Uber no sólo es bueno, también es legal

Nota escrita en colaboración con Garret Edwards

 

Podemos entender que los grupos de presión sindicales desconozcan la naturaleza de Uber. Ven amenazado su poder de mercado gracias a una simple aplicación que beneficia al consumidor y perjudica sus intereses sectoriales. Saben que Uber es mejor que ellos (de otro modo, no tendrían miedo a competir) y quieren destruirlo. Los argumentos los van armando, entonces, a partir de la necesidad que tienen de eliminar al competidor. Es injusto, pero entendible.

Lo que es menos entendible es que el resto de la sociedad —que suponemos que no tiene intereses particulares en este asunto— se esfuerce tan poco en entender la naturaleza contractual del asunto, se equivoque a la hora de analizar qué es y, fundamentalmente, qué no es Uber.

Uber no es una empresa de transporte. Va de nuevo: Uber no es una empresa de transporte. El transportista es el chofer. El que viaja y paga es el pasajero. Se trata de un contrato privado entre ambos. ¿Qué hace Uber entonces? Provee la plataforma tecnológica que permite que estos contratos privados se realicen de manera masiva y cobra por el uso de dicha plataforma.

Juan tiene un auto y se ofrece a llevar a Pedro desde Retiro hasta Vicente López, a cambio de un precio. Eso es un contrato de transporte privado, tan viejo como la existencia de la carreta. Ahora bien, antes de la tecnología, los particulares no tenían la posibilidad de hacer esto de manera masiva, eficiente y lucrativa. Hoy, gracias a Uber (y a otras aplicaciones que compiten con Uber, como Lyft), el contrato de transporte privado puede hacerse a mayor escala. Pero eso no quita que siga siendo un contrato privado entre transportista y pasajero. Uber lo que permite es que ambos se conecten de manera eficiente y masiva, lucrando con esa conexión. Continuar leyendo

Uber llega, aunque no llegue

Pueden entrar a Wikipedia y escribir “proceso de destrucción creativa”. Allí podrán leer sobre la dinámica innovadora que describe Joseph Schumpeter y que permite a la humanidad gozar de mejor calidad de vida gracias a la introducción de nuevos bienes y de nuevos métodos de producción o comercialización. Pero incluso pueden omitir el artículo y simplemente pensar en Wikipedia, un servicio que destruyó la producción y la comercialización de voluminosas enciclopedias. Atrás quedó el negocio de editar, publicar y vender tomos de Espasa-Calpe o Larousse. Estos fueron reemplazados por un bien superior, algo que satisface más a las personas y a menor costo para ellas. De pronto, el contenido enciclopédico del mundo estuvo disponible para muchísimas más personas a un precio monumentalmente menor. ¿Hubo gente que perdió en el proceso? Pues, claro, como siempre. Los que vendían enciclopedia puerta a puerta debieron buscar otros empleos (cosa que es mucho menos difícil en mercados laborales más flexibles, pero mejor no entrar en eso aquí).

Vamos con otro ejemplo para quien no tenga ganas de aprender sobre Schumpeter ni de pensar en Wikipedia. ¿A dónde se han ido todos los videoclubes? Hasta hace algunos años la gente los llenaba durante los fines de semana. ¿Qué pasó con ellos? Pues pasó Netflix. De pronto, ver una cantidad mayor de películas fue posible a un precio muchísimo menor y con bajísimo costo de transacción (ya no hay que ir hasta el establecimiento dos veces: alquiler y devolución, sino sólo abrir la computadora). Los locales de los videoclubes pasaron a destinarse a otros fines, los empleados buscaron trabajo en otros sitios y —esto es muy importante— los empresarios del sector reorientaron su capital hacia nuevos rubros que sí satisfacen al consumidor, lo que genera, entre otras cosas, nuevos empleos. Mientras tanto, la gente mejoró su calidad de vida gracias a Netflix. Continuar leyendo

