Cristina, la soja y vos

Alexander Martín Güvenel

No siendo el ecologismo un movimiento al que suscriba, es importante reconocer sus logros al ayudar a extender la mirada más allá del presente y -más loable aún- al poner en consideración un tiempo posterior al de nuestras propias vidas y la de nuestros sucesores. La mayoría de sus vaticinios y pronósticos tienen que ver con lapsos que exceden largamente la existencia de un ser humano y sin embargo han logrado que muchos les presten especial atención y consideren apropiados sus reclamos. Algunas de sus premisas recomiendan -lo admitan o no- poner en riesgo la calidad de vida actual en pos de garantizar la vida varios miles de años a futuro. En política doméstica, el kirchnerismo es la mirada opuesta.

Cada discurso pronunciado por la presidente deja más en evidencia que así como se le atribuye (erróneamente para la mayoría de los historiadores) a Luis XIV la frase “El Estado soy yo”, mansamente podríamos adjudicarle a Cristina Kirchner la visión de la que la patria es el kirchnerismo. En clara discordancia con gestos y hechos que el matrimonio presidencial ha desarrollado desde que llegó al poder allá por el 2003, la locutora oficial se empeña en presentar a la primera mandataria como “la presidenta de los 40 millones de argentinos”. Bastan sólo un par de palabras en el discurso que prosigue para tirar por tierra el idílico enunciado.

A  medida que se acerca el 10 de diciembre, resulta más preocupante que nos cueste tanto imaginar a Cristina entregando la banda y el bastón a un sucesor que no sea el que ella designe. Si bien las encuestas que se difunden proyectando la dicotomía continuidad vs cambio marcan una predilección social por esto último, el gobierno actúa como si su facción política fuera a quedarse para siempre. Se conducen como si fueran los últimos propietarios del gobierno. Después de ellos, la nada.

El pasado lunes 4 de mayo, al cumplirse 5 años de su elección como primer secretario general de la Unasur, la Presidente decidió colgar un cuadro de su esposo en el Salón de los Patriotas de la Casa Rosada. Lo acompañó por un ejemplar del ex presidente venezolano Hugo Chávez. Homenajeó así a dos figuras contemporáneas, cuyos procesos políticos están en curso y sobre los cuales hay una efervescente discusión en desarrollo, y con corrientes en ambos países que ofrecen democráticamente a la ciudadanía una opción fuertemente opuesta a la que ellos representan. ¿Qué debería hacer con esos cuadros el próximo presidente si fuera electo alguien que no comulga con aquellas ideas?

Casi todos recuerdan cuando en los comienzos de la presidencia de Cristina Kirchner, en pleno conflicto con el campo y en una batalla que se agudizaba con los medios de comunicación independientes, bautizó a la soja como “yuyo maldito”. Ese “yuyo”, símbolo para el gobierno del temido monocultivo pero fomentado, consciente o inconscientemente, por sus propias políticas, podría ser una triste metáfora de esta etapa del kirchnerismo, al actuar ya como un régimen que no aspira a permitir otros “cultivos” y que deja devastada –al menos por un tiempo- la “tierra” donde se “produce”.

No lograron siquiera preservar uno de las pocas medidas de gobierno que goza prácticamente de unanimidad como fue la designación de una Corte Suprema de Justicia independiente y prestigiosa. Los desesperados embates contra el juez Carlos Fayt, el presidente Ricardo Lorenzetti y el cuerpo en su conjunto denotan una ambición por eliminar los límites y controles que las repúblicas tienen pensados para sus gobernantes. Es reconocido off the record por los propios funcionarios del gobierno –y fácilmente concluido por cualquiera que haga un simple análisis situacional- que lo que molesta de la Corte no es que el juez Fayt sea un hombre mayor o que Lorenzetti se haga reelegir antes de la fecha programada, sino que sea un poder indómito a los deseos de la presidente.

Lamentablemente, y pudiendo terminar su gobierno con el reconocimiento de un porcentaje relevante de sus conciudadanos, la Presidente está empeñada en doblegar todas las instituciones que aún desean conservar su independencia. No se conformó con destruir al Indec, con hacer del Banco Central -reforma de la Carta Orgánica mediante- un apéndice del Tesoro Nacional donde todavía algunos funcionarios independientes y de carrera intentan sortear las más burdas y groseras zancadillas, hacer del dinero de los jubilados una caja de financiamiento para lo que el Ejecutivo disponga, transformar la Televisión Pública en un ministerio de propaganda propio de regímenes totalitarios, trocar el Congreso Nacional en una escribanía, y tantas subversiones más a las instituciones de la República. Es desolador comprobar que nuestra principal esperanza de evitar que -emulando a la conocida táctica militar que destruye todo lo que pudiera ser de utilidad al enemigo- conviertan estos cimientos en tierra arrasada, sea el escaso tiempo que tienen ahora para terminar el trabajo.