Cristina nos salvó

El camino hacia las elecciones presidenciales del año próximo le presenta al kirchnerismo distintas opciones de ruta. Llevar un candidato que responda a sus más puros lineamientos políticos (un títere sin poder propio como el gobernador entrerriano Sergio Urribarri), optar por el único funcionario del Gobierno que conserva algo de imagen positiva, pero que difícilmente se imponga en la interna del Frente para la Victoria y que, en última instancia, tampoco inspiraría confianza su disposición a sumirse al papel de delegado de Cristina (léase Florencio Randazzo), o ir por un acompañamiento condicionado, negociado y maniatado para el gobernador Daniel Scioli.

Todas estas opciones pueden ir acompañadas, o no, por la candidatura de la propia Presidente para algún cargo electivo. En el primero de los casos, las chances de obtener un resultado favorable son nulas por lo cual arriesgar capital político en un candidato que no superaría los 10 puntos porcentuales no parece una decisión inteligente; la segunda opción permitiría, con una campaña fuerte y mucho dinero puesto a su servicio, que el ministro del Interior y Transporte –previo triunfo en las elecciones PASO- pueda tener una buena performance en la primera vuelta que le permita entrar al ballotage donde se toparía con un mayoritario rechazo a la continuidad de un modelo que socialmente es visto como agotado; y la tercera opción -la más factible- tiene el lógico inconveniente de que todos los corralitos (permítaseme el término enojoso para el inconsciente colectivo) no sean suficientes para que una vez obtenida la primera magistratura se produzca la tantas veces pronosticada ruptura entre sciolismo y kirchnerismo.

Todos estos escenarios tienen su origen en la imposibilidad que tiene Cristina Kirchner de presentarse a una nueva elección presidencial. Retrocediendo en el tiempo, vemos que la razón última de esta imposibilidad reside en que la Presidente no pudo repetir la fenomenal elección que realizó en el 2011 (se impuso con el 54% de los votos) y cayó en el 2013 los veinte puntos porcentuales que le imposibilitaron sumar los legisladores necesarios para ir por una reforma constitucional. Con ésta, no sólo podría haberse habilitado a una re-reelección sino que también podría haber modificado el amplio conjunto de normas de orden constitucional, legislativo y reglamentario que regulan la competencia electoral nacional. ¿Quién asegura, por ejemplo, que junto con la mencionada habilitación para una reelección indefinida, no se podría haber eliminado el mecanismo de segunda vuelta (ballotage) para que la primera minoría pueda alzarse con la presidencia sin necesitar más que un voto por encima de su inmediato perseguidor? ¿Alguien podría aseverar que si hubiera sido necesario para una “Cristina Eterna” volver a una elección indirecta, con modificación distrital incluida, ello no hubiera sido abordado? Con un núcleo duro consolidado en alrededor de 30 puntos, una oposición con muchas dificultades para acordar, y un Gobierno que ha hecho hasta lo imposible por dinamitar el sistema de partidos, esto le hubiera dado grandes chances para el 2015.

Estando a un paso ya de transformar estas líneas en un contra fáctico sin demasiado sentido, el punto importante es que la Presidente ha abortado sus propias posibilidades de eternizarse en el poder por varias razones surgidas de su propia voluntad y convencimiento, entre las que podemos mencionar sus trabas ideológicas, las cuales le impidieron continuar con políticas necesarias para -por ejemplo- evitar la restricción cambiaria; un excesivo voluntarismo, que le hizo desoír voces del propio oficialismo que advertían de groseros errores en materia de política fiscal y monetaria; un enfrentamiento con actores a los cuales había tenido durante largo tiempo a su lado; y una burocracia estatal que sumó militancia al tiempo que restó capacidad y así puso en evidencia a un Estado grande e ineficiente que no pudo cumplir con muchas de las promesas de obra pública y gestión de empresas estatales sobre las cuales había generado altas expectativas, al menos en buena parte de la población. Esta durísima herencia con la cual tendrá que cargar el próximo gobierno (y todos nosotros también por supuesto) es la que le generó al propio kirchnerismo una merma electoral tan contundente.