Los milagros que el Papa no ve

Al papa Francisco no le gusta mucho el capitalismo y se le nota. Lo ha llamado “nueva tiranía” (Evangelii Gaudium) a la que hay combatir interviniendo y manejando la economía para ayudar a los más pobres. Prefiere la supremacía de la política (él es, en varios aspectos, un político; uno muy bueno) sobre la economía, dado que no considera a esta como una ciencia de la acción humana, sino más bien como una entelequia peligrosa a la que hay que domar como al mítico Behemot, antes de que destruya la creación. En este sentido, recientemente ha dicho: “La política debe servir a la persona humana y no puede ser esclava de la economía y de las finanzas” (discurso en el Capitolio). El problema, Francisco, es justamente el opuesto: cuando la economía y las finanzas son esclavas del poder político. Pero continuemos.

Para solaz de quienes quieren un papa populista (el término argentino es un “papa peronista”) y para jaqueca de varios creyentes y defensores del libremercado —que hacen esforzados malabarismos para acomodar a Francisco dentro de sus propios cánones—, el CEO de Dios ha expresado su opinión anticapitalista con indudable vehemencia en el discurso de Santa Cruz de la Sierra, solicitando que reflexionemos sobre la posibilidad de cambiar el sistema.

“¿Reconocemos que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?”, diagnosticó, para luego asignar culpas al dinero (“Poderoso caballero”, diría Quevedo). “Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos y la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo”. Continuar leyendo

Mensaje a un joven argentino y chavista

Pongamos, por caso, que te comiste el amague. Creíste en la cuestión esa del socialismo del siglo XXI. Okey, a cualquiera le puede pasar. Aplaudiste a Chávez cuando olfateaba el azufre. Te pareció lo más. Y claro, el tipo tenía su encanto. Era histriónico, carismático, y convengamos que a vos nunca te gustó Estados Unidos. Vale. Todo bien.

Hiciste un esfuerzo, no muy grande, en hacer desaparecer de tu saviola todo lo que aprendiste en la escuela sobre división de poderes, estado de derecho y principios republicanos. Tonterías sin sentido, pensaste, cuando estamos hablando de la revolución bolivariana que sacará a América del yugo yanqui. Vamos las bandas.

Más tarde, viste que en el país del petróleo escaseaba el morfi y hasta el papel higiénico, pero preferiste pensar que era una confabulación de empresarios malvados como Ebenezer Scrooge. Y, para qué decirlo, vos tampoco te tragaste nunca a los empresarios. Le diste para adelante.

Se te complicó un poco con el tema de la agresión y persecución a los periodistas. Te hizo un poquito de ruido. Vos tenías la sospecha de que la libertad de prensa era algo bastante bueno. Pero, qué remedio, te convenciste de que se trataba de medios desestabilizadores que querían derrocar al gobierno. A otra cosa. En definitiva, tu amor por el socialismo era más fuerte y Chávez sabía lo que hacía y de última nadie es perfecto y la construcción de la Patria Grande requiere algunos sacrificios. Vamos que vamos.

Lloraste, moqueaste y posteaste un montón de cosas cuando murió el Comandante y juraste viajar a poner flores en su tumba, como juraste alguna vez visitar Cuba, aunque en el fondo sospechás que cuando te sobren unos pesos para viajar, seguro vas a elegir destinos más turísticos.

Pero en estos días, se te complica el asunto. Porque ves que le dan palo y bala a civiles sin el mínimo reparo. Porque ves que matan a una joven impunemente. Te cuesta digerirlo. En Venezuela balean estudiantes, jóvenes como vos. Como vos, que ayer soñabas con el mayo francés y hoy tenés el balero lleno de preguntas. Pensás: ¿puedo realmente convencerme de que esas personas manifestándose son en realidad agentes del imperio yanqui? ¿Me voy a poner del lado de la policía, del lado de las balas? ¿Voy a cruzar este nuevo límite?

