Rusia, una historia desoladora

Con algunos agregados, reitero en parte lo escrito antes sobre este caso patético. Rusia está dominada por un Gobierno de mafias desde el colapso del comunismo. Los mismos capitostes de la KGB se instalaron en el Gobierno y se repartieron empresas y mercados cautivos como botín de guerra.

La historia de Rusia es en verdad muy desoladora, primero el terror blanco de los zares y zarinas, luego el terror rojo y ahora las mafias. En sus memorias, Vladimir Bukovsky, uno de los tres disidentes de mayor calado junto con sus amigos Solzhenitsyn y Sajarov, declara: “El monstruo que crearon nuestros Frankenstein mató a sus creadores, pero él está vivo, muy vivo. A pesar de los informes optimistas de ciertos medios de comunicación occidentales, que en los años transcurridos desde entonces han proclamado que Rusia entró en la era de la democracia y la economía de mercado. No hay evidencias, ni siquiera perspectivas de que así sea. En lugar de un sistema totalitario, ha surgido un Estado gangsteril, una tierra sin ley en la cual la antigua burocracia comunista, mezclada con el hampa, se ha convertido en una nueva elite política, así como en una nueva clase de propietarios”.

Como es sabido, la Unión Soviética provocó el mayor descuartizamiento humano desde 1917 a 1989, matanzas sin precedentes llevadas a cabo por un Gobierno (solo sobrepasadas por Mao) y, sin embargo, Vladimir Putin reivindica en la Universidad de Moscú a los verdugos y también enaltece las atrocidades en Hungría, en la ex Checoslovaquia y en Chechenia en un contexto de mordazas a la prensa y simulacros electorales administrados por la antigua nomenklatura.

Yuri Y. Agaev explicó en una visita a Buenos Aires que después del fiasco de Mijaíl Gorbachov y su perestroika (un subterfugio para implantar “el verdadero socialismo”), el Fondo Monetario Internacional desbarató la posibilidad de contar por primera vez con liberales en el Gobierno al financiar abundantemente al grupo opositor que finalmente se hizo con el poder.

Personas de gran coraje como los mencionados y como lo fue Anna Politkovskaya antes de su asesinato, han contribuido a poner su valioso granito de arena para modificar la dramática situación de los rusos. Politkovskaya nació en Nueva York, hija de diplomáticos rusos ante las Naciones Unidas, estudió en los Estados Unidos para luego vivir en la tierra de sus ancestros, donde se graduó en la carrera de periodismo en la Universidad de Moscú y allí tuvo su primera confrontación seria al presentar su tesis sobre Marina Tsvetaeva, la poetisa condenada por el régimen estalinista. En Moscú, con un grupo de amigos fundó un diario, la Novaya Gazeta, con la idea de competir nada menos que con Pravda, el periódico oficial que paradójicamente significa verdad.

Desde ese nuevo periódico denunció permanentemente la corrupción y los atropellos del Gobierno de Putin en todos los frentes. Como sucede en esos sistemas, fue reiteradamente amenazada de muerte y advertida de los serios peligros que corría incluso por amigos periodistas de Occidente, como el director de The Guardian de Londres. Esto ocurría en un contexto donde, según el Grupo Helsinki, solamente en Moscú durante los Gobiernos de Putin, fueron sido asesinados por los sicarios del régimen seis periodistas, sesenta y tres fueron golpeados malamente, cuarenta y siete fueron arrestados, y cuarenta y dos fueron imputados penalmente.

A pesar de todo, la extraordinaria periodista de marras proseguía con sus denuncias en sus valientes artículos de investigación. Consignó que el fundamento de su actitud era: “si alguien cree que puede vivir una vida confortable con base en pronósticos optimistas, allá ellos, es la forma más fácil pero también constituye la pena de muerte para nuestros nietos” (este pensamiento hay que refrescarlo también en otros lares).

