El mito de la cultura de trabajo

Si abandonamos por un momento la vertiginosa actualidad, y nos enfocamos en alguna de las sensaciones presentes en la sociedad que trascienden al actual gobierno, vamos a encontrarnos con la idea de que en Argentina “se perdió la cultura del trabajo”. Impulsado por el sentimiento nostálgico de que “todo pasado fue mejor”, la noción de que los argentinos de hoy no valoran ni el esfuerzo ni el trabajo ni el sacrificio como sucedía hace 50 o 60 años es parte de las percepciones de un amplio sector de la sociedad.

Los que defienden esta afirmación acerca de la decadencia del espíritu trabajador en Argentina con el transcurso del tiempo señalan muchas veces a la proliferación del asistencialismo estatal –esto es, subsidios, planes sociales, asignaciones, etc.– como una cabal demostración de que están en lo correcto.

Este argumento es tan real como creer que el sol sale todos los días porque un gallo siempre canta antes del amanecer. El haber dejado de valorar positivamente el esfuerzo y el sacrificio para poder satisfacer las necesidades y deseos personales tiene relación con el crecimiento exponencial del tamaño del llamado “gasto público social”. En otras palabras, un aumento de la dependencia del asistencialismo estatal para poder subsistir.

El asistencialismo estatal es tan solo un paliativo de la pobreza en la que está inmersa un 24,5% de la población, según un informe de la Universidad Católica Argentina. Esa pobreza, en gran parte, tiene su origen en las continuas políticas que obstruyen el proceso de generación de riqueza, la única salida para la pobreza. Este paliativo, representa hoy el 62% del presupuesto nacional, según la Fundación Konrad Adenauer. Es decir, el 62% del gasto público está destinado a aliviar las condiciones que el propio Estado genera, o mejor dicho, que impide resolver. En este sentido, la falta de una cultura del trabajo se encuentra íntimamente relacionada con esta situación.

Las personas no trabajan por el sólo hecho de hacer algo sino porque reciben a cambio una gratificación. Para muchos es únicamente una gratificación material, aunque para otros es tanto material como espiritual. Pero en definitiva, es el fruto de ese trabajo lo que realmente a uno lo lleva a trabajar. Pero ¿qué sucede cuando uno no puede disponer del fruto de su trabajo?

En el caso de la gratificación espiritual, sólo por el momento, el gobierno no ha encontrado forma de gravarla. Por el contrario, las retribuciones monetarias, los salarios u honorarios, se encuentran al acecho de un gobierno que tiene que alimentar sus arcas para sostener la estructura asistencialista.

Las necesidades fiscales, actuales y pasadas de los gobiernos a lo largo de toda la historia del país llevaron a tomar medidas que atacaban de lleno el bolsillo de los trabajadores, y lo siguen haciendo. Entre las innumerables medidas desde 1983 hasta la actualidad nos chocamos con varios procesos inflacionarios (consecuencia de cuando el gobierno opta por imprimir dinero para financiar el gasto), la confiscación y posterior pesificación de depósitos bancarios en el 2001, la manipulación de las AFJP para que financien al Estado a fines de la década del 90, y la posterior confiscación de los fondos de estas instituciones, entre muchas otras medidas en las que todos se vieron agredidos por la voracidad fiscal, disminuyendo cada vez más el incentivo para trabajar, o lo que algunos llaman la “cultura del trabajo”.

Este tipo de comportamiento agrede los derechos de propiedad de los millones de trabajadores que pretenden satisfacer apenas sus necesidades más urgentes. Un gobierno que adopta tales medidas genera lo que el historiador económico y economista Robert Higgs llama la incertidumbre de régimen, que explicado en sus propias palabras consiste en:

“[E]l nombre que le doy a los temores extendidos de que la naturaleza del orden económico se vea modificada. Esto tiene que ver principalmente con el temor de que los derechos de propiedad privada sean alterados a peor debido a impuestos más altos, regulaciones más gravosas, tratamiento más hostil de los funcionarios gubernamentales, y quizás, en el peor de los casos, abierta confiscación de la propiedad privada.

Cuando los inversores sienten esta incertidumbre de régimen son reacios a realizar inversiones de largo plazo porque temen que no serán capaces de recibir las rentas que esas inversiones generarán o incluso podrían llegar a perder el mismo capital invertido”. 

Las mismas políticas se encuentran detrás de la idea de que se perdió la cultura del trabajo y el incremento de los beneficiados del asistencialismo estatal. A medida que crece el tamaño del Estado, y el recaudador está más insaciable que nunca, la posibilidad de aprovechar y utilizar la recompensa por nuestro trabajo, según nuestra voluntad y no la de un funcionario que cree tener más derechos sobre ese dinero, se torna cada vez más difícil.

Más que una cultura del trabajo, la sociedad Argentina necesita una cultura del capital. Una cultura del capital implica comprender que el factor fundamental en el desarrollo de una sociedad es el capital disponible, y la existencia de mecanismos que permitan una distribución justa de ese capital. Esto es, según el resultado de los millones de intercambios individuales y no la voluntad de un “distribuidor” que asigna arbitrariamente a los ganadores y perdedores.

