El camino hacia la paz

Alejandro Arbeláez

En una democracia, la plena vigencia de los derechos constitucionales es el verdadero camino hacia la paz, no la claudicación de los mismos ante quienes incapaces de convencer mediante las ideas, escogen la violencia, se financian con el narcotráfico y operan a través el terrorismo.

Hoy, cuando el gobierno de Colombia reconoce que desde meses atrás ha venido avanzando en un proceso de negociación con el grupo terrorista de las FARC y el mismo incluye la revisión de la estructura económica, política y judicial del país; se hace imperativo señalar que bajo un Estado Social y Democrático de Derecho como el colombiano, negociar con una minoría los derechos de la mayoría, carece de legitimidad y más, cuando se hace contra el orden legal y con violencia.  Con las FARC en la mesa frente a un gobierno democrático, la exigencia gubernamental debería centrarse en el cese al fuego y a la violencia como método de lucha, la entrega de las armas, el abandono del narcotráfico y la liberación de todos los secuestrados; como contraprestación, las FARC obtendrían la reinserción social y política de la mayoría de sus integrantes, exceptuando, por supuesto, a aquellos miembros que se encuentren incursos en procesos penales de alto calibre y no amnistiables por el orden jurídico internacional como los crímenes de guerra y lesa humanidad, entre otros.  Aceptar negociar más, sería privilegiar las armas sobre las ideas, erosionar la democracia y perdernos como Estado.

Muchos años han pasado desde que Colombia se sumergió en una vorágine de violencia alimentada de manera principal -pero no única- por movimientos guerrilleros cuyo propósito ha sido desde siempre hacerse con el poder por las armas y, con su visión comunista, establecer un nuevo modelo económico y político que arroje un nuevo orden social. Su método, inexplicable en un contexto democrático, ha sido la violencia para intimidar y no las ideas para convencer.

Ante semejante situación, los gobiernos han optado de manera más bien generalizada por apaciguar la bestia de la violencia mediante concesiones estatales, más que someterla al imperio de la ley; los resultados históricos han sido un incremento generalizado de los indicadores de violencia y la frustración de millones de colombianos de obtener la paz. La última experiencia de este tipo fueron 40 meses de negociaciones entre 1998 y 2002 con la guerrilla de las FARC en una “zona de despeje” de 42.000 kms2 conocida como El Caguán; de la cual, una vez roto el proceso, el grupo guerrillero salió fortalecido en número, finanzas y capacidades militares.  Al final de esta experiencia, liderada por un gobierno dedicado a negociar y no a ejercer autoridad, las FARC crecieron un 50% en sus integrantes y el país quedó con un promedio de ocho secuestros y seis atentados terroristas al día, 25% más de homicidios y 42% más de cultivos de coca, uno de cada tres alcaldes despachando por fuera de su municipio por amenazas y las FARC, más sólidas que nunca, con presencia permanente en 30 de los 32 departamentos de Colombia y con 16.900 integrantes perfectamente entrenados, equipados y armados, listos para arrasar con la democracia colombiana y sus  instituciones.

Su camino hacia el poder avanzaba a paso firme, de no ser porque en el trayecto se interpuso la voluntad ciudadana prefiriendo en las elecciones presidenciales de 2002 la propuesta del ejercicio firme y constitucional de la autoridad, materializada en la uribista doctrina de la Seguridad Democrática, a las alternativas de nuevas formas de diálogo planteadas por los demás candidatos de entonces.

Luego de dos periodos presidenciales de Seguridad Democrática entre 2002-2006 y 2006-2010, Colombia se encontraba lejos del abismo: los homicidios se habían reducido un 46%, los actos terroristas un 71%, los secuestros un 90% y había 44% menos de cultivos de coca; todos los alcaldes despachaban desde sus municipios y sus asesinatos se redujeron un 67%; la economía floreció, el país creció al 4.6% en promedio, la inversión extranjera se multiplicó por cinco y el PIB per cápita pasó de 2.337 a 5211 dólares constantes; la población por debajo de la línea de la pobreza se redujo del 54% al 36% y los habitantes alcanzaron la plena cobertura en salud y en educación básica primaria.  Así, después de décadas perdidas por la violencia, el país bajo el marcado liderazgo del presidente Uribe, disfrutó de hechos reales de paz materializados en derechos efectivos para todos.  Asunto de cifras y no de retórica, pues con la Seguridad Democrática los colombianos tuvieron mejor protegidos sus derechos a la vida, la libertad, la propiedad y la democracia, entre otros.