Randon House de Nueva York publicó su impresionante y muy ilustrativo diario bajo el título de A Russian Diary. A Journalist Final Account for Life, Corruption and Death in Putins Russia. La autora murió asesinada en el ascensor de su casa a manos de los matones del Gobierno. Salman Rushdie escribe: “Como toda buena investigadora periodística, Anna Politkovskaya presentó verdades que reescribieron los cuentos oficiales. La continuaremos leyendo y aprendiendo de ella a través de los años”. Antes de eso publicó un libro de una notable investigación cuyo título en la versión castellana es La Rusia de Putin (Barcelona, Debate) donde documenta muy acabadamente los reiterados atropellos y las iniquidades llevadas a cabo por los hampones de Putin y los desaguisados y la miseria que debe sufrir el común de la gente.

Desafortunadamente la caricatura de democracia no solo tiene lugar en Rusia donde ganan tiranuelos de diversos colores, se habla de elecciones limpias como si se tratara de un torneo irrelevante sin otro fondo que lo numérico, aunque se haga tabla rasa con los derechos. Esta irresponsabilidad mayúscula recuerda a los que después de secuestrados por malhechores declaran que fueron “tratados con cortesía” haciendo gala del síndrome de Estocolmo, tal como ocurre muchas veces en las cleptocracias modernas disfrazadas de democracias.

La rapidez de la cronología de hechos bochornosos dependerá del peso que cada uno le atribuya a lo que viene ocurriendo. Al fin y al cabo, como ha escrito el gran George Steiner, el tiempo y la duración son dos conceptos distintos, uno se refiere a la convención del reloj, mientras que el otro alude a la experiencia individual. Está en las manos de cada uno calibrar la duración en los fueros internos respecto al significado y la trascendencia de los padecimientos de las personas valientes y extraordinarias que han defendido y defienden la libertad en territorios rusos.

En el prefacio a un proyectado libro de Collingwood titulado The New Leviathan (incluido en su célebre colección de ensayos sobre filosofía política), sostiene que la revuelta contra la civilización consiste en la actitud parasitaria de quienes pretenden vivir compulsivamente a expensas del fruto del trabajo ajeno en el contexto del pensamiento único.

En esta línea argumental, consigno en esta nota a vuelapluma una reflexión del antes mencionado Bukovsky (que también nos visitó en Buenos Aires con motivo de un acto académico), elucubraciones apuntadas en sus antedichas memorias tituladas To Built a Castle. My Life as a Dissenter: “Miles de libros se han escrito en Occidente y cientos de diferentes doctrinas han sido creadas por políticos encumbrados al efecto de encontrar un compromiso con los regímenes totalitarios. Todos evaden la única solución correcta: la oposición moral. Las mimadas democracias occidentales se han olvidado de su pasado y de su esencia, es decir, que la democracia no es una casa confortable, un automóvil elegante o un beneficio de desempleo, sino antes que nada la disposición y el deseo de defender nuestros derechos”.

En estos climas mafiosos siempre aparecen dictadores (de facto o electos) que resumen bien lo que ocurre, Putin no es el único ejemplo: Rafael Trujillo en la República Dominicana y Getúlio Vargas en Brasil dijeron en sendos discursos: “A los amigos todo, a los enemigos la ley”, a sabiendas de lo horrendas de sus normas legales y Domingo Perón, en la Argentina, espetó “Al enemigo, ni justicia”, por ello, contrariando toda la mejor tradición, fabricó el billete de un peso con el símbolo de la Justicia con los ojos destapados y fue uno de los pioneros en cambiar la Constitución para reelegirse e hizo tabla rasa con la noción del derecho, lo cual reiteró en sus tres mandatos (el último, principalmente a través de sus ministros José López Rega y José Ber Gelbard). En nuestros días han surgido nuevos sátrapas liderados por los Castro, Chávez-Maduro y la infame dinastía norcoreana y sus imitadores que achuran todo vestigio de libertad y dignidad bajo diversos ropajes y trampas inauditas.

Ya 400 años antes de Cristo, Diógenes recurría a la alegoría de andar con una lámpara “en busca de un hombre honesto”. Ahora rindo este modesto pero muy sentido homenaje a los que se ponen de pie y son capaces de escribir y decir lo necesario para cambiar. Tal como repetían los padres fundadores en Estados Unidos: “El costo de la libertad es su eterna vigilancia”. En cada acto el hombre no parte de cero, no podemos apreciar el presente ni conjeturar sobre el futuro sin basarnos en el pasado, por tanto, tomemos los casos de los que hablan fuerte y claro sin concesiones al efecto de dar cabida a la luz diogenista.