¿Qué hubiera sucedido si la jefa de Estado optaba por una opción a la boliviana? Evo Morales supo combinar su discurso anticapitalista con un moderado pragmatismo económico. Usó el fenomenal incremento de producción y precio del gas para poner a uno de los países más pobres de la región en la senda de un crecimiento vigoroso que, en palabras del ex ministro de Hidrocarburos Álvaro Ríos, hoy le permite decir que Bolivia “respira gas”. Morales, mediante una interpretación forzada del texto de su Carta Magna y el apoyo de un Tribunal Constitucional dócil a su poder, pudo presentarse en la última elección y sacar un 60% de votos que seguramente le permita reformar nuevamente la Constitución y consolidar así un régimen hegemónico que a esta altura parece no tener freno. Paradójicamente, el crecimiento económico de ese postergado y necesitado país vecino resulta nocivo para la idea republicana de la democracia y la alternancia en el poder, pero seguramente las heridas se verán recién al final del recorrido.

Como quien estuvo al borde de caer en un abismo que finalmente parece haber evitado, deberíamos estar atentos para aprender las lecciones. Los empresarios, que ahora en el coloquio de IDEA, se animan a vociferar sus críticas al modelo on the record tienen la cuota de responsabilidad que les cabe a quienes sabían que el rumbo no era el correcto -o bien que se estaban cometiendo graves errores en materia de política económica- pero optaron, por temor o para no perder prebendas y privilegios, por un acompañamiento que permitió que el gobierno se consolide en sus desaciertos y mentiras.

En un relato que aparece como circular, vale la pena retomar el primer párrafo para sentirse aliviado al observar que el movimiento político que va a gobernar el país por doce años tiene ahora objetivos mucho más modestos, que el “vamos por todo” tuvo que tomar atajos que no tienen la misma capacidad de daño que una nueva presidencia podría haber desatado sobre las instituciones del país y que, aunque cueste decirlo y -aún más- reconocerlo, la recesión económica, la restricción de divisas, la inflación, y una creciente inseguridad, entre otros flagelos, nos “salvaron” de la consolidación de un régimen político hegemónico que hubiera sido aún peor para la salud de la República.

Linchamiento a la razón

Mucho se ha hablado y escrito en estos días sobre los linchamientos, seguidos o no de muerte, que se produjeron en varios lugares del país. Rosario, Río Negro, La Rioja y la Ciudad de Buenos Aires fueron algunos de los hechos registrados que tomaron notoriedad por estos días. Estos lamentables acontecimientos destaparon a su vez una serie de temas subyacentes que podrían haber impulsado un interesante debate público y privado que ciertamente necesita de algunas condiciones, que por ahora no tiene, para que sea edificante.

La discusión en los medios de comunicación mostró la incapacidad o falta de voluntad de los responsables para acercar personas capaces de aportar una mirada cuando menos informada sobre el tema y han optado, por el contrario, por convocar una multitud de interesados y advenedizos inmersos en una lucha por evitar que la situación perjudique sus intereses o posiciones ideológicas tomadas de antemano. Si a esto le sumamos que la mayoría de los actores políticos pusieron por encima de la búsqueda de la solución o la explicación del fenómeno sus propios beneficios y trataron de aparecer ante la opinión pública como los más cercanos a sus necesidades o bien como aquellos domadores bien pensantes necesarios para encausar una moral colectiva desvariada, la comprensión del tema resulta prácticamente una quimera. Justicia por mano propia, miedo generalizado a ser víctima de un delito, desconfianza en la actuación de la policía y la justicia, legítima defensa, discurso político, federalismo (¿a quién le corresponde brindar seguridad?) fueron discusiones que se dispararon a partir de estos acontecimientos hasta formar un combo quizás más virulento e incomprensible que los propios linchamientos.