Con la Seguridad Democrática se superaron además los dilemas de paz o guerra, pues se demostró que bajo el Estado de Derecho autoridad no significa guerra, como eternas negociaciones no significan paz.  Por ello, si el camino elegido por el actual gobierno es buscar la paz por la vía de la negociación, oportuno es compartir algunas reflexiones.

Las FARC hoy por hoy constituyen el principal cartel narcotraficante de cocaína del mundo y han sido declaradas por la comunidad internacional -Estados Unidos y la Unión Europea, entre otros- como una organización terrorista; por tanto, negociar con ellos -así sea una coma de la Constitución-, significa legitimar al narcotráfico y al terrorismo como herramientas de lucha política.

Permitir como se ha anunciado, que los gobiernos de Cuba y Venezuela apoyen el proceso, no es sólo cargar la mesa para un lado y atentar contra la neutralidad que se requiere de la comunidad internacional, sino también premiar el comportamiento de gobiernos caracterizados por restringir libertades a sus propios pueblos, proteger a terroristas y fomentar la creación de guerrillas latinoamericanas para derribar las democracias de la región.

Los mandos de las FARC no van a entregar casi 50 años de lucha a cambio de nada; para comenzar, han exigido ya cese de sus procesos penales y cambios profundos en la estructura política y económica del país.  Ceder en lo penal es contrario al Estatuto de Roma que garantiza internacionalmente que no haya impunidad, entre otros, por crímenes de guerra de lesa humanidad; y negociar la estructura del Estado, es contrario al orden jurídico que define a Colombia como una democracia en la cual la soberanía reside en el pueblo y es éste, y no unos pocos terroristas con sus armas, quien establece su forma como nación.

Las FARC hoy están fracturadas en su línea de mando y a diferencia de los grandes comandantes, los jefes medios más parecen bandidos regionales dedicados a hacer dinero con el narcotráfico, el secuestro, el abigeato y la extorsión, que a convertirse en verdaderos ideólogos políticos y militares comandando ejércitos revolucionarios para la toma del poder; entre otras, porque su juventud los hace hijos de las FARC narcotraficante de los años 80 y no de la revolucionaria de los años 60.  La paz pactada con los comandantes, difícilmente se traducirá entonces en una desmovilización real de todas las estructuras guerrilleras y muchas de ellas, así en la mesa se diga lo contrario, no se reincorporarán a la sociedad y derivarán hacia grupos regionales de delincuencia organizada motivados por el dinero.

Por último, los tiempos políticos de gobierno y guerrilleros son distintos.  El gobierno está a mitad de su mandato, va cuesta abajo en las encuestas y su reelección es incierta con lo cual requiere resultados prontos; en tanto, las FARC –abandonada la Seguridad Democrática- se están recuperando en lo militar y fortaleciendo en lo económico, están retornando el control de áreas cocaleras que habían perdido, están ganando oxígeno político y protagonismo mediático con la negociación y, como si fuera poco, gobiernos vecinos los apoyan, financian y protegen.  El tiempo juega en contra del gobierno y a favor de las FARC, cada dilación en la mesa de negociación debilita al uno y fortalece al otro. ¿Qué prisa tiene entonces la guerrilla en negociar la paz?

Los colombianos queremos la paz y alertar sobre los riesgos de negociar la estructura del Estado con el terrorismo no significa tener la guerra como opción. El dilema, insisto, no es paz o guerra, la respuesta siempre será paz y lo que debe discutirse es el camino para conseguirla: la paz sostenible basada en el triunfo del Estado de Derecho, o la paz pírrica resultante de su claudicación. El gobierno conoce los dos caminos y se cree hábil, por Colombia y superando el escepticismo, le deseamos lo mejor en el proceso.