A propósito de Charlie Hebdo

Toda persona con un mínimo de sentido común ha quedado horrorizada con el  ataque terrorista a la redacción de la célebre revista en París mencionada en el título de esta nota. Un acto espantoso en el que fueron asesinadas doce personas.

Este tema tiene dos aristas clave. La primera consiste en estar alertas frente a la buscada intención de confundir una religión con un acto criminal. Ya bastante ha sufrido la humanidad con guerras religiosas que en nombre de Dios, la bondad y la misericordia han achurado, degollado, amputado, torturado y quemado a cientos de miles de seres humanos. Los fanatismos religiosos a través de inquisiciones y demás atropellos a las libertades individuales se han constituido en bandas contrarias al mínimo respeto al derecho de cada cual para seguir el camino que estime pertinente siempre y cuando no lesionen igual posibilidad a otros.

En el caso que nos ocupa, es relevante apuntar que hay mil cuatrocientos millones de musulmanes en el mundo y la inmensa mayoría repudia el terrorismo y la devastadora alianza del poder con la religión y el consiguiente adoctrinamiento y acciones agresivas hacia otros pensamientos y preferencias. Aquellas mayorías siguen la tradición de la tolerancia, demostrada, por ejemplo, en España durante los ocho siglos de gobierno musulmán, circunstancia en la que el progreso ha sido portentoso en filosofía, medicina, derecho, economía, agricultura, música, geometría, álgebra y arquitectura. Afirman que el jihad es la guerra interior contra el pecado y citan el Corán que dice que quien mata a una persona será tratado como que mató a la humanidad y quien salva a una es como si salvara a la humanidad (en 5:31). Esto va para estar en guardia de la siempre estigmatizadora y xenófoba derecha.

El sentido del humor es central en la vida, especialmente la capacidad de reírse de uno mismo. Los acomplejados y débiles mentales no resisten el humor que muchas veces es más punzante que una faena de investigación que pone al descubierto debilidades y corrupciones de quienes sienten que deben estar o están en el centro del poder político y sus aliados circunstanciales.  Demás está decir que la impronta liberal no significa que se deba ser imprudente, pero no excluye la imprudencia, la impertinencia, el amarillismo y la zoncera siempre que no esté involucrada la lesión de derechos de otros. Cada uno asume la responsabilidad por lo que hace y así fabrica su reputación. El modo de expresarse de uno no es el modo de otro, pero todos deben tener el derecho de hacerlo en una sociedad abierta. En lo personal, la burla y el sarcasmo a sentimientos religiosos de otros o de los propios, de agnósticos o de ateos me disgusta grandemente pero parafraseándolo a Voltaire nada debería hacerse para prohibir semejantes manifestaciones, ni ninguna otra.

Por otro lado, en general, la ridiculización, la ironía y la satirización tienen muchas veces más fuerza que la articulación de argumentos serios. En esta nota rendimos homenaje a la tarea periodística que solo responde a los dictados de la conciencia de quien habla, escribe o dibuja.

La segunda arista se refiere a la indispensable libertad de prensa, para lo cual introduzco algunas partes de un artículo de mi autoría publicado en “La Nación” de Buenos Aires (abril 10, 2012). Esta libertad debe ser respetada y cuidada como política de elemental higiene cívica en el contexto de una sociedad abierta, no solo porque el ventilar y debatir ideas es indispensable para acrecentar conocimientos y conocer opiniones varias sobre muy distintos temas, sino porque brinda información de todo cuanto ocurre en el seno de los gobiernos para así velar por el cumplimiento de sus funciones específicas y minimizar los riesgos de extralimitación y abuso de poder.

Resulta especialmente necesaria la indagación por parte del periodismo cuando los aparatos de la fuerza que denominamos gobierno pretenden ocultar información bajo los mantos de la “seguridad nacional” y los “secretos de Estado” alegando “traición a la patria”, “insolencia” y esperpentos como el “desacato” o las intenciones “destituyentes” por parte de los representantes de la prensa.