Vos sabés la respuesta. Claro que lo vas a hacer. Vas a tragarte el sapo de nuevo. Vas a empujar tus instintos, que te dicen que eso está mal, bien al fondo del placard. ¿Por qué? Porque no podés dar un paso atrás. Ni ahora, ni nunca. Porque hacerlo sería reconocer que fuiste un idiota todo este tiempo. Y la Patria será Grande, pero tu ego es mucho más grande. Y el progre es el que más minitas gana en la facu. Y hay que ver lo que te costó aprenderte párrafos de Las venas abiertas de América Latina. Y jugar a la revolución desde un smartphone sigue siendo súper divertido. ¡Y mirá si admitís que te equivocaste en algo y mañana -quién te dice- no tengas que reconocer que te equivocás en otra cosa!

No, no. Total qué te importa si, en última instancia, Venezuela queda re lejos.

Bancá los trapos. Creá uno, cien, mil Vietnam. Patria, socialismo o muerte. Dale para adelante. Hoy te toca ser justificar a la policía que dispara a civiles pacíficos. Divertirte. Que te apetezca.

En retirada

El Gobierno perdió y lo sabe. Las prolongadas ausencias de la Presidenta durante la crisis económica más severa del kirchnerismo no responden a los designios del azar ni a los avatares de su salud. Cristina Fernández ha elegido la intermitencia. No adherirá su imagen a devaluaciones y ajustes, presentes y futuros. Aparecerá en foros menos numerosos y entusiastas que antaño, donde soltará letanías poco creativas de los demonios culpables de que al Gobierno las cuentas no le cierren. Luego, volverá a la paz bucólica de El Calafate y dejará que el tándem Capitanich-Kicillof explique con argumentos rancios, la enredada situación económica.

El Jefe de Gabinete y el Ministro de Economía fueron, durante las primeras dos semanas de su gestión, un haz de esperanza para la continuidad del kirchnerismo. Por un momento se pensó que la impronta moderada y dialoguista de Capitanich lograría generar un mini-shock de “confianza”, bien que escasea más que el dólar. Lo cierto es que no fue así. El esmalte de poder que pretendía tener el chaqueño, pronto comenzó a descascararse, gracias a las contradicciones en las que se vio empujado a incurrir, y también por la ingenua decisión de dar una conferencia de prensa diaria cuando no se tiene demasiado qué decir. La huelga policial más grande de la historia argentina dejó en evidencia que Capitanich –como Kicillof– sólo tienen jirones de poder. Actualmente, el dueto ejecutivo ha perdido el respeto de gran parte de la sociedad política. Sus intentos por controlar todos los precios resultarían cómicos si no fueran los síntomas de un problema muy serio. Controlar los precios es como arrear gatos; cuando uno se endereza, otros diez se disparan. Poco podrán hacer Capitanich y Kicillof en este sentido. Y de no mediar un recorte del gasto público y/o una pérdida del valor adquisitivo, deberán ponerle la cara a nuevas devaluaciones.

Continuar leyendo

El caos y la política

Cualquier análisis político resulta parcializado cuando se exteriorizan circunstancias como las actuales. Los acuartelamientos policiales, seguidos de inmediatos saqueos, la viralización en varias provincias del método que germinó en Córdoba, el estado de indefensión ciudadana, la anomia social, son elementos que mal pueden analizarse de manera total y unívoca. Las respuestas pretendidamente simples y sintetizadoras no explican lo que sucede. La teoría conspirativa de una inteligencia ordenadora tras los desmanes policiales y delictivos no parece verosímil. Tampoco cabe sentarse sobre la simple teoría de que se debe todo a una mera ecuación económica. Aún no hemos entrado –ojalá no lo hagamos– en una crisis económica similar a la de 2001, y sin embargo presenciamos hechos que parecen haber salido de su archivo.

Argentina padece una fractura social profunda, producida quizás por una combustión de elementos que vimos crecer durante décadas: la trampa y la excepción en desmedro del respeto a la ley; la pretensión de igualar hacia abajo en lugar de la meritocracia; el cortoplacismo en lugar de la fe en el futuro; el toleramiento y legitimación de la violencia pequeña y cotidiana, que fue la punta de lanza para la violencia grande. El análisis pormenorizado de los elementos que provocaron la crisis de diciembre excede a éstos párrafos. La pregunta que cabe contestar aquí es cómo se ha movido o no la política durante el conflicto y que resultados –políticos– han obtenido los diferentes actores.

