito reforzar la presencia del Estado en regiones que solían ser controladas por bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Desde su creación, la UPP se ha establecido   -u “ocupado”, como dicen en la web oficial de la fuerza- en 39 complejos de favelas de la ciudad carioca.

La propuesta que se busca importar consiste en dos etapas. En la primera se “saca a los narcos de las villas”, describe Kravetz en un artículo publicado en Infobae. Está tarea -según el proyecto local- sería llevada adelante por las Unidades de Policía de Pacificación (UPP porteñas), encargada de desplazar al crimen organizado de aquellos barrios humildes en los cuales han encontrado refugio. Posteriormente, se implementa la presencia de una Unidad de Pacificación Social (UPS), una especie de policía comunitaria destinada a “realizar trabajos comunitarios junto a los vecinos, y ayuda a resolver conflictos”, explica un folleto informativo del Instituto de Políticas de Pacificación que recibí en la vía pública.

Pero bajo un lenguaje confuso y poco claro, el ex-legislador está promoviendo la militarización de las villas de emergencia como solución al narcotráfico. Para obtener una imagen más precisa de esta la realidad que se propone, sigamos el propio consejo de Kravetz y veamos el caso brasileño.

Al igual que la iniciativa local, el plan implementado por Sergio Cabral, el jefe de gobierno de Rio reelecto en 2010, consiste de dos fases.

Lo que Kravetz con sencillez describe diciendo “primero se saca a los narcos de la villas”, se trata de una operación sumamente compleja. En Rio esta tarea está a cargo del  Batallón de Operaciones Policiales Especiales, o BOPE, la fuerza especial de la Policía Militar de Rio de Janeiro mundialmente conocida  gracias a la película Tropa de Elite, un largometraje que retrata de forma cruenta la brutalidad policial que predomina en esta fuerza. El BOPE se caracteriza por tratar al teatro de operaciones como una verdadera zona de guerra, en la cual incursionan con tácticas bélicas, con la mentalidad de derrotar a un ejército enemigo. Casi un vale todo.

No es casualidad que Brasil ostente una de las tasas más altas de muertes por habitante. En el año 2009, la ONG Human Rights Watch publicó un informe titulado “Fuerza Letal” en el que da cuenta de las escalofriantes estadísticas de ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo de la policía. Los números, en comparación en comparación a los niveles de violencia existentes son exorbitantes. Más de 11.000 personas fueron asesinadas por la policía entre 2003 y 2009 en las ciudades de Rio de Janeiro y São Paulo. Mientras tanto, los allanamientos sin orden judicial, el establecimiento de checkpoints y otros abusos policiales se convierten en una constante una vez establecida la “ocupación” por el programa pacificador.

Por ejemplo, el caso de Amarildo de Souza se convirtió en un icono de las protestas contra estos abusos. Este trabajador de la construcción de 42 años desapareció en julio del año pasado en la favela Rocinha, una de las 39 zonas que se encuentran sitiadas. “Las cosas se pusieron peor desde que vino la policía. Al menos cunado las bandas de narcotraficantes tenían el control, conocíamos las reglas. Ahora, solo hay miedo. La policía agarra a la gente de forma aleatoria, como a mi padre”, le dijo Anderson de Souza a Associated Press. La investigación policial comprobó torturas e implicó a 25 policías, incluido al comandante de la unidad en la Rocinha, todo una rareza en un país donde la impunidad policial está a la orden del día. El cuerpo de Amarildo nunca apareció.

Este caso, que tuvo resonancia en los principales medios brasileños es representativo de una tendencia preocupante entre las favelas pacificadas. A pesar de registrarse una baja de hasta un 75% en la tasa de homicidios durante los primeros tres años de la implementación del programa de pacificación – reafirmando una tendencia que comenzó en 2006 – a partir del 2013 esa tendencia se interrumpió y los narcos están recuperando el control. Pero todavía más preocupante es el aumento de desaparecidos en las favelas, desde el año 2007 hubo un brusco aumento en la cifra de desaparecidos. Todo esto no sorprende, si se incluye en la ecuación la tradición de la policía brasileña de “esconder” sus propios errores.

