La llamada “clase social” y la idea de raza

El uso de las palabras para trasmitir conceptos no es un asunto menor. Tengo dos motivos para no recurrir a la expresión “clase social”. En primer lugar, la idea clasista de manera sistematizada procede de Karl Marx (con anterioridad se utilizaba de un modo un tanto ambiguo y en direcciones distintas a las marxistas), quien sostenía que la clase proletaria tiene una estructura lógica diferente de la clase burguesa, lo cual se conoce como la teoría del polilogismo, aunque ningún marxista haya explicado nunca en qué consisten concretamente las ilaciones y los silogismos lógicos que diferencian a una de otra (sólo hay silogismos aristotélicos o, para ponerlo más contemporáneamente, los que enseña Irving Coppi en su célebre texto con muchas ediciones en todos los idiomas).

Adolf Hitler y sus sicarios, después de sus descabelladas, embrolladas y reiteradas clasificaciones con la intención de distinguir la raza aria de la judía (sin perjuicio de su confusión con lo que es una religión), adoptó la visión marxista y concluyó que se trataba de “una cuestión mental”, mientras tatuaba y rapaba a sus víctimas para diferenciarlas de sus victimarios. A lo dicho cabe enfatizar que en todos los seres humanos hay sólo cuatro posibilidades de grupos sanguíneos y que las características físicas son el resultado de la ubicación geográfica.

Esta es la primera razón para rechazar los términos “clase social” y la segunda es que considero repugnante aludir a la “clase baja”, estúpida y frívola la referencia a la “clase alta” y anodino el uso de “clase media” (para no decir nada de los galimatías de la “media alta”, la “media baja”, etcétera). Continuar leyendo

Programa político para el año verde

A continuación propongo algunos puntos para cuando la faena educativa sea de tal magnitud que gran parte de la población entienda y acepte el significado de vivir en una sociedad libre donde el respeto recíproco resulte la columna vertebral, por lo que nos habremos liberado de tecnócratas y megalómanos cuya morbosa fascinación consiste en manejar compulsivamente vidas y haciendas ajenas.

Al hacer desaparecer instituciones que sirven para atropellar derechos individuales, se libera a las personas para que administren lo que es de cada cual. Sostener que no se debe dejar las cosas a la “anarquía del mercado” es no comprender que el mercado somos todos los que votamos diariamente con nuestras compras y abstenciones de comprar. No es que la disyuntiva sea el aparato estatal que decide por nosotros lo que nos pertenece o la anarquía, sino que la alternativa es que cada uno dirija lo suyo como juzgue mejor. De este modo, tendrá vigencia la Justicia como el “dar a cada uno lo suyo” y desaparecerán la mayor parte de las reparticiones oficiales que no solo son inútiles, sino contraproducentes (como el tragicómico Ministerio de Economía, en lugar de una secretaría de finanzas públicas, puesto que no puede controlarse la economía, el Ministerio de Educación, que pretende controlar el pensamiento a través de pautas y reglamentaciones varias, pero que debiera reemplazarse por acreditaciones de instituciones privadas locales e internacionales que en competencia realizan auditorías cruzadas al efecto de lograr la mayor excelencia posible, para no decir nada de los ministerios de Bienestar Social y equivalentes que producen malestar con recursos detraídos coactivamente del fruto del trabajo ajeno). Eliminar reparticiones, es decir, liberar recursos para engrosar los bolsillos de la gente, nunca podar funcionarios, de lo contrario, igual que la jardinería, luego crecen con más fuerza. Continuar leyendo

Meditaciones sobre la ley

De un largo tiempo a esta parte, la noción original de la ley se ha deteriorado significativamente. En la tradición del common law y en buena parte del derecho romano, especialmente durante la República y la primera parte del Imperio, el equivalente al Poder Legislativo era para administrar las finanzas de los gobernantes mientras que el derecho era el resultado de un proceso de descubrimiento que surgía de otro campo: los fallos de árbitros según los convenios entre partes que el poder de policía se encargaba de hacer cumplir.

El jurisconsulto italiano Bruno Leoni, en su célebre obra La libertad y la ley, traducida a muchos idiomas, explica que “Estamos tan acostumbrados a pensar en el sistema del derecho romano en términos del Corpus Juris de Justiniano, esto es, en términos de una ley escrita en un libro, que hemos perdido de vista como operaba el derecho romano […] El derecho romano privado, que los romanos llamaban jus civile, en la práctica, no estuvo al alcance del legislador […] por tanto, los romanos disponían de una certidumbre respecto de la ley que permitía a los ciudadanos hacer planes para el futuro de modo libre y confiado y esto sin que exista para nada derecho escrito en el sentido de legislaciones y códigos”, a diferencia de lo que hoy ocurre en cuanto a que cualquier legislación puede modificarse abruptamente en cualquier dirección, en cualquier área o abarcando extensos territorios.