La primera conclusión es que el caos social generó un desgaste importante en la figura del flamante Jefe de Gabinete, Jorge Capitanich. El nuevo aire para el kirchnerismo que trajo aparejado el cambio de discurso y de gabinete, a partir del 18 de noviembre, parece haberse enrarecido a partir no sólo de los conflictos en sí mismos, sino de algunos movimientos desafortunados, como el haber negado el envío oportuno de gendarmes y el insistir en la teoría etérea de una mano negra tras los desmanes. Tampoco se ayuda a sí mismo Capitanich exponiéndose diariamente a los micrófonos. En la más de las oportunidades, al no tener nada concreto que decir, ha terminado empantanado en su propia madeja conceptual.

La línea oficial nos lleva, por supuesto, a analizar la presencia y ponencia de la Presidenta. Se habló mucho sobre si debía o no hacerse el acto por los 30 años de democracia, dada la gravedad de la situación. Consideramos que realizarlo tenía sentido, no sólo por la efeméride, sino porque era justamente una oportunidad para paliar la situación. Ahora bien, lo que debería haber sucedido es que la Presidenta, en lugar de festejar, diera un discurso serio y consciente sobre lo que pasaba, refiriéndose a los muertos, a sus familias; conminando a los policías de todas las provincias a volver a sus funciones; poniéndose a disposición de los gobernadores, tranquilizando a la población. Creo que hubiera funcionado como un aliciente social. Como explica Freud en “Psicología de las masas”, es necesario cierto grado de identificación con el líder social –en este caso político–. No obstante Cristina Fernández, en lo que consideramos un desacierto político, soslayó el tema, no logrando que los ciudadanos preocupados por la situación se identifiquen con ella. El resultado fue una imagen deslucida, donde la Presidenta pareció indiferente a la sociedad, y recíprocamente la sociedad pareció indiferente a la propuesta del gobierno para celebrar la fecha. Gestos quizás. Pero de gestos está hecha la política, sobre todo la argentina.

La oposición también hizo algunos gestos (y no mucho más). Sergio Massa, quien nunca pudo disfrutar en toda dimensión de su triunfo, dada la licuación del resultado electoral a través de varios acontecimientos –fallo sobre ley de medios, cambio gabinete y saqueos– se puso declarativamente a disposición del gobierno nacional y provincial. Daniel Scioli, preocupado y ocupado por contener lo que pudiera ocurrir en territorio bonaerense, dejó de lado la campaña presidencial –que debía lanzar por éstos días– para evitar una crisis provincial. Hasta ahora, ha logrado tener éxito. Hermes Binner y Julio Cobos tuvieron reuniones en las que pidieron reactivar el proyecto de “Acuerdo de Seguridad Democrática” que data de 2009. Mauricio Macri, con alguna ventaja sobre el tema, dado que los buenos sueldos de la Policía Metropolitana están atados a los del Poder Judicial, se permitió exhortar a la Presidenta a que le hable a la sociedad, y aclaró que no justifica ningún tipo de saqueo por cuestiones sociales. Por su parte, Elisa Carrió, quien se autoposiciona como una especie de Cassandra (a quien Apolo le dio el don de la profecía y la maldición de que nadie le creería jamás), dijo que la situación es el producto de una lucha intestina del Partido Justicialista que ella viene denunciando.

¿Quiénes empeorarán políticamente a causa de este desagradable escenario? ¿Alguien capitalizará políticamente lo acaecido? Todavía es prematuro analizarlo. Luego de los cambios de gabinete y de discurso, el nivel de aprobación de Cristina Fernández había trepado al 42% a nivel nacional, luego de un 33% en septiembre. La desaprobación, había caído del 57% al 47%, según Management & Fit. Los cambios de gabinete y algunos gestos de moderación y seguridad jurídica, habían sido bien acogidos por la sociedad y los mercados. Pero de nuevo, la situación Argentina se agita y hay que esperar que todo se estabilice un poco, para poder analizar con mayor precisión.