Previo a la discusión de un fenómeno es importante al menos precisar los términos. El concepto de justicia por mano propia (usado hasta el hartazgo) no tiene ninguna entidad puesto que acarrea una intrínseca contradicción. Es obvio que una sociedad civilizada no puede apostar por la venganza como forma de hacer justicia. Otra cuestión es la legítima defensa ante un hecho del que se es víctima, lo cual está tipificado en nuestro código penal. También vale recordar que es lícito, y deseable siempre y cuando no corra riesgo la propia vida, detener in fraganti a quien comete un delito aunque esto implique aplicar algo de violencia para ello (tal como hicieron de acuerdo a las crónicas disponibles el encargado de edificio, Gerardo Romano y el policía en los hechos producidos en la C.A.B.A.). Bajo esas circunstancias, cualquier ciudadano está amparado para convertirse en un agente estatal con licencia para evitar la comisión de un delito.

Otro de los conceptos que debería tenerse en cuenta tiene que ver con la diferencia que existe entre tratar de entender un fenómeno social y justificar ese fenómeno. En la mayoría de los debates acerca del tema que nos ocupa, los interlocutores no pudieron o no quisieron comprender esto por lo cual se establecieron diálogos absolutamente ilógicos y absurdos. En este mismo sentido, es valioso intentar conocer los mecanismos que pueden llevar a una persona o a un grupo de ellas a comportarse de una manera que no les es habitual. Decir esto no es justificar un delito (como efectivamente es un linchamiento) sino que es tratar de buscar las causas que lo provocan. Por eso, ha sido carente de valor la chicana usada por comunicadores y políticos para acusarse mutuamente de favorecer una (pro linchamientos) u otra (pro delincuentes) postura. Hay que comprender que las reacciones de estos vecinos en los barrios donde se produjeron estos hechos encierran una serie de factores desencadenantes que podríamos resumir en miedo a transitar libremente por las calles sin ser víctimas de algún de delito, bronca por observar la constante repetición de estos acontecimientos y desazón por comprobar que aquellos que cometen los delitos son siempre los mismos y que, o bien la policía no hace nada por detenerlos o bien esa detención implica para quien delinque un mero trámite burocrático que los retiene un par de horas en la comisaría de la zona (tal como pasó con los dos casos porteños.). Hay también allí algunos aspectos que los especialistas de la sociología, la psicología y la psiquiatría pueden aportar para entender qué es lo que sucede con un individuo cuando forma parte de una horda, pero para eso deberíamos estar dispuestos a escucharlos.

Bajo este esquema de confusiones cruzadas, lo menos que se le puede pedir a la máxima autoridad del país es que aporte claridad y sincera mesura. En un contexto de alta conflictividad social, proponer el análisis de la situación bajo una mirada clasista (impropia incluso dentro de la matriz política-ideológica con la cual la presidente siempre se ha identificado) no sirve más que para avivar el desconcierto y el resentimiento mutuo. Si efectivamente esa es la explicación que los gobernantes encuentran para estos hechos de violencia, debemos colegir que los mismos no tienen posibilidad de ser solucionados. No es aceptable tampoco que luego de once años de gobierno, la presidente se haya convertido en analista y comentarista de una realidad en la cual tiene central responsabilidad.

Es evidente que tanto la justicia como los códigos que la regulan requieren una inmediata reforma y para eso es necesario abrir la discusión. Como ejemplo de lo imprescindible que es introducir un cuerpo sensato y estudiado de modificaciones en el código penal y de procedimientos vale apuntar que, en la jerga, los propios delincuentes llaman irónicamente a sus abogados como laboralistas en lugar de reconocerlos como penalistas. Ellos han encontrado y naturalizado en el delito un modo de vida tan habitual que les permite considerarlo una actividad similar a la de cualquier trabajador. En este contexto está claro que el incentivo para delinquir es mucho mayor que el riesgo de un castigo. Habría que entender que aquellos estamentos del Estado que deben ocuparse del fenómeno de la violencia y la inseguridad han caído en un proceso de impotencia que nos sugiere colocar nuestras esperanzas en el freno moral que una persona puede tener para no cometer delitos, lo cual es a todas luces insuficiente.