La discriminación necesaria y la perjudicial

Alberto Benegas Lynch (h)

Según el diccionario, discriminar quiere decir diferenciar y discernir. No hay acción humana que no discrimine: la comida que elegimos engullir, los amigos con que compartiremos reuniones, el periódico que leemos, la asociación a la que pertenecemos, las librerías que visitamos, la marca del automóvil que usamos, el tipo de casa en la que habitamos, con quién contraemos nupcias, a qué universidad asistimos, con qué jabón nos lavamos las manos, qué trabajo nos atrae más, quiénes serán nuestros socios, a qué religión adherimos (o a ninguna), qué arreglos contractuales aprobamos y qué mermelada le ponemos a las tostadas. Sin discriminación no hay acción posible. El que es indiferente no actúa. La acción es preferencia, elección, diferenciación, discernimiento y, por ende, implica discriminar.

Como se ha dicho, si una persona con mucha sed en un desierto tiene una cantimplora con agua a su derecha y otra a la izquierda y se declara indiferente de cuál beber y, por ende, no elige una de ellas, se morirá de sed. Para seguir viviendo debe discriminar, elegir y optar.

Esto debe ser nítidamente separado de la pretensión, a todas luces descabellada, de intentar el establecimiento de derechos distintos por parte del aparato estatal, que, precisamente, existe para velar por los derechos y para garantizarlos. Esta discriminación ilegítima echa por tierra la posibilidad de que cada uno maneje su vida y hacienda como le parezca adecuado, es decir, bloquea las posibilidades de que cada uno discrimine acerca de sus preferencias, lo cual debe ser respetado en un Estado de derecho, siempre que no se lesionen iguales derechos de terceros. Otro modo de referirse a aquel uso abusivo y pervertido de la ley es simple y directamente el del atropello al derecho de las personas.

La igualdad ante la ley resulta crucial, concepto íntimamente atado a la justicia, es decir, a la propiedad, primero, del propio cuerpo, a sus pensamientos y a sus pertenencias, en otras palabras, el “dar a cada uno lo suyo”.

La prueba decisiva de tolerancia es cuando no estamos de acuerdo con las conductas de otros. Tolerar las que compartimos no tiene mérito alguno. En este sentido, podemos discrepar con las discriminaciones, las elecciones y las preferencias de nuestro prójimo, por ejemplo, por establecer una asociación en la que sólo los de piel oscura pueden ser miembros o los que tienen ojos celestes. Allá ellos, pero si no hay violencia contra terceros, todas las manifestaciones deben respetarse, no importa cuán ridículas nos puedan parecer.

Curiosamente se han invertido los papeles: se tolera y alienta la discriminación estatal con lo que no les pertenece a los Gobiernos y se combate y condena la discriminación que cada uno hace con sus pertenencias. Menudo problema en el que estamos por este camino de la sinrazón, en el contexto de una libertad hoy siempre menguante.

Parece haber una enorme confusión en esta materia. Por un lado, se objeta que una persona pueda rechazar en su propia empresa la oferta laboral de una mujer embarazada o un anciano, porque configuraría una actitud discriminatoria, como si el titular no pudiera hacer lo que estima conveniente con su propiedad. Incluso es lícito que alguien decida contratar solamente a quienes midan más de uno ochenta. Como es sabido, el consumidor es ciego a religiones, etnias, alturas o peso de quienes se desempeñan en las empresas, por tanto, quien seleccione personal por características ajenas al cumplimiento y la eficiencia pagará el costo de su decisión a través del cuadro de resultados, pero nadie debería tener el derecho de impedir un arreglo contractual que no use la violencia contra otros.

Por otra parte, en nombre de la novel “acción positiva” (affirmative action), se imponen cuotas compulsivas en centros académicos y lugares de trabajo “para equilibrar los distintos componentes de la sociedad”, al efecto de obligar a que se incorporen ciertas proporciones, por ejemplo, de asiáticos, lesbianas, gordos y budistas. Esta imposición naturalmente afecta de forma negativa la excelencia académica y la calidad laboral, ya que deben seleccionarse candidatos por razones distintas a la competencia profesional, lo cual deteriora la productividad conjunta, que, a su vez, incide en el nivel de vida de toda la población, muy especialmente de los más necesitados, cuyo deterioro en los salarios repercute de modo más contundente dada su precariedad.

Por todo esto es que resulta necesario insistir una vez más en que el precepto medular de una sociedad abierta de la igualdad de derechos es ante la ley y no mediante ella, puesto que esto último significa la liquidación del derecho, es decir, la manipulación del aparato estatal para forzar pseudoderechos que siempre significa la invasión de derechos de otros, quienes, consecuentemente, se ven obligados a financiar las pretensiones de aquellos que consideran que les pertenece el fruto del trabajo ajeno.

