Otra visión del aparato estatal

Como es sabido, en Estados Unidos tuvo lugar el experimento más extraordinario en lo que va de la historia de la humanidad respecto a la libertad y a los magníficos resultados que ello produjo en los campos más diversos.

El objetivo consistió en limitar las funciones de los aparatos estatales al mínimo indispensable y al solo efecto de garantizar los derechos individuales de la gente y aun así siempre inculcando estrictos controles y severas desconfianzas al poder (como reiteraban los Padres Fundadores “el costo de la libertad es su eterna vigilancia”).

Se estableció lo que se denominó “un sistema mixto” que consistía en fraccionar el poder a través de muy diversos procedimientos.  Se dividió en cuatro grandes partes: la Cámara de Representantes, la Cámara de Senadores, la Presidencia y la Corte Suprema de Justicia. La primera era elegida por los estados miembros, a su vez divididos en distritos electorales. El Senado sería elegido sería elegido de modo indirecto a través de las Legislaturas locales que, además, votarían un gobernador y una Corte según los mecanismos dispuestos por la Constitución local, todo ello en el contexto del federalismo al efecto de maximizar la descentralización del poder, la más absoluta libertad de prensa como “cuarto poder”, el respeto irrestricto al debido proceso y una tajante separación entre religión y gobierno (“la doctrina de la muralla”). Por otro lado, los procesos electorales se llevarían a cabo en distintos períodos para distintas funciones, incluyendo rotaciones parciales en diferentes cuerpos al efecto de separar e independizar los diversos roles.

James Wilson, el redactor del primer borrador de la Constitución y profesor de derecho en la Universidad de Pennsylvania escribió que “el gobierno se establece para asegurar y extender el ejercicio de los derechos naturales de los miembros y todo gobierno que no tiene esto en la mira como objeto principal, no es un gobierno legítimo”. Del mismo modo, James Madison, el padre de la Constitución, sostuvo que “el gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Éste es el fin del gobierno, solo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo” y Samuel Chase -uno de los signatarios de la Declaración de la Independencia donde se subrayó el derecho a la resistencia frente gobiernos opresivos- escribió que “Un acto de la legislatura (ya que no puedo llamarla ley) contrario a los grandes primeros principios no puede considerarse el ejercicio legítimo de autoridad legislativa.”

Como he recordado antes, el origen del Poder Legislativo y sus equivalentes era para administrar las finanzas del rey o el emperador puesto que la ley propiamente dicha surgía de fallos de árbitros en un proceso abierto y evolutivo y de descubrimiento del derecho y de ninguna manera como un acto de ingeniería social ni de diseño por parte de legisladores que fabrican leyes cada vez más adiposas y contraproducentes, es “la tiranía legal” de que nos habla Jean-Marc Varaut en su obra El derecho al derecho.

Ahora bien, es de interés centrar la atención en el Poder Ejecutivo en el contexto de la concepción estadounidense que Edmund Randolph y Elbridge Gerry originalmente propusieron (en la Convención Constituyente) que fuera un cuerpo colegiado: un triunvirato, al efecto de filtrar decisiones y ejercer contralores recíprocos también en ese nivel. Esto fue así a pesar de que la idea sobre el Poder Ejecutivo era limitarlo a ejecutar lo que establece el Congreso. En este último sentido, Jorge Labanca publicó un interesante trabajo titulado “El que preside no gobierna” donde destaca y desarrolla ese punto (en Ensayos en honor de Alberto Benegas Lynch, padre – escritos compilados y prólogo por Ezequiel Gallo). Por su parte, Leonard E. Read en su obra titulada Governmet, An Ideal Concept  explica que ha sido un gran error el denominar “gobierno” al aparato estatal norteamericano del mismo modo que no se denomina “gerente general” al guardián de una fábrica.

En esta línea argumental entonces, la concepción estadounidense del aparato de la fuerza fue mucho más modesta y recatada que la que se tiene hoy en día, tanto actualmente en Estados Unidos como en otras partes del mundo, situaciones que hacen aparecer a gobernantes como si fueran directores de una empresa comercial en lugar de circunscribirse a cumplir con las resoluciones administrativas que promulga el Congreso sobre entradas y salidas de fondos públicos y, en realidad no gobernar, esto es, mandar (salvo instruir circunstancialmente a los agentes de seguridad y equivalentes). De allí la sabia sentencia de Jefferson en cuanto a que “el mejor gobierno es el que menos gobierna”.