Se puede viajar mejor en Buenos Aires

Uno de los problemas comunes a todos los que viven o trabajan en la Ciudad de Buenos Aires es el defectuoso funcionamiento del transporte público. Las largas filas en las paradas de colectivos o los vagones del subte en los que no entra ni un alfiler son postales habituales de una ciudad cuyos medios de transporte se ven colapsados todos los días.

La calidad del transporte público es una de las variables extraeconómicas más influyentes en la calidad de vida de las personas que viven en una ciudad. El uso diario, casi obligado, de algún medio de transporte público para todos los que trabajan o viven en la Ciudad de Buenos Aires impacta directamente en el ánimo y la confortabilidad de los porteños. Pero además, las importantes demoras, la falla en los servicios y, en general, la paupérrima calidad del transporte también tienen un impacto económico en la productividad.

El transporte público de la Ciudad de Buenos Aires está plagado de problemas, no obstante, la mayoría de ellos, si no todos, obedecen exclusivamente a una única causa: la falta de competencia en el sector.  Mientras que la mayoría de los productos y servicios que utilizamos todos los días no requieren una planificación central desde el Estado, y sin embargo están disponibles en las góndolas de los supermercados, en los comercios y en las calles, en los shoppings o en las galerías comerciales, para el transporte público creen los burócratas que es necesario una autoridad centralizada. Y es así como crearon, desde la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT), un organismo nacional que insólitamente está encargado de regular el servicio de transporte público de la Ciudad, y aquellos servicios que la enlazan con la Provincia de Buenos Aires.

La CNRT es quién regula todos los aspectos relativos al transporte público y a través del decreto 656/94 regula el transporte de la Ciudad de Buenos Aires. De esta manera, en el artículo 7 de ese decreto deja establecido los alcances que tendrá sobre el transporte: “La Autoridad de Aplicación dictará la normativa necesaria para la implementación y ejecución de los servicios, especialmente en los aspectos vinculados con el otorgamiento de los permisos de explotación, la determinación de los recorridos, frecuencias, horarios, parque móvil y su fiscalización y control. Asimismo determinará las pautas tarifarias a aplicar, que permitan obtener al conjunto de los permisionarios una rentabilidad promedio razonable”.

Las regulaciones sobre el transporte público no se detienen ahí. Además del entramado de resoluciones de la CNRT, se suma la Ley Nacional de Tránsito, a la que la Ciudad adhirió y que contiene otras prescripciones respeto de cómo se debe ofrecer el servicio. Aunque en este caso librarse de ella no requiere una mayoría en el Congreso de la Nación: con una simple ley en la Legislatura porteña podemos sacarnos de las espaldas el peso del Gobierno Nacional.

Si todos los aspectos relativos a la oferta del transporte (tanto para los servicios considerados de oferta libre, como para los considerados públicos) se encuentran bajo la órbita de un puñado de burócratas qué más podemos esperar que no sea un transporte público de deficiente calidad, que genera trastornos diarios a los que viven y trabajan en la Ciudad de Buenos Aires, y que además es una maquinaria de consumir dinero de subsidios provenientes del Estado nacional. Esto lleva a preguntarnos: ¿cuál es la consecuencia más perjudicial de un sistema como éste? La respuesta no la sabemos.

No sabemos la respuesta porque en todo el sistema de transporte está ausente un elemento primordial e indispensable: el empresario. No me refiero a aquellos que hoy tienen a cargo empresas de transporte de colectivos, cuya función principal es embolsar subsidios del Estado y ofrecer un servicio sin importar el bienestar de las personas. Un empresario es aquel que tiene la visión para innovar ofreciendo algo que antes no estaba allí; como señala economista Israel Kirzner, el empresario es el que lleva adelante este proceso descubriendo oportunidades para obtener una ganancia brindando un servicio.

La idea de que hace falta emprendedores y una verdadera competencia para mejorar el sistema de transporte es muy criticada por los denominados “expertos” en la materia. Esto no podría ser de otra forma ya que estos expertos son los mismos que sueñan con tener bajo su control la planificación del transporte urbano.

La historia del transporte público de la Ciudad es la historia de la innovación, la historia de emprendedores que en los albores del siglo XX vieron que los tranvías eléctricos y los subtes no satisfacían la demanda y dieron origen a los colectivos y taxis. En los últimos años, el espíritu emprendedor fue eliminado por completo, a través de la regulación de los Servicios de Oferta Libre que, a pesar de lo que indica el nombre, tienen estrictas normas que regulan su funcionamiento e impiden la competencia contra otros servicios de transporte. En otras palabras, de “libre” no tienen nada.

Entender que el origen del transporte público no fue por designio de un político sino gracias al orden espontáneo es el primer paso para revertir la situación actual. Sin actividad empresarial es imposible concebir un sistema de transporte público moderno, eficiente y que facilite, y no entorpezca, la vida de la gente. La innovación está anulada, la creatividad emprendedora está ahogada por las regulaciones y, mientras tanto, los porteños siguen viajando como ganado.