De Puerta de Hierro a El Calafate

Alexander Martín Güvenel

A la quinta donde se alojó durante su exilio de 13 años en Madrid Juan Domingo Perón la llamó 17 de Octubre. Ubicada en el señorial barrio de Puerta de Hierro, donde el derrocado General planificó su regreso triunfal al país y a la presidencia de la nación, fue símbolo de la resistencia peronista. También fue el lugar desde donde el líder popular siguió influyendo sobre la política nacional a pesar de estar proscripto. Sin un lugar físico impuesto por un exilio forzado y con la posibilidad concreta de poner, al menos en los papeles, un sucesor de su propia fuerza política que le responda, la presidente Cristina Kirchner mueve sus fichas con un único objetivo: seguir dominando la escena política nacional. El café literario con el que su esposo ejemplificaba un retiro que buscaba mostrar que el ejercicio del poder iba a estar en manos de la presidente electa, no es siquiera esbozado en esta ocasión.

Eduardo Duhalde, cuando eligió a su sucesor para las elecciones que trajeron a la vida política nacional lo que hoy conocemos como kirchnerismo, contó con escaso tiempo y recursos de poder (y tal vez voluntad) como para poder asegurar su influencia. Apenas pudo reflexionarlo y ni siquiera fue Néstor Kirchner la primera opción elegida. Fue así que en poco tiempo, y habiendo consolidado su poder luego de asumir con el 22% de los votos, el ex gobernador santacruceño fue despegándose de su “mentor” para construir un camino que tenía mucho más que ver con lo hecho en sus pagos patagónicos. Con la inestimable ayuda de una sociedad amansada por una crisis feroz de la que apenas se estaba recuperando, en los primeros años logró que el poderoso aparato bonaerense, antes fiel al caudillo de Banfield, se rindiera a sus pies con mocasines. Desde el momento en que aceptó el ofrecimiento del entonces presidente Duhalde tenía claro que debería despegarse o transformar rápidamente en propia la estructura política que le había sido otorgada. Ya desde sus tiempos como intendente y gobernador en la fría Patagonia argentina tenía internalizado que sólo se puede ser autónomo en términos políticos cuando se tiene el poder de la billetera y era lo que iba a buscar desde el primer día. Aplicando un maquiavelismo combinado trató de infundir amor en las bases y temor en las cumbres de su partido.

A una semana del cierre de candidaturas para las PASO de agosto comenzó a sonar con fuerza el nombre de Máximo Kirchner para acompañar alguna de las fórmulas del Frente para la Victoria. Hasta ahora el hijo de la presidente había sido medido para distintos cargos electivos, en Santa Cruz y también en Buenos Aires, siempre con magros resultados. Sin embargo, en la vicepresidencia podría “esconderse” bajo el paraguas de quien encabece la fórmula y matizar su influencia electoral negativa. Para esto cuenta con la inestimable colaboración de los dos precandidatos que tiene su espacio, quienes bien saben que contra la voluntad presidencial no pueden obtener nada bueno para ellos y por eso juegan a ver quién es el más servil a Cristina. Esto será así al menos hasta que finalicen las PASO.

La historia argentina ha dado numerosas muestras de lo controvertido que ha sido el cargo de vicepresidente. Hasta ahora son pocos los casos de una convivencia armoniosa o complementación fructífera con quien es el único titular del Poder Ejecutivo Nacional. La figura de Máximo Kirchner allí sería algo distinto: una suerte de interruptor puesto desde el antecesor ante el posible desvío de quien se propuso para sucederlo. La anécdota moral de Timeo de Tauromenio narrada en su Historia de Sicilia coincidiría perfectamente con esta propuesta. Una espada afilada que hizo colgar el tirano Dionisio y que estaba apenas sujetada por un pelo de crin de caballo sobre su cortesano adulador Damocles para ejemplificar el peligro que existe sobre aquellos que ostentan un gran poder.

La apuesta -hecha explícita por varios conspicuos kirchneristas- acerca que sea quien sea el candidato del Frente para la Victoria que gobierne el país a partir del 10 de diciembre (ninguno plantea públicamente la posibilidad de un triunfo opositor) deberá responder al liderazgo de Cristina Kirchner, lleva aparejado un condicionamiento que será difícil de ser salvado para cualquiera de ellos. La imagen del doble comando, blandida durante la primera presidencia de Cristina por la influencia de su esposo sobre ella, sería reemplazada por un monstruo de dos cabezas.

En un año electoral que debería ser aprovechado para continuar con el lento y fallido desarrollo de una cultura democrática y pluralista, el hijo sin votos de una pareja de la que ambos ejercieron la primera magistratura puesto en la línea de sucesión presidencial no es un marco muy estabilizador para una democracia que parece estar siempre pendiente de consolidarse, y mucho menos si se la quiere dotar de institucionalidad y alejarla de los personalismos.