Discurso devaluado

Alexander Martín Güvenel

A las palabras de un presidente se las debe escuchar con atención por tres razones fundamentales: una, por ser la máxima autoridad política del país; dos, por las implicancias directas e indirectas sobre la vida y los bienes de las personas que lo habitamos; y tres, por los anuncios importantes y la información relevante que brindan para conocer los pormenores de la gestión en temas de política interior y exterior. De estos tres puntos, el último debería ser excluido de cualquier consideración en los discursos de la presidente Cristina Kirchner. Ya no hay en ellos ninguna información certera, fundada, seria y relevante que merezca ser tenida en consideración. La razón formal que propicia su alocución es, la mayoría de las veces, fútil y sirve apenas como marco de lo que pretende vociferar. Mucho menos relevantes son los numerosos mensajes que a través de la red social Twitter utiliza para complementar su particular forma de comunicarse con la sociedad. La mayoría de ellos están formulados en base a chicanas políticas hacia rivales internos y externos. Si a esto le agregamos que no brinda conferencias de prensa y no hace reuniones de gabinete tenemos una muy deficiente información pública a través de la voz de la presidente.

Durante el discurso del pasado martes 30 de setiembre que “decretó”, entre otras cosas, la salida de Juan Carlos Fábrega de la presidencia del Banco Central de la República Argentina –mientras que el argumento oficial del discurso era la creación de la Secretaría de Hábitat- la presidente dejó frases que son difíciles de analizar con seriedad. “La gente quiere comprar autos y no la dejan”, usó para denostar a un sector importante de la industria. No se sonrojó al decir que “no hay un problema económico” en el país. Acusó a los Estados Unidos de propiciar un cataclismo económico. Al sector más dinámico de la economía –el campo- le achacó su ineficiencia. Retomó, reformuló y hasta desmintió la amenaza a la que ella misma había dado entidad en su estadía en Naciones Unidas por parte de militantes del grupo islámico terrorista ISIS (por su amistad con el Papa Francisco y por propiciar la existencia de un Estado palestino y otro israelí en pacífica convivencia, había explicado) pero redobló la apuesta diciendo que si le pasa algo no miren hacia Oriente sino que miren al Norte, en un giro que descolocó a muchos dentro del obsecuente auditorio.

Los tiempos de sus alocuciones también marcan una impronta. El discurso en el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada ante autoridades y dirigentes (y supuestamente dirigido también a todos los argentinos, sean o no afines al kirchnerismo) duró 1:03 hs., mientras que lo que dijo ante la militancia en los balcones aledaños alcanzó el mismo tiempo. Los discursos de la presidente se parecen cada vez más a las consignas de los militantes y no al revés. Pocos años atrás, acusar al gobierno de la principal potencia del mundo de querer destituirla o incluso matarla habría sido un escándalo a nivel nacional e internacional; en esta ocasión no mereció siquiera un comunicado formal del departamento de Estado de los Estados Unidos, que sólo se limitó a transmitir informalmente la falta de seriedad que reviste tamaña acusación y lo inverosímil de la misma. En esta ocasión, su discurso conspirativo incluyó al presidente Bárack Obama, la justicia norteamericana, los bancos argentinos, la Sociedad Rural, los medios de comunicación, y a grupos económicos de diversa índole. Nadie sabe con certeza si la presidente quiere o no forzar una salida anticipada a su mandato, pero sin dudas ya tiene elegidos los culpables.

La salida de Fábrega es sólo un eslabón más en el reemplazo de funcionarios con algo de pericia y capacidad por otros que sólo acatan órdenes. El presidente del BCRA era, más que un moderado, un realista. Sin embargo la presidente ya no sólo rechaza que la verdad sea dicha en público (hace mucho que eso no sucede) sino que tampoco desea que se la digan en privado, y eso era a lo que el amigo de infancia de Néstor Kirchner se negaba a renunciar. Cristina ni siquiera tuvo empacho en criticarlo de manera feroz y desembozada mientras lo tenía sentado en primera fila. Si eliminamos el desenlace mortal que tenían las purgas ordenadas por Joseph Stalin en la Unión Soviética, podemos compararlas en cuanto al objetivo de limpiar o depurar de elementos considerados distorsivos o desviados de la realidad construida. La decisión se toma y las razones se encuentran a posteriori. Aquí, a las sospechas de corrupción o las insinuaciones de traición a la patria no le continúa la muerte o el destierro pero el objetivo es el mismo. En última instancia, Juan Carlos Fábrega es para la presidente una viuda más de un sistema que devora a propios y extraños en la alocada carrera por mantener una verdad que ya no se parece en nada a la que la mayoría de los argentinos tiene ante sus ojos.