En el último libro de los citados aquí de Politkovskaya se lee un párrafo que puede resumir la obra, al tiempo que pone al descubierto la raíz del problema que debemos combatir y no solo en Rusia: “Nadie acude a buscar justicia a unos tribunales que alardean sin tapujos de su servilismo y su parcialidad. A nadie en su sano juicio se le ocurre ir a buscar protección a las instituciones encargadas de mantener el orden público, porque están corrompidas por completo”.

Por todo esto es que resultan tan cruciales los marcos institucionales que apuntan a preservar y garantizar los derechos de las personas: el derecho a la vida, a la propiedad privada y a la libertad de hacer o no hacer lo que se estime pertinente sin lesionar iguales posibilidades de terceros. En otros términos, proteger la santidad de las autonomías individuales. Tal como apuntaba el decimonónico Benjamin Constant: “Pidámosle a la autoridad que se mantenga dentro de sus límites. Que ella se dedique a ser justa; nosotros nos encargaremos de ser felices”.

Ni bien los burócratas comienzan a articular discursos tendientes a elaborar sobre lo que le conviene y lo que no le conviene a la gente en sus vidas privadas, comienzan los peligros ya que a poco andar esos megalómanos se constituirán en los árbitros forzados para manejar a su antojo el fruto del trabajo ajeno con lo que se apoderan de sus vidas.

Por otra parte, debe estarse muy alerta con los llamados empresarios que pretenden vivir a costa de los demás vía privilegios otorgados por el poder de turno.

Entonces, los severos y muy necesarios límites al Leviatán deben incluir defensas de los atropellos de ladrones de guante blanco que se disfrazan de empresarios, al efecto de dejar expedito el camino por el que prosperan aquellos que sirven los intereses de sus congéneres en mercados abiertos y competitivos en un contexto de respeto recíproco amparado por Gobiernos circunscritos a esa faena.

Como queda dicho, el sistema gangsteril impuesto en Rusia es lamentablemente la continuación por otros medios de los horrores establecidos por el terror blanco y el aun más tremebundo terror rojo. Horrores basados en mentiras, no en errores, lo cual es humano, sino en falsear deliberada, voluntaria y sistemáticamente todo cuanto esté al alcance de gobernantes inescrupulosos. Hoy vemos con tristeza que no son pocos los Gobiernos que apuntan en esa dirección. En definitiva, solo la ocupación y la preocupación por las tareas educativas pueden revertir ese cuadro de situación, entendiendo por educación la trasmisión de valores y principios de una sociedad abierta, una de cuyas metas prioritarias es decir lo que se estima es la verdad sin tibiezas y medias tintas.

Novela dentro de la novela

El último escrito de Valdimir Nabokov fue El original de Laura que no pudo completar antes de morir y le pidió a su mujer que quemara el manuscrito, lo cual no se atrevió a hacer cuando se produjo el desenlace fatal y, en cambio, delegó en su hijo la faena, quien tampoco procedió en consecuencia y lo publicó reproduciendo las fichas que conservaba su padre bajo el argumento de la conjetura que su progenitor procedió como Kafka con Max Brod. Una extraña psicología que suponía que el encargo no se llevaría a cabo debido a que la persona indicada no tendría el coraje de incendiar, en este último caso, las tres obras encomendadas para las llamas. Situaciones en realidad sumamente extrañas desde la perspectiva psicológica: querer y no querer al mismo tiempo, ¿piromaniacos o bomberos? Si en verdad hubo autores que querían deshacerse de sus manuscritos ¿por qué no los destruyeron ellos mismos?

En realidad, el caso de Kafka no es el mismo que el de Nabokov, puesto que en el primer caso el autor ya había completado las obras, mientras que en el segundo la indicación consistía en que el destino debía ser el fuego siempre y cuando la novela quedara inconclusa por su muerte (debida a un virus intrahospitalario que contrajo en una internación). De todos modos, queda el galimatías para eventualmente ser descifrado por psicólogos.