Por supuesto que nos estamos refiriendo a la plena libertad sin censura previa, lo cual no es óbice para que se asuman con todo el rigor necesario las correspondientes responsabilidades  ante la Justicia por lo expresado en caso de haber lesionado derechos de terceros, lo cual puede incluir ofensas difamatorias. Esta plena libertad de prensa desde luego incluye al humor y la caricatura, como es el caso hoy de Charlie Hebdo en donde se ha producido la tragedia que comentamos.

Esta plena libertad incluye presentaciones irreverentes y, sobre todo, el debate de ideas con quienes implícita o explícitamente proponen modificar el sistema vigente, de lo contrario se provocaría un peligroso efecto boomerang (la noción opuesta llevaría a la siguiente pregunta, por cierto inquietante ¿en qué momento se debiera prohibir la difusión de las ideas comunistas de Platón, en el aula, en la plaza pública o cuando se incluye parcial o totalmente en una plataforma partidaria?). Las únicas defensas de la sociedad abierta radican en la educación y las normas que surgen del consiguiente aprendizaje y discusión de valores y principios, aplicados también al caso de Charlie Hebdo con su frecuente inclinación de izquierda militante, lo cual resulta irrelevante para lo que decimos de la libertad de prensa.

Hasta aquí lo básico del tema, pero es pertinente explorar otros andariveles que ayudan a disponer de elementos de juicio más acabados y permiten exhibir un cuadro de situación algo más completo. En primer lugar, la existencia de ese adefesio que se conoce como “agencia oficial de noticias”. No resulta infrecuente que periodistas bien intencionados y mejor inspirados se quejen amargamente porque sus medios no reciben el mismo trato que los que adhieren al gobierno de turno o a los que la juegan de periodistas y son directamente megáfonos del poder del momento. Pero en verdad, el problema es aceptar esa repartición estatal en lugar de optar por su disolución, y cuando los gobiernos deban anunciar algo simplemente tercericen la respectiva publicidad. La constitución de una agencia estatal de noticias es una manifestación autoritaria a la que lamentablemente no pocos se han acostumbrado. 

Es también conveniente para proteger la muy preciada libertad a la que nos venimos refiriendo, que en este campo se de por concluida la figura atrabiliaria de la concesión del espectro electromagnético y asignarlo en propiedad para abrir las posibilidades de subsiguientes ventas, puesto que son susceptibles de identificarse del mismo modo que ocurre con un terreno. De más está decir que la concesión implica que el que la otorga es el dueño y, por tanto, tiene el derecho de no renovarla a su vencimiento y otras complicaciones y amenazas a la libre expresión de las ideas que aparecen cuando se acepta que las estructuras gubernamentales se arroguen la titularidad, por lo que en mayor o menor medida siempre pende la espada de Damocles.

Fenómeno parecido sucede con la pornografía y equivalentes en la vía pública que, en esta instancia del proceso de evolución cultural, hacen que no haya otro modo de resolver las disputas como no sea a través de mayorías circunstanciales. Lo que ocurre en dominios privados no es de incumbencia de los gobiernos, lo cual incluye la televisión que con los menores es responsabilidad de los padres y eventualmente de las tecnologías empleadas para bloquear programas. En la era moderna, carece de sentido tal cosa como “el horario de protección al menor” impuesto por la autoridad, ya que para hacerlo efectivo habría que bombardear satélites desde donde se trasmiten imágenes en horarios muy dispares a través del globo. Las familias no pueden ni deben delegar sus funciones en aparatos estatales como si fueran padres putativos, cosa que no excluye que las emisoras privadas de cualquier parte del mundo anuncien las limitaciones y codificadoras que estimen oportunas para seleccionar audiencias.