Política y Justicia

La noticia de la semana no fue la categórica victoria de Sergio Massa en el distrito electoral más importante del país. Tampoco fue la mejoría, respecto de las PASO, de los guarismos del oficialismo, que logró sostener a nivel nacional un para nada desdeñable 33%, a pesar de -o gracias a- la ausencia en la campaña de Cristina Fernández, por su estado de salud. Ni el relanzamiento formal de la candidatura presidencial de Mauricio Macri, ni los contundentes triunfos de Hermes Binner y Julio Cobos en sus sendas provincias fueron tampoco lo más destacado de la semana post-electoral. En lugar de permitirnos rumiar con tranquilidad el nuevo mapa político que se abre hacia el 2015, la vertiginosa realidad argentina nos enfrentó a un nuevo hecho de magnitudes institucionales y políticas.

A horas de haber concurrido a las urnas, la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la constitucionalidad íntegra de la ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, sancionada en 2009 y cuestionada fuertemente desde entonces por el Grupo Clarín, destinatario real y preciso de la ley. Por cuatro votos (Lorenzetti, Zaffaroni, Petracchi y Highton de Nolasco) contra tres (Argibay, Maqueda y Fayt), se consideraron constitucionales los artículos de la ley referentes a la protección del derecho de propiedad de Clarín. Fayt votó en disenso sosteniendo, además, que la totalidad de la ley es inconstitucional. En su voto, dice que “una restricción que afecte económicamente a la empresa periodística es una afectación a la libertad de expresión”.

Continuar leyendo

Cambio de órbita

Luego de muchos años de ser el único centro en torno al cual orbitaban todos los actores políticos –propios y ajenos– Cristina Fernández ha ido perdiendo la exclusividad de los reflectores. La agenda que el oficialismo impulsaba a su antojo, logrando instalar temas, profundos o superficiales, sobre los cuales discurría la atención de los medios, de la ciudadanía y hasta de los referentes de la oposición, está siendo tironeada por otros núcleos políticos.

La nueva estrella del firmamento político es Sergio Massa, actual intendente de Tigre y candidato a diputado nacional. Hacia el tigrense se dirigen en procesión varios dirigentes peronistas, en busca de asegurarse la continuidad en sus cargos, presupuestos y estructuras. Otros, lo miran con deseo pero especulan antes de dar el paso, dada su dependencia al gobierno nacional o –como es el caso de varios intendentes bonaerenses– de la necesidad de mantenerse en buenas relaciones tanto con Cristina como con Scioli, a quienes la necesidad política les hizo olvidar batallas de un pasado reciente.

Continuar leyendo

A los artistas

Al comenzar estas líneas –que, adelanto, intentarán persuadirlos de alejarse de la fragua del poder político y desdeñar sus favores económicos– me gustaría declarar que para quien aquí escribe, el arte es lo más importante y bello que tiene la vida. Los argumentos contra el financiamiento público de los artistas no serán aquí esgrimidos por parte de un tecnócrata desprovisto de sentido artístico, sino de una persona a la que conmueve más un apretado pasaje de piano, un texto seco y devastador, o el diálogo memorable de una buena película, que cualquier situación perteneciente a ese conjunto de sucesos inconexos y caóticos al que ingenuamente denominamos “realidad” –y que a entender de Wilde, es una mala copia del arte–.

La gratificación de disfrutar el arte y de vivirlo como una experiencia constante es para mí más grandiosa aún que la satisfacción que emerge de las relaciones humanas. Mientras escribo este texto, desde mis paredes me ven Hemingway y García Márquez, Édith Piaf y Groucho, María Callas y Louis Armstrong, Poe y Borges, Raymond Carver y Leonard Cohen, Troilo y Cortázar.

Continuar leyendo

Seis ideas que matan

Niñas secuestradas y arrojadas en agujeros recónditos del país o de la frontera, separadas para siempre de su familia y condenadas a un vejamen diario por una multitud de desconocidos. Mujeres violadas, exprimidas, estranguladas, que luego son desechadas en tachos de basura o zanjones. Niños muertos por conductores alcoholizados. Hombres fusilados frente a su casa y su familia. Ancianos golpeados hasta la muerte por la impertinencia de adolescentes que buscan financiar la droga del día. Vidas que se le escurren al país: anónimas y efímeras, como efímera es la atención que les prestamos. Noticias de hoy que serán tapadas con las noticias de mañana. También es efímera la pena de los pocos culpables que son condenados por estos crímenes.