El filósofo del derecho Lon Fuller en The Principles of Social Order concluye que “el juez que tiene claramente en su mente que el principio del contrato puede, sin su ayuda, servir como ordenamiento social abordará su materia con un espíritu diferente de aquel juez que supone que la influencia del contrato en los asuntos humanos deriva enteramente de la legislación fabricada por el Estado”, lo cual expande en su libro titulado The Morality of Law en la que crítica muy documentadamente al positivismo legal (corriente que desafortunadamente hoy predomina en la mayor parte de las Facultades de Derecho en la que los egresados citan legislaciones, incisos y párrafos pero desconocen los fundamentos de la norma extramuros de la ley positiva).

Por su parte, Harold Berman muestra detalladamente el proceso evolutivo y abierto de las distintas ramas del derecho con independencia del poder político en el voluminoso estudio Law and Revolution. The Formation of the Western Legal Tradition y Richard Epstein explica los graves daños al derecho que surgen a raíz de la acumulación de las así llamadas leyes surgidas en avalancha de los Parlamentos, en su trabajo titulado Simple Rules for a Complex World. Y esta es precisamente la preocupación de Friedrich Hayek en sus tres volúmenes de Derecho, Legislación y Libertad al efecto de distinguir lo que es el derecho de lo que es mera legislación. En este último sentido, era la preocupación también de Marco Aurelio Risolía en su tesis doctoral titulada Soberanía y crisis del contrato en la que marca los peligros legislativos de las llamadas teorías del abuso del derecho, la lesión, la imprevisión y la penetración que lamentablemente fueron luego incorporadas al Código Civil argentino, y es la preocupación de Bruno Leoni quien en la obra antes referida escribe que “la importancia creciente de la legislación en la mayor parte de los sistemas legales en el mundo contemporáneo es, posiblemente, el acontecimiento más chocante de nuestra era”.

En sus múltiples publicaciones, Bruce Benson pone de manifiesto el carácter espontáneo del derecho y su evolución equivalente al lenguaje que es tan esencial para el hombre que no puede pensar ni trasmitir pensamientos sin esa herramienta vital. El lenguaje es un proceso que no surge de disposiciones legales sino que se va construyendo a través del tiempo (Borges decía que el inglés contaba con más palabras que el castellano porque en este último caso existía la Academia de la Lengua que, además, es un ex post facto). Hay mucho más en las elucubraciones sofisticadas de Benson y otros autores, especialmente en cuanto al tema de los bienes públicos, las externalidades y el dilema del prisionero vinculados al derecho, pero, en esta instancia, bastan los comentarios sintetizados en esta nota periodística para plantear el problema general.

Tras la avalancha del Leviatán se encuentra la idea completamente desfigurada del derecho. Como hemos dicho y repetido, las políticas nocivas de “la redistribución de ingresos”, los gastos públicos siderales, las astronómicas deudas estatales, los impuestos insoportables, las regulaciones asfixiantes, déficit presupuestarios descomunales y demás parafernalia, no se suceden por casualidad. Son consecuencia inexorable de una visión estatista que demuele las bases del derecho para entronizar aparatos gubernamentales que manejan a su arbitrio las vidas y las haciendas de la gente, en el contexto de marcos institucionales desvirtuados de su misión específica de garantizar autonomías individuales.

Veamos más de cerca la idea del derecho. Se sustenta en la propiedad comenzando por la facultad de usar y disponer del propio cuerpo y la manifestación del pensamiento de cada cual, todo en el contexto de no lesionar iguales derechos de terceros. Esto como la contratara de la condición humana, seres libres y, por ende, moralmente responsables. Si estuviéramos en Jauja, el derecho se limitaría a lo mencionado, pero como el caso no es evidentemente éste, el derecho se extiende al uso y disposición de lo adquirido lícitamente, sea del fruto del propio trabajo, de lo recibido en carácter de donación o de haberse ganado la lotería.

Independientemente del monto de la propiedad, el mantenerla, acrecentarla o consumirla, depende en la sociedad abierta del grado de apoyo del prójimo respecto a la calidad del bien o servicio que se ofrezca. Si el sujeto en cuestión se equivoca en los deseos o preferencias de los demás, incurrirá en quebrantos y si acierta obtendrá beneficios. Las desigualdades de ingresos y patrimonios son en este contexto resultado de las opiniones de terceros. De este modo, se aprovechan los siempre escasos recursos para que estén en las mejores manos. Como queda dicho, no son posiciones irrevocables, sino cambiantes según las necesidades de otros.

Como los bienes y servicios no crecen en los árboles, la asignación de factores productivos opera del modo señalado y, al aprovechar de la mejor manera los escasos recursos disponibles, se permite la maximización de los salarios e ingresos en términos reales y, asimismo, estirar el valor de las cosas en un proceso dinámico de riqueza (al contrario de la versión cavernaria de los que la ven con lentes de la suma cero).

Por el contrario, toda medida que atente contra esta asignación de derechos de propiedad inexorablemente disminuye salarios e ingresos en términos reales. Desde luego, que esto ocurre también cuando se pervierte el rol empresarial estableciendo vínculos privilegiados con el poder de turno. Eso no solo significa explotación de la gente por parte de esa casta de pseudoempresarios, sino que las desigualdades de ingresos y patrimonio resultan a todas luces injustas y el consiguiente derroche de capital reduce salarios.