Otra cuestión también controversial se refiere a la financiación de las campañas políticas. En esta materia, se ha dicho y repetido que deben limitarse las entregas de fondos a candidatos y partidos puesto que esos recursos pueden apuntar a que se les “devuelva favores” por parte de los vencedores en la contienda electoral. Esto así está mal planteado, las limitaciones a esas cópulas hediondas entre ladrones de guante blanco mal llamados empresarios y el poder deben eliminarse vía marcos institucionales civilizados que no faculten a los gobiernos a encarar actividades más allá de la protección a los derechos y el establecimiento de justicia. La referida limitación es una restricción solapada a la libertad de prensa, del mismo modo que lo sería si se restringiera la publicidad de bienes y servicios en diversos medios orales y escritos.

Afortunadamente han pasado los tiempos del Index Expurgatoris en el que los Papas pretendían restringir lecturas de libros, pero irrumpen en la escena comisarios que limitan o prohíben la importación de libros, dan manotazos a la producción y distribución de papel. La formidable invención de la imprenta por Pi Sheng en China y más adelante la contribución extraordinaria de Gutemberg, no han sido del todo aprovechadas, sino que a través de los tiempos se han interpuesto cortapisas de diverso tenor y magnitud pero en estos momentos han florecido (si esa fuera la palabra adecuada) energúmenos que arremeten con fuerza contra el periodismo independiente (un pleonasmo pero en vista de lo que sucede en varios puntos del planeta, vale el adjetivo).

La libertad de expresión constituye el eje central de la sociedad abierta, los espíritus totalitarios no comprenden ese valor inmenso al efecto de respirar el purificador oxígeno de la libertad; bien ha escrito Thomas Jefferson que “nuestra libertad depende de la libertad de prensa la cual no pude ser limitada sin perderlo todo”.

Otra vez, sobre la tortura

Varias veces he escrito sobre este tema horrendo, ahora repito algo de lo dicho, en esta caso, en “La Nación” de Buenos Aires (julio 23, 2007) en vista de la inadmisible política que en este sentido mantiene el otrora baluarte del mundo libre: Estados Unidos, en Guantánamo (fuera de su territorio para no chocar con la elemental decencia de la legislación estadounidense).

César Beccaría, el precursor del derecho penal, escribe que “Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez [...] ¿Qué derecho sino el de la fuerza será el que da potestad al juez para imponer pena a un ciudadano mientras se duda si es o no inocente? No es nuevo este dilema: o el delito es cierto o incierto; si es cierto, no le conviene otra pena que la establecida por las leyes y son inútiles los tormentos porque es inútil la confesión del reo; si es incierto, no se debe atormentar a un inocente, porque tal es, según las leyes, un hombre cuyos delitos no están probados [...] Este es el medio seguro de absolver al los robustos malvados y condenar a los flacos inocentes”.

Concluye Beccaría con una crítica enfática a quienes señalan las contradicciones en que incurren los torturados como prueba de culpabilidad, como si “las contradicciones comunes en los hombres cuando están tranquilos no deban multiplicarse en la turbación de ánimo todo embebido con el pensamiento de salvarse del inminente peligro [...], es superfluo duplicar la luz de esta verdad citando los innumerables ejemplos de inocentes que se confesaron reos por los dolores de la tortura; no hay nación, no hay edad que no presente los suyos [...] No vale la confesión dictada durante la tortura”.

No se justifica la tortura en ninguna circunstancia, incluso en el caso que se conjeture que determinada persona tiene la información de quien es el que hará detonar una bomba y aunque se sospeche que aquel es cómplice del hecho. Las razones que se acaban de apuntar convalidan el aserto. No resulta aceptable esquivar aquellas argumentaciones esgrimiendo la posibilidad de que el hacer sufrir a una persona queda mas que compensado con las muchas vidas que se salvarían.

Cada persona tiene valor en si misma, la vida de una persona no se debe a otros. No cabe la pretensión de hacer balances como si se tratara de carne sopesada en balanzas de carnicería. El fin es inescindible de los medios. Los pasos en dirección a la meta impregnan ese objetivo. La conducta civilizada no autoriza a abusar de una persona, independientemente de lo que ocurra con otras (llevados al extremo, estos “balances sociales” eventualmente conducirían a justificar dislates como el sacrificio de jubilados para que generaciones jóvenes puedan vivir mejor). La legitimación del abuso pone en riesgo la supervivencia de la sociedad abierta, puesto que ésta descansa en pilares éticos.