La referida novela póstuma e inconclusa de Nabokov consiste en una novela dentro de otra novela, una construcción también borgeana de bastante atractivo. Pero no es a esta narrativa a la que quiero aludir en esta nota sino a su formidable Curso de literatura rusa (sus clases en la Universidad de Cornell) que junto con Pensadores rusos de Isaiah Berlin estimo es lo mejor sobre la materia.

También en el curso de Nabokov hay “una novela dentro de una novela” en sentido figurado puesto que al dirigirse a los alumnos, describir autores y pensamientos varios, deja testimonio de su rechazo radical a los sistemas totalitarios. Sin duda no es el único escritor ruso que ha renegado con vehemencia de los sistemas donde prima la fuerza bruta y, por tanto, la negación de los derechos individuales. Lo han hecho de diferentes modos y en diferentes épocas, pero siempre con gran calado, Mandelstam, Herzen, Dostoyevski, Sakharov, Bukouvsky, Tolstoy, Solzhenistyn, Chéjov y tantos otros; unos contra el terror blanco, otros contra el terror rojo y ahora contra el estado gangsteril. En el caso de Tolstoy está implícito en sus célebres novelas, excepto en el segundo epílogo de La guerra y la paz donde se explicita pero muchos más expuestas sus ideas en Confessions y en The Kingdom of God is Within You.

Es largo de explicar pero Tolstoy siendo un muy aguerrido opositor a toda manifestación de poder político en una forma sumamente didáctica y enfática, se inclinaba por rechazar la institución de la propiedad con lo que su tesis necesariamente se derrumbaría. Consideraba que la propiedad derivaba de un inaceptable privilegio otorgado por los gobiernos sin percatarse del rol fundamental de esa institución en el contexto de su origen en el trabajo (véase Locke, Nozick y Kirzner en ese orden). Es que en verdad, en su país, en gran medida, efectivamente la propiedad la daba y la quitaba el poder político (hoy sigue igual en Rusia y en otros lares). Esta incongruencia no fue óbice para los magníficos razonamientos de Tolstoy que no son ni remotamente el caso del marxismo, inconsistencia aquella que no tuvieron autores como Dostoyevski sobre quien se conjetura influyeron los dos becados por Catalina la Grande a la cátedra de Adam Smith en Glasgow (Iván Tretyyakov y Seymon Desnitsky).

Es de interés detenerse en algunos pasajes de Nabokov en el aludido curso, especialmente en dos de sus apartados titulados respectivamente “Escritores, censores y lectores rusos” y “Filisteos y filisteísmo”.

En el primer ensayo el autor se detiene a comentar las severas restricciones a los escritores en la época zarista pero consigna que nada es comparable a la insoportable y constante persecución policíaca de la pesadilla soviética. En la etapa de los zares “en sus tratos con la musa rusa fue en los peores momentos un matón, en los mejores un payaso” mientras que los soviéticos “instauraron el reinado del terror [por lo que] la mayoría de los escritores rusos marchó al extranjero […] El gobierno soviético, con una franqueza admirable, muy distinta de lo que fueron las tentativas tímidas, desganadas y confusas de la antigua administración, proclamó que la literatura era un arma del Estado”.

Nabokov explica un punto que a veces parece que les cuesta entender a muchos, lo cual ha sido reiterado por distinguidos pensadores como J. F. Revel y es que en lo substancial no hay diferencia entre los socialistas y los fascistas. En un caso se apunta a limitar grandemente la propiedad privada o eliminarla para que los aparatos estatales usen y dispongan de ella transformándola en “la tragedia de los comunes”, mientras que los fascistas permiten en registro nominal de la propiedad en manos de particulares pero usa y dispone el aparato estatal. Este último camino es el más empleado en el mal llamado mundo libre con el natural resultado de una socialización creciente. Pues Nabokov, referido al campo literario, nos dice que “no existe verdadera diferencia entre lo que los fascistas occidentales pedían de la literatura y lo que piden los bolcheviques […] que planifican el trabajo del escritor con el mismo rigor con que se planificaba el sistema económico del país […], a lo largo de cuarenta años de dominio absoluto, [estas clases universitarias fueron dictadas en 1958] el gobierno soviético no ha dejado de controlar las artes jamás”.