En una segunda fase, las fuerzas de característica militar son reemplazadas por otra división perteneciente a la policía militar de Rio, las cuestionadas Unidades de Policía Pacificadoras. En el proyecto de Kravetz estas unidades son llamadas Unidades de Pacificación Social, y no existen muchos datos acerca de la naturaleza de este cuerpo. Lo que sí se puede asegurar es que de mantenerse en línea con el modelo de Rio, los habitantes de los asentamientos precarios tendrán que elegir vivir entre bandas de narcos o en una situación de ocupación policial/militar. Ninguna de las alternativas parecen ser tentadoras.

Es que la estrategia promovida por Kravetz, y en la que el secretario Berni coincide, consiste en intentar apagar un fuego con más combustible. Escalar la lucha contra el narcotráfico solo puede tener como resultado mayores niveles de violencia y más inocentes puestos en la línea de fuego. Es otro ataque sobre las consecuencias de la violencia del crimen organizado, y no sobre sus causas. Perpetuar esta batalla -que ya está pérdida- motivada por ambiciones políticas es un crimen.

Lo que hay que comprender es que no son los consumidores de drogas ni los drogadictos los que generan miles de muertes al año producto de la violencia mafiosa, no son los consumidores ni los drogadictos los que encarcelan a personas pacíficas que no le hicieron daño a nadie, tampoco son ellos los que asesinan una persona por día en Rosario. En la guerra que se desarrolla entre el narcotráfico y el gobierno salen perdiendo todos, excepto los narcos que mantienen su negocio y el gobierno que tiene excusas para intervenir, aumentar el gasto en seguridad, y aprovechar las infinitas oportunidades para corromperse.

Así como desapareció el crimen organizado relacionado con el comercio ilegal de bebidas alcohólicas desaparecerá el narcotráfico. Pero eso ocurrirá cuando políticos y “expertos” repasen y reconozcan el daño que ha generado la prohibición, cuando admitan que sus enfoques equivocados solo han creado caos, miseria y tragedia, cuando desistan de seguir construyendo un infierno en la tierra solamente para avanzar sus causas morales. Será entonces ese el momento en el que al narcotráfico se lo estudie en las clases de historia y la prohibición de drogas pase a ocupar otro lugar en el extenso estante donde se archivan las masacres, matanzas, hambrunas, confiscaciones, abusos, entre otras aberraciones que llevan adelante los Estados.

Sin cambios gana el narcotráfico

Un plan para asesinar a un juez y a un fiscal a cargo de una importante causa contra una de las bandas de narcotraficantes más poderosas de la ciudad, un policía detenido involucrado en la conspiración, fuerzas de seguridad militarizadas, 76 homicidios – uno por día – durante el 2014, ataques a balazos contra la casa del Gobernador, el Ministro de Seguridad, y el Secretario de Seguridad Pública. Estos elementos podrían pertenecer al argumento de un thriller hollywoodense, o bien describir la situación que se vive en el norte de México, un infierno en la tierra. Solamente el año pasado hubo 18.413 homicidios en el país más al sur de Norteamérica. Pero no es ni la trama de una película ni la realidad de ningún otro país: la conspiración para asesinar a un juez tuvo lugar en Rosario, una ciudad en la que la violencia del crimen organizado está en constante aumento y no parece tener límites.

El actual clima de violencia despierta preocupación entre funcionarios provinciales y nacionales. La oposición reclama escalar la lucha contra el narcotráfico, y existe una percepción en la opinión pública de que el presupuesto y las tareas destinadas a combatir la comercialización de drogas son insuficientes. El reclamo de mayores recursos económicos y humanos para combatir al narcotráfico parece ser, a primera vista, una reacción previsible. En la última semana un informe publicado por el diario El Cronista deja en evidencia la escasez de recursos. Los 33 millones de dólares dejan sabor a poco si se comparan con los 95 millones que destina Chile, o los 80 millones que destinan en Uruguay y Perú en la lucha contra el narcotráfico.

A raíz de esta situación, muchos se apresuran a concluir que el verdadero problema en Argentina es la cantidad insuficiente de recursos dirigidos a combatir el narcotráfico, que la comercialización de drogas está permitida de facto y que el problema persistirá hasta que no se asuma con seriedad la misión de erradicar el narcotráfico, es decir con mayores recursos. Si consideramos los países que han asumido con seriedad la tarea de eliminar el narcotráfico, asignando una sustanciosa cantidad de recursos a la guerra contra las drogas, los costos son demasiados altos y los resultados – en el mejor de los casos – de dudoso éxito.