Además, el ejemplo de la bomba supone mas de lo que es posible suponer. Parte de la base que el torturado posee en verdad la información, que la bomba existe y que funciona, que puede remediarse la situación, que el sospechoso trasmitirá la información correcta, que la tortura se limitará a ese hecho etc.

A veces se formulan interrogantes del tipo de ¿usted no autorizaría la tortura de un sospechoso si eso pudiera salvar la vida de su hijo secuestrado?. En realidad son preguntas tramposas de la misma naturaleza que las que aparecen en life boat situations en sentido literal, por ejemplo ¿en caso de encontrarse en un naufragio, usted acataría la decisión del dueño del bote disponible o forzaría el abordaje de toda su familia en lugar de permitir el embarque de otras personas que prefiere el titular?. No es posible el establecimiento de normas de conducta civilizada extrapolando situaciones de conmoción excepcional y ofuscamiento que en ciertas circunstancias abren compuertas a procedimientos reñidos con la moral, puesto que eso significaría el naufragio de la sociedad civilizada.

En el caso del debate sobre la tortura (y en infinidad de otros casos) es útil colocarse en la posición de la minoría. Si detienen injustamente a un hijo y lo torturan, no hay forma de probar la inocencia si no se admite el debido proceso. Antiguamente tribus como la de los godos, vándalos, hunos y germanos (cimbros y teutones) condujeron las “invasiones bárbaras” sobre el Imperio Romano, en la que se establecía todo tipo de suplicios y finalmente se degollaba a los adultos vencidos, se sacrificaba niños a sus dioses, se construían cercos con los huesos de las víctimas y las mujeres profetizaban con las entrañas de los derrotados. En un proceso evolutivo, los conquistadores luego tomaban a los conquistados como esclavos (“herramientas parlantes” según la horripilante denominación de entonces) y, en la guerra moderna, se establecieron normas para el trato de los ejércitos vencidos. Pero, en lugar de profundizar la senda civilizada y responsabilizar penalmente a quienes producen lo que livianamente se ha dado en llamar “daños colaterales” con vidas de civiles inocentes y eliminar la bajeza de la embrutecedora y castrante “obediencia debida”, resulta que nos retrotraemos a la barbarie de la tortura.

Michael Ignatieff escribe que “La democracia liberal se opone a la tortura porque se opone a cualquier uso ilimitado de la autoridad pública contra seres humanos y la tortura es la mas ilimitada, la forma mas desenfrenada de poder que una persona puede ejercer contra otra”. Sugiere este autor que, para evitar discusiones sobre que es tortura y que son interrogatorios coercitivos, deben filmarse estos procedimientos y archivarse en los departamentos de auditoría gubernamental que correspondan.

Recientemente se ha sugerido la “regulación de la tortura” como consecuencia de la antes mencionada sub-contratación de torturadores en terceros países por parte del gobierno de Estados Unidos y debido a la antes mencionada cárcel de Guantánamo, como queda dicho, para escapar de la elemental disposición del debido proceso en jurisdicción estadounidense. En este sentido, se mantiene que esta regulación sería para evitar la hipocresía de la política norteamericana que, mientras declama el estado de derecho, abre las puertas al abismo. Se sigue diciendo que esta regulación “mitigaría y encauzaría la tortura por carriles adecuados a las circunstancias”. Pero esto significaría la legalización del crimen. El crimen regulado no es menos criminal. No tiene gollete que se considere una aberración la tortura a ciudadanos norteamericanos, mientras se estima aceptable someter a suplicios a no-estadounidenses. Este modo de ver las cosas, entre otros aspectos, quita toda autoridad moral a los que pelean contra el terrorismo puesto que el adoptar procedimientos de la canallada convierte en canallas a quienes están supuestos de defender el derecho.