Es por todo esto que Marx escribía que “todo nuestro programa se puede resumir en esto: la abolición de la propiedad privada” y es por eso que el fascismo y el nacionalsocialismo, como una mejor estrategia para una más eficaz penetración del colectivismo, propone dejar la propiedad registrada en manos particulares pero usar y disponer de ella desde el aparato estatal.

También como hemos recordado antes, Ludwig von Mises demostró que sin propiedad privada no hay precios (los precios surgen de contratos de intercambios de propiedad) y, por ende, no hay posibilidad de evaluación de proyectos, contabilidad ni cálculo económico en general con lo que, en rigor, no existe tal cosa como la “economía socialista”.

Vivimos la era de los pseudoderechos ya que significan atropellos sobre los derechos de otros con lo que se demuelen los marcos institucionales civilizados y, consecuentemente, se perjudica a todos pero muy especialmente a los más necesitados. Sin que se elimine de cuajo la propiedad, en la medida en que se la afecta tiende a debilitarse el significado del cálculo con las consecuencias apuntadas. El pretendido voluntarismo de otorgar facultades por decreto contra el fruto del trabajo ajeno, demuele la noción de derecho junto al andamiaje de una sociedad libre. En la media en que tenga vigencia “la tragedia de los comunes”, es decir, que finalmente se apunta a que la propiedad sea “de todos” en verdad no es de nadie con incentivos perversos del mal uso.

Hoy frente a cualquier problema se lo pretende resolver en el Congreso con “una ley”, situación que desconoce los fundamentos del derecho y de las mismas facultades legislativas en la tradición constitucional desde 1215.

Gutiérrez, teólogo de la liberación

Siempre me ha resultado digna de respeto la persona que es fiel a su pensamiento y lo expone sin tapujos, por el contrario, el timorato y vergonzante que busca interpretaciones retorcidas a hechos y textos para esconder sus pareceres es desde todo punto de vista reprobable y no merece la más mínima confianza. El padre Gustavo Gutiérrez es sin duda del primer tipo. La honestidad intelectual constituye el requisito básico de una persona íntegra, sin perjuicio del contenido de sus ideas.

El trabajo más conocido del padre Gutiérrez es Teología de la Liberación, libro publicado en 1971 inmediatamente después de la reunión fundacional de la novel teología de la liberación ocurrida en Chimbote (Perú), en 1968, que influyó notablemente en las reuniones de obispos y sacerdotes en Medellín primero y Puebla después. El libro de referencia cuenta con doce ediciones en castellano, obra traducida al inglés, francés, italiano, alemán, portugués, holandés, vietnamita, coreano, japonés y polaco.

El eje central del libro consiste en señalar que la teología tradicional (“lírica” dice el autor) no se ha comprometido con las políticas concretas de este mundo y que las mismas son capitalistas, lo cual estima significa la explotación de los relativamente más pobres. Respecto a esto último, no menciona el hecho que hoy día no existen prácticamente vestigios de capitalismo puesto que los entrometimientos del Leviatán con las vidas y haciendas ajenas es permanente y creciente a través de alianzas con mal llamados empresarios (que son en verdad ladrones de guantes blancos) que viven del privilegio con el apoyo de instituciones internacionales nefastas como el FMI, a través de gastos estatales elefantiásicos, deudas públicas descomunales que comprometen el patrimonio de futuras generaciones que ni siquiera han participado en la elección del gobernante que contrajo la deuda, impuestos insoportables y regulaciones absurdas y asfixiantes que, entre otras muchas cosas, generan un desempleo colosal.

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Otra vez sobre marxismo

Muchas veces he escrito y, desde luego, se ha escrito sobre marxismo pero nunca parece suficiente para intentar esclarecer sobre los errores de esta tradición de pensamiento y, consecuentemente, sobre los inconvenientes de la política contemporánea influida por esas recetas, las más de las veces sin reconocer la fuente pero imbuidos de la marcada tendencia a recortar el rol de la propiedad privada a través de la llamada “redistribución de ingresos” y afines.

En el Manifiesto Comunista de 1848, se sostiene que “la burguesía es incapaz de gobernar” porque “la existencia de la burguesía es incompatible con la sociedad” ya que “se apropia de los productos del trabajo. La burguesía engendra, por sí misma, a sus propios enterradores. Su destrucción es tan inevitable como el triunfo del proletariado” (secciones 31 y 32 del segundo capítulo).

Y más adelante Marx y Engels escriben que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada” (sección 36 del capítulo tercero), para concluir en la necesidad de que el proletariado se ubique en el vértice político : “los proletarios se servirán de su supremacía política para arrebatar poco a poco a la burguesía toda clase de capital para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, en las del proletariado organizado como clase gobernante” (sección 52 del mismo capítulo, el cual concluye con la necesidad de la revolución en la sección 54).

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