Los 7 mil millones de dólares del Plan Colombia, una iniciativa del gobierno de Estados Unidos para abordar los carteles colombianos, son un ejemplo del fracaso de este enfoque. Más de 15 años después del inicio del plan, la superficie destinada al cultivo de coca se redujo a la mitad y los mega-carteles que dieron lugar a figuras como Pablo Escobar no están más presentes en aquel país. En cambio, un aumento en la productividad por hectárea del cultivo de hojas de coca, y el surgimiento de carteles de menor tamaño, junto a un aumento en la tasa de homicidios de ciudades como Medellín, dan cuenta de que el éxito fue relativo. Cuando incluimos en la ecuación entre 40.000 y 50.000 muertes, daño medioambiental, y la migración de los cultivos hacia Perú y Bolivia, el éxito deja de ser relativo y podemos hablar de otro fracaso más.

Cada dato sobre la guerra contra las drogas es un claro argumento contra ella. Por ejemplo, durante los últimos 8 años se produjeron 70.000 solamente en México en el marco del combate al narcotrafico, un número superior a la cantidad de bajas estadounidenses durante los primeros 10 años de la Guerra de Vietnam. Asesinatos, secuestros y muertes son moneda corriente en ese país, a pesar de los 50.000 soldados desplegados para combatir el narcotráfico. Estados Unidos es el líder, y mayor impulsor, de la prohibición como postura frente a las drogas. Un billón de dólares fueron destinados en los últimos 40 años para combatir el narcotráfico y el resultado es poco alentador. El precio de las drogas disminuyó a la mitad (o hasta un 75% en algunos casos) y su consumo aumentó. Tan poco alentador es este resultado, como el hecho de que la población carcelaria de ese país se cuadruplicó en los últimos 30 años, al mismo tiempo que disminuían los crímenes violentos. Este incremento en la tasa de encarcelamiento solo puede explicarse por el aumento de reclusos encarcelados por delitos no-violentos relacionados con drogas.

La evidencia es abrumadora, ninguno de los países que han desarrollado las estrategias más agresivas para combatir el narcotráfico en todos sus aspectos han podido resolver este problema. En Argentina, la prohibición está vigente y ese es el motivo por el cual observamos el ascenso del crimen organizado. Por eso, no es sorprendente que cada vez haya más voces a favor de terminar con este fracaso de magnitud monumental. Además de los avances concretos que tuvieron lugar en los estados americanos de Washington y Colorado, y en el más cercano Uruguay, varios presidentes y ex presidentes de la región han comenzado a impulsar la necesidad de discutir la necesidad de un mercado legal de drogas.

Es el caso del ex primer mandatario brasileño Fernando Henrique Cardoso, que sostuvo con precisión que “esta política ha tenido nefastas consecuencias -corrupción de las fuerzas policiales y del aparato judicial, y violencia relacionada al tráfico- para el desarrollo económico y la seguridad política de los países productores.” Cardoso no está solo, los presidentes de Guatemala y Colombia, Otto Perez Molina y Juan Manuel Santos respectivamente, también se han manifestado en ese sentido, mientras que el uruguayo José Mujica ha dado el primer paso en revertir este gran error.

Es que el problema de la violencia relacionada con las drogas no es a causa de las drogas, sino por la existencia de un mercado negro, cuyos participantes se ven atraídos por los grandes márgenes de ganancias que existen debido al carácter clandestino del negocio. Es un problema artificial, creado por las políticas que generan espacios ideales para que desarrolle el crimen organizado en vez empresarios y comerciantes que no acudan a la violencia a la hora de competir o saldar sus disputas.

A pesar del optimismo en la región de aquellos partidarios de terminar con uno de los experimentos más letales del siglo pasado  -la prohibición- en Argentina las perspectivas no son las más alentadoras. La elección de un Papa argentino ha vuelto a poner en un lugar preponderante las posturas de la Iglesia Católica, y las opiniones del clero son escuchadas atentamente en el Congreso y la Casa Rosada para evitar ofender al pontífice máximo. La asignación de un cura a la cabeza de la Secretaría de Programación para la Prevención de La Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR) dan cuenta de ello.

Un consenso acerca de la necesidad de escalar la lucha contra el narcotráfico puede poner al país en un camino sin retorno. Insistir con una política que fracasó, y cuyos costos económicos y sociales son altísimos, podrían llevar a un espiral de violencia sin fin. Todavía estamos a tiempo de dejar de lado las ideas de la DEA y empezar a escuchar a los que tienen algo diferente para decir.