No es admisible que algunos se escuden en afirmaciones cobardes como que “la guerra es siempre terrible” y otras de similar calaña para justificar procedimientos aberrantes y eludir el debate. El debido proceso, en su caso, el juicio sumario con todas las garantías procesales y sustantivas, no puede reemplazarse por la carta blanca para torturar y matar. De este modo, eventualmente, se podrán ganar batallas en el terreno militar pero indefectiblemente se pierden en el campo moral.

Claro que la hipocresía no solo se encuentra en algunos de los que combaten al terrorismo sino, como repetidamente se ha visto en distintos lares, está incrustado en ciertos personajes que alardean de proteger “derechos humanos” (que como ya hemos consignado en otras columnas, constituye un grosero pleonasmo puesto que las rosas y las piedras no son sujetos de derecho), cuando en verdad es mera pirotecnia verbal que nada tiene que ver con la justicia al desconocer los crímenes sórdidos, atroces y execrables cometidos por las bandas terroristas.

Por último, el controvertido tema de la suspensión de las libertades individuales con la supuesta idea de preservar el orden jurídico. Paradójico en verdad el dejar sin efecto el derecho para salvaguardar el derecho. Otorgar visos de juricidad a aquello que es por naturaleza extrajurídico, se asemeja a una ficción. No es novedosa la idea de la interrupción del derecho, viene de Roma a través del institium. Se han escrito ríos de tinta sobre esta delicada cuestión, pero, en todo caso, esta concepción se ha traducido reiteradamente en abusos de poder, incluyendo la tortura.

En este sentido, Ira Glasser pasa detallada revista de algunos episodios ocurridos en Estados Unidos como consecuencia de estos llamados estados de excepción. Muestra como la legislación sobre sedición y sobre extranjeros en 1789, de espionaje en 1917, otra vez de sedición en 1918 y la orden ejecutiva de F.D. Roosevelt en 1942 condujeron a grandes injusticias y severas restricciones de las libertades individuales sin que ofrecieran mayor seguridad.

Recuerda Glasser, por ejemplo, que Ronald Reagan llamó a esta última disposición “una histeria de guerra racista” debido a que condenó a 112.000 personas de descendencia japonesa a campos de concentración en Estados Unidos y “ni uno de los 112.000 fue imputado de un crimen ni acusado de espionaje o sabotaje. Ninguna evidencia fue jamás alegada y no hubo audiencias.”

Hannah Arendt escribió sobre las patrañas políticas en el fiasco de Vietnam y ahora hemos visto las graves violaciones a los derechos de las personas por la aplicación de la vergonzosa ley denominada “patriota” en Estados Unidos a raíz de los agresiones criminales del 11 de septiembre de 2001 y la invasión a Irak. Benjamin Franklin advertía que “aquel país que renuncie a algunas libertades en nombre de la seguridad, no merece ni la libertad ni la seguridad”. Curiosa es en verdad la estrategia de liquidar anticipadamente las libertades como defensa contra el ataque terrorista que, precisamente, pretende aniquilar las libertades.

“Para novedades, los clásicos”, reza el conocido aforismo. En nuestro caso, es pertinente recordar un pensamiento de Dante : “Todo el que pretende el fin del derecho, procede conforme a derecho [...], es imposible buscar el derecho sin el derecho [...] Formalmente nunca lo verdadero sigue a lo falso”.

La paradoja de las ideas

Resulta paradójico en verdad que se diga que la suficiente difusión de las buenas ideas son el único camino para retomar un camino de cordura y, sin embargo, se concluye que es altamente inconveniente pretender expresarlas ante multitudes. Parecería que estamos frente a un callejón sin salida, pero, mirado de cerca, este derrotismo es solo aparente.