En todos los regímenes autoritarios siempre se sospecha de la creatividad, de que se exploren nuevas avenidas, de la independencia de criterio. Se combate todo aquello que se desvíe de los parámetros limitados y empobrecedores impuestos por las mentes liliputenses de los jerarcas de turno. En definitiva se sospecha del pensamiento, se induce al coro y al aplauso de las nimiedades de megalómanos siempre temerosos de la libertad.

En este sentido, nuestro autor proclama que “En la filosofía del Estado no cambió un tilde cuando Lenin fue sustituido por Stalin, no ha cambiado ahora, con la llegada al poder de Jruchev, o Jruschov, o como se llame. Permítaseme citar una palabras de Jruchov sobre literatura, pronunciadas en una reciente asamblea del partido (junio de 1957). He aquí lo que decía: ´Es preciso que la actividad creadora en el terreno de la literatura y el arte esté impregnada del espíritu y la lucha por el comunismo, que infunda en los ánimos la confianza, la fuerza de las convicciones, que desarrolle la conciencia socialista y la disciplina de grupo ´. A mi me encanta este estilo de grupo, estas entonaciones retóricas, estas cláusulas didácticas, esta jerga periodística en avalancha […] el verdadero protagonista de toda novela soviética es el Estado soviético”.

No son pocos los que admiraban el régimen comunista que comenzó en 1917 en Rusia hasta que se percataron de las purgas, las hambrunas, los campos de concentración, el pacto con el nacionalsocialismo hitleriano y las matanzas a escala desconocida hasta entonces, pero que siguen adhiriendo al socialismo sin ver que la raíz del autoritarismo estriba en facultades otorgadas al monopolio de la fuerza para manejar vidas y haciendas ajenas, con lo que se estrangulan libertades que hacen a la condición humana y perjudican a todos, especialmente a los más necesitados.

Da por terminada esta clase de la siguiente manera: “Mi espíritu de lucha […] es no rendir cuantas a nadie, ser vasallo y señor de mí mismo, no doblegar ni la testuz, ni el proyecto interior, no la conciencia, a cambio de lo que parece poder y no es sino librea de lacayo; seguir tranquilo la propia senda”.

En el segundo ensayo anunciado -muy para el momento- el autor centra su atención (y su desprecio) en los mediocres, en los timoratos, en la vulgaridad, en los conformistas, a los “loritos” que “repiten perogrulladas y lugares comunes”, a los desesperados por la figuración en cualquier lado como sinónimo de existir, para concluir que “El filisteísmo no supone sólo una colección de ideas banales, sino también el uso de frases hechas, clichés, trivialidades expresadas en palabras manidas. El auténtico filisteo no lleva dentro más que esas ideas triviales que componen todo su ser” (recuerdo la sentencia de Mario Vargas Llosa para estos sujetos: “un hombre de superficie sin mayor trastienda”).

El motivo central del libro consiste en los largos y jugosos comentarios de otros autores rusos y sus obras lo cual le ganó merecidamente gran prestigio a Nabokov, a lo que también agrega un estudio pormenorizado del arte de la traducción, todo en casi seiscientas páginas de la edición española de Barcelona (Zeta), escrita originalmente en inglés igual que la novela a que aludimos más arriba: “la más dulce de las lenguas” según este celebrado pensador ruso.

Es que el oficio de escritor, el oficio del pensamiento, resulta incompatible con la cópula hedionda que se concreta con el poder político.La independencia, que es una manifestación de la libertad, no puede escindirse del espíritu de quien escribe por vocación profesional (ni de cualquier persona decente). Los que no proceden en consecuencia son impostores que manejan la pluma para la degradación personal y para la vergüenza de los demás. Milan Kundera en La fiesta de la insignificancia le hace decir a uno de sus personajes, dirigido a casi todos los políticos y generales: “Me importan un bledo los llamados grandes hombres cuyos nombres coronan nuestras calles. Se volvieron célebres gracias a su ambición, su vanidad, sus mentiras y su crueldad”.