El crédito predilecto de los políticos

Alberto Medina Méndez

La política como actividad profesional ha instalado una serie de creencias hasta convertirlas en verdades irrefutables. La mayoría de ellas apuntan a que la sociedad incorpore la idea de que los políticos son imprescindibles protagonistas, necesarios participes y vitales intérpretes en su función de intermediarios entre las dificultades y las soluciones.

El paradigma central de ese dogma preferido por los políticos es aquel que sostiene que son los gobiernos los que deben “solucionar los problemas de la gente”. Esta perspectiva, además de perversa y falaz, apuesta a la pereza ciudadana promoviendo la comodidad de ciudadanos que creen, genuinamente, que todos sus padecimientos son responsabilidad de terceros, de otros, de personajes que se empeñan en hacerlos desdichados.

En el marco de esa engañosa teoría, la política como sacerdocio y vocación, asume el heroico rol de ofrecer “alivios y remedios” para que la comunidad los apoye electoralmente y de ese modo deleguen esa agotadora gestión dejando todo en manos de políticos supuestamente eficientes que toman la posta para resolver cada inconveniente que los ciudadanos identifican.

La felicidad es un concepto subjetivo, individual, absolutamente personal, por el que cada ciudadano fija sus prioridades, gustos, preferencias y una escala de valores bajo la cual intenta alcanzar ese estándar sublime.

No existen garantías para ello. Esa búsqueda es permanente y siempre imperfecta. Lo que cada individuo intenta es lograrlo, pero no lo consigue con la frecuencia deseada, siendo invitado entonces a ajustar reiteradamente sus estrategias y tácticas para obtener la meta soñada. Por momentos lo consigue, pero sabe que ese bienestar es efímero y que pronto algo volverá a romper el equilibrio, obligándolo a un nuevo intento.

Imaginar que esas vivencias individuales pueden resumirse en una consigna única, común y universal, es un gran embuste. La política lo plantea porque si no implanta la visión del bien común, esa matriz genérica que sirva para todos, no puede operar y su existencia no tendría sentido. Y es así que desemboca en la mágica fórmula de “resolver los problemas de la gente”.

Resulta demagógico, pero al mismo tiempo muy simpático, sostener ese discurso que dice que la sociedad no es culpable de nada, que todo lo que le sucede es responsabilidad ajena y que la política se encargará de poner las cosas en su lugar para que de ese modo todos sean afortunados.

En realidad, los individuos deberían comprender que lograr ese progreso y felicidad depende de ellos mismos, que la tarea no es esperar que las cosas ocurran sino, justamente, hacer que sucedan.

Las personas prosperan, avanzan y consiguen ser felices cuando gobiernan sus vidas y triunfan por sus propios méritos. Claro que están los que tienen suerte y que el contexto influye, pero eso no debe invitar a cruzarse de brazos y esperar que “otros” resuelvan los inconvenientes particulares.

La tarea es hacerse cargo, ser responsables del propio destino, ocuparse de uno mismo y también de sus respectivos entornos. Son los individuos los que deben accionar y organizarse cuando la voluntad individual no alcanza para cooperar y ejecutar cuando un tema les interesa.

Existen varias generaciones de ciudadanos que creen que los gobiernos deben proveerles trabajo, vivienda, alimentos, educación y salud, entre tantas otras necesidades. Están convencidos que se trata de una obligación de los gobiernos consagrarse a esos temas. Entienden que alguien debe pagar ese costo, y no son ellos, sino el resto. Por eso promueven la exigencia, y no apelan al esfuerzo personal como herramienta de cambio.

Ni los políticos, ni los gobiernos, están para quitar los obstáculos del camino. Nacieron con el objetivo de garantizar derechos a cada individuo, y asegurar a los ciudadanos la posibilidad de convivir en armonía, evitando que se quiten la vida, la libertad y la propiedad unos a otros a través de mecanismos inmorales y del tradicional abuso de poder.

Los políticos tendrían que poner sus energías en generar las condiciones para que sean los individuos los que puedan crear su propia felicidad a través de sus decisiones personales, asumiendo los riesgos derivados de cada determinación. La responsabilidad de la política es cerciorarse de que nadie inicie el uso de la fuerza contra otra persona y que si lo hace, esa actitud tenga consecuencias negativas que desestimulen un nuevo intento.

La política debe dedicarse a que los individuos tengan reglas de juego claras, transparentes, estables, con incentivos bien definidos, para poder en ese marco buscar su propia felicidad, y no pretender reemplazar a los ciudadanos en esa labor. La sociedad, por su parte, debe esforzarse, esmerarse, para que el resultado de tanto trabajo sea su mayor estímulo y para no caer en la trampa de asignar culpas para justificar errores propios.

La dirigencia se ha esmerado en instalar esta idea en la mente de todos. Cada ciudadano que cree en esa frase que dice que los políticos están para resolver sus dificultades, en algún punto, es porque prefiere descansar en esa mirada que tomar riesgos asumiendo sus éxitos y fracasos.

Es prioritario cuestionar el discurso de los políticos, el verdadero rol de los gobiernos, y la función del Estado en todas sus formas y jurisdicciones. Definitivamente, son los individuos los que deben encontrar atajos frente a cada conflicto, en forma personal cuando ese sea el ámbito, o también organizándose socialmente cuando el objetivo amerite un trabajo coordinado en equipo. Pero es bueno empezar a destruir aquel confortable slogan que afirma que son ellos los que deben solucionar los problemas de la gente. Lamentablemente esa visión es parte del discurso cotidiano y se ha constituido en el credo predilecto de los políticos.