Muchas han sido las obras que directa o indirectamente aluden a este fenómeno. Tal vez las más conocidas sean The Loney Crowd de David Reisman, The Courage to Create de Rollo May, La rebelión de las masas de Ortega, la horripilante antiutopía de Huxley (especialmente en su versión revisada) y, sobre todo, La psicología de las multitudes de Gustave Le Bon.

Ortega escribe en el prólogo para franceses de la obra mencionada, (once años después de publicada) que “mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del intelectual es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que el político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban” y en el cuerpo del libro precisa que en el hombre masa “no hay protagonistas, hay coro” y en el apartado titulado “El mayor peligro, el Estado” concluye que “El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del Gobierno”.

Por su parte, Le Bon -autor también de La psicología del socialismo, sistema al cual tendería el poder de las muchedumbres y La civilización de los árabes, donde pone de manifiesto las extraordinarias contribuciones que en su momento realizó esa civilización en cuanto a tolerancia religiosa, derecho, medicina, arquitectura, economía, música, filosofía y gastronomía- en el trabajo citado sobre las multitudes afirma que “las transformaciones importantes en que se opera realmente un cambio de civilización, son aquellas realizadas en las ideas” pero que, al mismo tiempo, “poco aptas para el razonamiento, las multitudes son, por el contrario, muy aptas para la acción” y, en general, “solo tienen poder para destruir” puesto que “cuando el edificio de una civilización está ya carcomido, las muchedumbres son siempre las que determinan el hundimiento” ya que “en las muchedumbres lo que se acumula no es el talento sino la estupidez”.

Entonces ¿cómo enfrentar la disyuntiva? Los problemas sociales se resuelven si se entienden y comparte las ideas y los fundamentos de la sociedad abierta pero frente a las multitudes la respuesta no solo es negativa porque la agitación presente en las muchedumbres no permite digerir aquellas ideas, sino que necesariamente el discurso dirigido a esas audiencias demanda buscar el mínimo común denominador lo cual baja al sótano de las pasiones. Como explica Ortega en la obra referida, “el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo y como él se siente a si mismo anónimo -vulgo- cree que el Estado es cosa suya” y lo mismo señala Hayek en Camino de servidumbre en el capítulo titulado “Por qué los peores se ponen a la cabeza”.

Desde luego que, como hemos apuntado en otras ocasiones, la paradoja no se resuelve repitiendo los mismos procedimientos puesto que naturalmente los resultados serán los mismos. El asunto es despejar telarañas mentales y proponer otros caminos para consolidar la democracia y no permitir que degenere el cleptocracias como viene ocurriendo de un largo tiempo a esta parte.

En este sentido, hemos tomado las ideas de varios intelectuales de fuste que sugieren adoptar diversos métodos a través de los cuales se agregan vallas de peso para limitar el poder. Si lo sugerido no se acepta deben adoptarse otras medidas pero no quedarse de brazos cruzados esperando magias de la más baja estofa. Uno de los puntos que hemos reiterado es la propuesta de Montesquieu en el capítulo segundo del libro segundo de su El espíritu de las leyes, donde escribe que “el sufragio por sorteo está en la índole de la democracia” a lo que puede añadirse con provecho la idea propuesta por Edmund Randolph y Elbridge Gerry en la Convención Constituyente estadounidense en cuanto al establecimiento de un triunvirato en el Poder Ejecutivo con lo que, además de los incentivos que genera el sorteo para que se limite el poder (ya que cualquiera que se postule puede eventualmente acceder al cargo), desaparecen en esta área los discursos demagógicos de energúmenos gritones, enojados y transpirados dirigidos a multitudes vociferantes y el se abrirían espacios adicionales para que el debate de ideas se circunscriba a audiencias interesadas en mejorar la marca y no en corear lugares comunes alejados de la excelencia.