Hoy en día hay una carrera desenfrenada por ocupar cargos públicos revestidos de adjetivos inauditos como el de “estadista” (para no decir nada de las expresiones trogloditas como la de “excelentísimo”) y otras sandeces cuando en realidad, en una sociedad abierta, se trata de meros empleados que cumplen la función de guardianes de derechos igual que el guardián de una fábrica mencionado por Read. Y si se pretende introducir la ironía de Lasalle en cuanto al “vigilante nocturno”, hay que agregar que también debe ser vigilante diurno pero no constituir megalómanos que manejan a su arbitrio vidas y haciendas ajenas rodeados de todo tipo de ridícula pompa pronunciando discursos que apuntan a detentar facultades que atropellan a quienes financian sus cargos.

En el caso de la referida experiencia estadounidense, es relevante recordar que, cuando el poder tributario se excedía, la rebelión fiscal constituyó un camino muy saludable para ponerle bridas al Leviatán. Si a esto se agrega la independencia de la moneda del gobierno y la reflexión de Jefferson en cuando a la conveniencia de prohibir la contratación de deuda pública al efecto de no comprometer patrimonios de futuras generaciones que no han participado en el proceso electoral para elegir a los funcionarios que contrajeron la deuda, se habrán minimizado los atropellos del agente encargado de velar por los derechos individuales. La aludida prohibición implica asignación de derechos de propiedad a los llamados servicios públicos y comprender que la intervención en áreas inviables necesariamente hace que éstas se extienden debido al carácter antieconómico de esas intervenciones. Y no se diga que la contrapartida de la deuda estatal para futuras generaciones son los servicios de las inversiones correspondientes puesto que no hay tal cosa como “inversión forzosa”. En rigor, las finanzas públicas compatibles con una sociedad abierta no contempla tal cosa como “inversión pública” sino gastos en activos fijos para distinguirlos de los gastos corrientes (la inversión es fruto de la abstención voluntaria de consumo, lo cual significa ahorro cuyo destino es la inversión debido a que el titular estima mayor valor en el futuro que en el presente). Desde luego que la prohibición de contratar deuda por parte de los aparatos estatales no significa que les esté vedado negociar pasivos.

De cualquier modo, en términos contemporáneos, es de interés tomar en cuenta las sugerencias que he mencionado en detalle en otras oportunidades de Hayek, Leoni y Montesquieu para los poderes legislativo, judicial y ejecutivo respectivamente para así minimizar los riesgos de “tiranías electas” tan temidas por Jefferson.

Hoy estamos instalados en regímenes cleptocráticos con fachadas democráticas y esto se debe a los incentivos que quedan en pie para el desbarranque a que asistimos. Como también he dicho antes, no se trata de esperar milagros con el sistema vigente, sino de proponer vallas adicionales para controlar el poder. Hayek en las primeras líneas con que abre su libro Law, Legislation and Liberty sostiene que, hasta el presente, todos los grandes esfuerzos realizados por la tradición de pensamiento liberal han sido un fracaso, precisamente, por eso propone nuevas limitaciones al poder, porque como ha dicho Einsten no pueden esperarse resultado distintos con las mismas recetas.

Albert V. Dicey, uno de los referentes tradicionales de mayor envergadura del constitucionalismo no escrito en Inglaterra y escrito en Estados Unidos, advierte en Lectures on the Relation Between Law and Public Opinion del peligro inmenso y el deterioro de la concepción gubernamental debido “al crecimiento de la legislación que tiende al socialismo”. Demás está decir que el asunto no estriba en elegir gente “buena” y sustituirla por la “mala” y caer así en la trampa de Platón del “filósofo rey”, el tema consiste en introducir fuertes incentivos al efecto de poner coto a los reiterados abusos por parte de los aparatos estatales. Está en juego el futuro de la civilización y la supervivencia de los más necesitados. Es perentorio abrir debates sobre estos temas cruciales esbozados en esta nota.

La maldición del lobby

El origen de los grupos de presión en Estados Unidos tuvo lugar después de la mal llamada Guerra Civil (puesto que no era entre bandos por hacerse del poder sino que los representantes del Sur apuntaban a ejercer su derecho de secesión tal como he escrito en detalle en uno de mis libros) cuando el decimonónico presidente general Ulises Grant comenzó a recibir a empresarios en el lobby del Hotel Willard en Washington D. C. De allí los lobbistas.