En la Argentina donde todo el tiempo se celebran los derechos humanos, el acto más aberrante contra, justamente, el género humano –asesinar a un inocente– no tiene grandes consecuencias. Esto se explica desde distintos puntos de vista.

En primer lugar, hemos perdido totalmente una estructura moral mínima que sostenga a la sociedad. El respeto a la vida del otro ha dejado de ser un valor de aceptación mayoritaria, en parte porque las otrora instituciones que difundían valores –aún con sus defectos– ya prácticamente no tienen peso en este sentido.

Me refiero a las familias, las escuelas, las iglesias, las organizaciones civiles y hasta los partidos políticos. La otra arista de la tenaza es el enforcement legal. El delincuente sabe que el costo del delito es muy bajo: las posibilidades de ser atrapado + condenado + obligado a cumplir condena efectiva, son pocas. Esto aumenta el incentivo a delinquir en quienes tienen poca estatura moral.

Pretendo resumir algunas ideas erróneas –producto de un falso “garantismo”– que permiten que el delito se reproduzca y permanezca impune, habida cuenta de que los ciudadanos tenemos mucho para decir y hacer en este sentido y que, a diferencia de lo que se piensa a veces, las cosas sí se pueden cambiar para mejor.

1) Debemos elegir entre garantías penales o delincuencia

Dicotomía antojadiza y falsa. Nos obligan a elegir entre la anarquía o la dictadura. No es así. Los muchos y muy buenos principios penales (no hay delito ni pena sin ley previa anterior al hecho, ley penal más benigna, principio de “non bis in ídem”, principio de proporcionalidad, principio de culpabilidad, presunción de la inocencia, juez natural, por nombrar sólo algunos) aseguran la defensa del acusado. Pero no obstan a que una vez verificado el delito –es decir, la acción típica, antijurídica y culpable, respecto de la cual la ley prevé una pena– al autor se le asigne una condena verdaderamente proporcional al daño cometido y de cumplimiento efectivo. Sin embargo, el “garantismo” quiere oficiar de asistente social y adecuarse a la “realidad” del culpable, dado que lo considera también una “víctima”, generada por la sociedad. La culpa es del medio que crea al asesino o al violador –nos dicen– y el objetivo es “reeducarlo”, para reinsertarlo en la sociedad. Por eso se rasgan las vestiduras cuando la gente habla de “registro de violadores” o penas más duras para reincidentes. El “garantismo” es doctrinalmente tuerto: se ocupa de los derechos de los acusados (lo cual está bien) y nunca en el de las víctimas o las potenciales víctimas.

2) La pobreza genera delincuentes

Dislate que en primer lugar, es un insulto para la inmensa mayoría de gente pobre que no delinque. Esta idea desprecia la voluntad del ser humano; entiende a la persona como una mera víctima de las circunstancias. Es un lugar muy cómodo para los que desdeñan el valor de la responsabilidad –y su anverso: la libertad–.

También es una manera de dilatar el tratamiento del tema. ¿Cómo piensa combatir la delincuencia?, se le pregunta a un funcionario, y enseguida suelta una catarata de argumentos en pos de más asistencialismo. Eso no cambiará demasiado el amperímetro del delito, pero se habrá sacado el tema de encima. Sin embargo, los asesinatos y las violaciones escapan a análisis clasistas. También es ingenuo y peligroso pensar que un delincuente que viola y despedaza a una mujer lo hace porque de chico sufrió carencias. Y aunque así fuese, ¿qué derecho le otorga aquello? Si todo el que haya sufrido un daño tiene derecho a dañar a otro, la sociedad se desmorona.