La perfección no está al alcance de los mortales, de lo que se trata en esta instancia del proceso electoral es minimizar los desbordes del Leviatán. Tal como ha dicho John Stuart Mill, “toda buena idea pasa por tres etapas: la ridiculización, la discusión y la adopción” el asunto es no tener miedo a lo “políticamente incorrecto” y actuar conforme a la honestidad intelectual y, desde luego, estar abierto a enmiendas pero no quedarse paralizado esperando un milagro para revertir los problemas que a todas luces son provocados por deficiencias institucionales que surgen de incentivos perversos en cuanto a coaliciones y alianzas que desnaturalizan la idea original de proteger derechos de la gente.

Hay quienes en vista de este panorama la emprenden irresponsablemente contra la democracia sin percatarse que en esta etapa cultural la alternativa a la democracia es la dictadura con lo que la prepotencia se arroga un papel avasallador y se liquidan las pocas garantías a los derechos que quedan en pie. Confunden el ideal democrático cuyo eje central es el respeto de las mayorías por el derecho de las minorías, con lo que viene ocurriendo situación que nada tiene que ver con la democracia sino más bien con dictaduras electas.

Como también hemos subrayado antes, en última instancia, los políticos son cazadores de votos (son cuasi megáfonos) por lo que están inhibidos de pronunciar discursos que los votantes no comprenden y, en su caso, no comparten. Para abrirles un plafón a los políticos al efecto de que puedan modificar la articulación de sus discursos, es menester trabajar sobre las ideas para que la opinión pública cambie la dirección de sus demandas, alejados de muchedumbres que exigen frases cortas y lugares comunes que no admiten razonamientos serios.

Para terminar, relato una anécdota al efecto de ilustrar lo que ocurre con una persona atenta a ideas distintas y, sobre todo, honesta intelectualmente. En una oportunidad cuando diserté en la Universidad de las Américas en Washington DC, como un anexo al programa de disertantes sobre economía y ciencia política, la embajada argentina pidió autorización para que hablara el agregado militar. Así, hizo uso de la palabra el general Jorge Martínez Quiroga quien se refirió al terrorismo en la Argentina.

Para mi sorpresa, en su presentación no mencionó a los Montoneros. Luego de la disertación, en el período de preguntas, le dije a Ricardo Zinn, quien estaba sentado al lado mío, que no se podía dejar pasar esa grave omisión, con lo cual estuvo de acuerdo. Entonces pedí la palabra y le expresé al referido general que me llamaba la atención que no haya aludido a ese grupo terrorista, más habiendo asesinado a su camarada de armas el general Pedro Eugenio Aramburu. La respuesta fue muy insatisfactoria y plagada de ambigüedades, vacilaciones y nerviosismos. Luego del acto, el general Martínez Quiroga me llamó al efecto de mostrar su disgusto con mi reflexión pública y agregó que tenía expresas instrucciones del general Videla, entonces presidente de facto de la nación, de que no mencionara al peronismo en el contexto de la agresión terrorista de Montoneros (en esa breve y agitada conversación me percaté de sus ideas nacionalistas-estatistas).

Al tiempo, ya en la Argentina, curiosamente me invitó a almorzar el general Martínez Quiroga, quien había sido designado Director de la Escuela de Defensa Nacional, almuerzo que se prolongó hasta bien entrada la tarde y que se repitió dos veces más. Llamativamente para mí, después de transcurridos unos meses del último almuerzo, me designó profesor titular de economía en la institución que dirigía, a la cual asistían civiles y militares, donde en el ejercicio de la cátedra tuve varias trifulcas con algunos participantes. A partir de esa época, el general Martínez Quiroga comenzó a asistir a todos los actos académicos de colación de grados en ESEADE al efecto de escuchar al profesor invitado de la ocasión y, más adelante, escribió un libro titulado El Poder que me envió con una muy afectuosa dedicatoria. En otros términos, una persona que venía de una tradición ubicada en las antípodas del liberalismo fue modificando su pensamiento en una forma que puso de manifiesto su honestidad intelectual a pesar de verse comprometido en posturas contrarias a las que sustentaban sus jefes. Hablamos con él de los bochornosos e inaceptables procedimientos a que se recurrió en nuestro país en la lucha antiterrorista.