Este constituye un tema de gran relevancia. Hoy en la capital estadounidense hay 41.386 lobbistas registrados, es decir, 77 por cada uno de los senadores y representantes, lo cual se traduce en un presupuesto total de tres mil millones de dólares por año.

Se ha dicho que el lobbista es absolutamente necesario al efecto de asesorar a los legisladores aunque en la práctica se pasa de contrabando la presión para lograr las metas de los intereses creados de las distintas corporaciones y sectores que en verdad lo que pretenden es favores, mercados cautivos y otras “protecciones” para sus grupos en lugar de operar en el mercado abierto. Se ha dicho también que el lobby no es más que una manifestación de la libertad de expresión y que los respectivos registros permiten la transparencia y minimizan las posibilidades de corrupción.

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Repasando a Keynes

Todas las acciones políticas, cualquiera sea su color, son consecuencia de previas elucubraciones intelectuales que influyen sobre la opinión pública que, a su turno, le abren caminos a los buscadores de votos. John Maynard Keynes escribió con razón que “las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando están en lo cierto como cuando no lo están, son más poderosas de lo que se supone corrientemente. Verdaderamente, el mundo se gobierna con poco más. “Los hombres prácticos, que se creen completamente libres de toda influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto”.

El párrafo no puede ser más ajustado a la realidad. Keynes ha tenido y sigue teniendo la influencia más nefasta de cuantos intelectuales han existido hasta el momento. Mucho más que Marx, quien debido a sus inclinaciones violentas y a su radicalismo frontal ha ahuyentado a más de uno. Keynes, en cambio, patrocinaba la liquidación de la sociedad abierta con recetas que, las más de las veces, resultaban mas sutiles y difíciles de detectar para el incauto debido a su lenguaje alambicado y tortuoso.

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Desenredar la madeja

Hay quienes están muy ocupados y preocupados con la transición desde un sistema estatista a uno menos paternalista o directamente más cercano a la sociedad abierta. En esta nota miraré el asunto desde otro ángulo, en el sentido de sostener que la transición no es el problema sino saber hacia qué meta debemos dirigirnos. Una vez comprendidos los objetivos, la transición se hará lo mejor posible, es decir, lo que permita la opinión pública al efecto de acercarse a la libertad. Pero esa transición, precisamente, se podrá hacer en pasos mayores en la medida en que se haya trabajado bien en explicar las metas.

Los debates sobre políticas de transición son interminables y muy farragosos cuando, como queda dicho, el ojo de la tormenta radica en saber hacia dónde debemos encaminarnos. Con razón ha dicho Séneca que “no hay vientos favorables para el navegante que no sabe hacia dónde se dirige”. No es que haya que abandonar por completo las ideas de transición, se trata de un tema de prioridades, las cuales están enormemente desbalanceadas a favor de las políticas que pretenden desplazarse de un punto a otro sin tener en claro cuál es ese otro. Y lo alarmante es que muchas veces se pretende navegar con las mismas instituciones y políticas que se desea reemplazar sólo que con “funcionarios buenos”. Con eso no vamos a ninguna parte ya que como nos han enseñado autores como Ronald Coase, Douglass North y Harlod Demsetz, el asunto es de incentivos que corresponden a instituciones y no de personas que son en verdad del todo irrelevantes al efecto de lo que venimos considerando.

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Obama y el estado de la Unión

Desde la época del segundo Bush, insisto en que Estados Unidos se viene latinoamericanizando a pasos agigantados en el peor sentido de la expresión, con gastos y deudas públicas gigantescas en cuyo contexto no es una exageración decir que viven de prestado (de 2001 a 2008 G.W.Bush duplicó la deuda y Obama desde 2009 al presente la volvió a duplicar, lo cual significa el 103% del producto) a lo que se agregan crecientes regulaciones absurdas y muchas veces contradictorias. Es cierto que la declinación viene de antes en ese país, pero el problema se ha acentuado enormemente en los últimos tiempos.

El discurso de Obama del 28 de enero de 2014 en el Congreso, para rendir cuentas sobre lo ocurrido en el ejercicio 2013, contiene afirmaciones que clara y contundentemente están en las antípodas de los extraordinarios principios y valores de los padres fundadores de esa notable nación en la que se produjo la revolución más exitosa de la historia de la humanidad como consecuencia de la libertad y el consiguiente respeto a los derechos individuales.

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