Justificar el delito en la pobreza es directamente promocionar la conducta delictiva y sus consecuencias. Máxime teniendo en cuenta que vivimos en un país donde la pobreza, en lugar de dar vergüenza, pareciera enorgullecer. Donde se celebra al pobre como si el hecho de generar menos riqueza fuese una cucarda moral.

3) Los ciudadanos deben “entender” a los delincuentes

Vinculado con el punto anterior, la ciudadanía tiene que sacudirse esa culpa impuesta culturalmente por la pseudo-progresía, que lo lleva a sentir que si tiene una casa, un auto o se va de vacaciones, debe sentirse mal por aquellos que no pueden acceder a dichos bienes. Si usted ganó lo que tiene de manera honrada, mal debe sentirse culpable. Alerto sobre este elemento no por sus consecuencias religiosas, sino porque esa capa de culpabilidad es la que nos lleva a “disculpar” a los delincuentes, o peor aún, a tratar de “entender el delito” en lugar de “castigar el delito”. Nos lleva a pensar que cualquiera de nosotros sería un asesino si las circunstancias así lo prefijaran. De nuevo; se desprecia el valor libertad-responsabilidad, como si el hombre fuese un “juguete del destino”, en palabras de Shakespeare.

4) Hay que repudiar el uso de la fuerza

La fuerza no es algo malo en sí misma. Es falso que debamos optar por tener policías asesinos que disparen a mansalva o bien vivir en el caos del delito generalizado. Tenemos, claro, que controlar el correcto uso de la fuerza, pero no proscribirlo. El Estado moderno posee el monopolio del uso de la fuerza legítima –con excepción de la legítima defensa de los individuos– que los ciudadanos le otorgamos con el objeto de que: a) cuide a las personas y bienes de agresiones de otras personas (seguridad) y b) cuide a las personas y bienes de agresiones extranjeras (defensa). Ahora bien, tenemos que permitir –y fomentar– el verdadero y correcto uso de la fuerza del Estado en aras de cumplir estos dos objetivos, que por caso son los más esenciales de la función estatal y para los que pagamos altísimos impuestos.

El delincuente utiliza fuerza y sólo con fuerza se le puede hacer frente. La violencia sólo se combate con violencia. ¿Cualquier violencia? No, sólo la legítima: la de las fuerzas de seguridad o de los ciudadanos en caso de defensa propia. Ahora bien, una ola de “corrección política” y pacifismo tolstoiano nos han llevado a repudiar cualquier uso de la fuerza como nocivo. El resultado: policías mal avituallados y con poco respaldo para reprimir el delito y una sociedad desarmada por campañas de “concientización”. Por el otro lado, delincuentes bien armados, sabedores de los límites de la fuerza policial y expertos en los vericuetos del sistema judicial.

Conclusión: los delincuentes son dueños de las calles y los ciudadanos viven entre rejas.

5) Antes de combatir la inseguridad hay que cambiar muchas cosas

Esto no es así. Claro que se puede hacer mucho en materia educativa, cultural y económica. Pero mientras tanto las personas no pueden esperar. Hay un listado de futuras víctimas que sólo el destino conoce. Hay que hacer algo urgente. ¿Qué? Pues basta con aplicar la ley con toda la fuerza de su letra. Al mismo tiempo, permitir y defender el uso de la fuerza pública en la represión del delito. Exigir que el Estado cumpla su función más básica y simple.

6) Los ciudadanos no podemos hacer nada

Por último, creo que los ciudadanos tenemos una deuda pendiente respecto al delito, y es la de ponerlo en la agenda política. Ningún candidato o funcionario tiene demasiado incentivo a hacer cosas concretas contra la delincuencia porque los réditos son a largo plazo y no se cosechan de manera precisa. Pues bien, debemos demostrar que -más allá de alguna conmoción circunstancial– la problemática realmente nos importa mucho. Tenemos que exigir que los políticos salgan de su zona de confort y nos expresen medidas concretas contra la inseguridad, que no estén viciadas de las ideas que anteceden. Al mismo tiempo, debemos hacer pagar con costo político los hechos de inseguridad, que son moneda corriente en todos los niveles de gobierno. Así, quizás podamos aspirar a una sociedad un poco más segura.