Desde luego que esta atrabiliaria noción del derecho como manotazo al bolsillo del prójimo, entre otros prejuicios, se basa en una idea errada anterior, que es que la riqueza es una especie de bulto estático que debe redistribuirse (en direcciones distintas a la distribución operada en el supermercado y afines), dado que sería consecuencia de un proceso de suma cero. No conciben a la riqueza como un fenómeno dinámico y cambiante en el que en cada transacción libre y voluntaria hay un proceso de suma positiva, puesto que ambas partes ganan. Es por esto que actualmente podemos decir que hay más riqueza disponible que en la antigüedad, a pesar de haberse consumido recursos naturales en el tiempo trascurrido desde entonces. Es cierto el principio de Lavoisier: “Nada se pierde, todo se transforma”, pero lo relevante es el crecimiento de valor, no de cantidad de materia (un teléfono antiguo tenía más material que uno celular, pero este último presta servicios mucho mayores y a menor costo).

Vivimos la era de los pre-juicios, es decir el emitir juicios sobre algo antes de conocerlo (y conocer siempre se relaciona con la verdad de algo, ya que no se conoce que dos más dos son ocho). La fobia a la discriminación de cada uno en sus asuntos personales y el apoyo incondicional a la discriminación de derechos por parte del Leviatán es, en gran medida, el resultado de la envidia, esto es, el mirar con malevolencia el bienestar ajeno, no el deseo de emular al mejor, sino que apunta a la destrucción del que sobresale por sus capacidades.

Y esto, a su vez, descansa en la manía de combatir las desigualdades patrimoniales que surgen del plebiscito diario en el mercado, en donde el consumidor apoya al eficiente y castiga al ineficaz para atender sus reclamos. Es paradójico, pero no se condenan las desigualdades patrimoniales que surgen del despojo vía los contubernios entre el poder político y los así llamados empresarios, que prosperan debido al privilegio y a mercados cautivos otorgados por Gobiernos a cambio de favores varios. En realidad, las desigualdades de la época feudal (ahora en gran medida replicadas debido al abandono del capitalismo) son desde todo punto de vista objetables, pero las que surgen de arreglos libres y voluntarios, no sólo no son objetables, sino absolutamente necesarias al efecto de asignar los siempre escasos factores productivos en las manos más eficientes para que los salarios y los ingresos en términos reales puedan elevarse.

No es relevante la diferencia entre los que más tienen y los que menos poseen; lo trascendente es que todos progresen, para lo cual es menester operar en una sociedad abierta, donde la movilidad social constituye uno de sus ejes centrales. Como las cosas no suceden al azar, para contar con una sociedad abierta, cada uno debe contribuir diariamente a que se lo respete.

Podemos extrapolar el concepto del polígono de fuerzas de la física elemental al terreno de las ideas. Imaginemos una enorme piedra en un galpón atada con cuerdas y poleas y tirada en diversas direcciones por distintas personas, ubicadas en diferentes lugares del recinto: el desplazamiento del bulto será según el resultado de las fuerzas concurrentes, ninguna fuerza se desperdicia. En las faenas para diseminar ideas ocurre lo propio, cada uno hace lo suyo y si no se aplica a su tarea, la resultante operará en otra dirección. Los que no hacen nada sólo ven la piedra moverse y habitualmente se limitan a despotricar en la sobremesa por el rumbo que toma.

Hace poco tiempo, en Buenos Aires estaba escuchando radio en el automóvil y el locutor expresó que una señora, dueña de una casa en la zona costera, publicó un aviso en algún periódico que no es del caso mencionar en el que anunciaba que ponía su vivienda en alquiler durante la temporada veraniega con la condición de que el inquilino fuera vegetariano. Consignaba en el aviso de marras que los residuos de la carne atraían microbios que deseaba evitar. Henos aquí que todos los miembros del equipo que trabaja en el programa radial en cuestión pusieron el grito en el cielo y condenaron sin piedad a la titular del aviso. Manifestaron que esa actitud era discriminatoria y que, en consecuencia, había que aplicarle las normas correspondientes y no permitir semejante propuesta de alquiler.

Hubo llamados de radioescuchas que se plegaron a las invectivas de los conductores (por lo menos los que se pasaron al aire). Una señora muy ofuscada levantó la voz y señaló que debía detenerse a quien haya sido capaz de una iniciativa de esa índole, puesto que “actitudes como la discutida arruinan la concordia argentina”. Otro fulano, que dijo ser ingeniero con experiencia en operaciones inmobiliarias de envergadura, espetó que habría que confiscarle la propiedad a la autora de “semejante anuncio”. Y así siguieron otras reflexiones patéticas y dignas de una producción cinematográfica de terror, sin que nadie pusiera paños fríos ni apuntara a introducir atisbo de pensamiento con cierto viso de cordura.

Entonces, vivimos en una era en la que se discrimina lo que no debería discriminarse y no se permite discriminar lo que debe discriminarse. Por cierto, una confusión muy peligrosa. Algo aclara un pensamiento de Cantinflas: “Una cosa es ganarse el pan con el sudor de la frente y otra es ganarse el pan con el sudor del de enfrente”.