Las cosas por su nombre: esclavitud infantil

Andrea Estrada

La problemática del trabajo infantil, forma de esclavitud moderna que se origina cuando familias pobres, en general de áreas rurales, entregan sus hijos a familias más pudientes para que ayuden en las tareas domésticas, es similar en varios países del mundo. Esta práctica tiene una fuerte impronta cultural y encierra generalmente la falsa idea de que esa pseudosolidaridad familiar -ya que a veces el canje concierne a familias emparentadas- redundará en una mejor calidad de vida y en la única posibilidad de que estos niños accedan a la educación.

Pero esta no es la única forma de esclavitud moderna, ya que 35,8 millones de personas en el mundo sufren alguna forma de sometimiento, como los casamientos forzados, el tráfico de personas para la explotación sexual, la esclavitud doméstica, la indefensión de los pescadores aislados en el mar o las condiciones infrahumanas en las que trabajan las personas que intervienen en la cadena de producción de muchos de los productos que consumimos a diario, como la ropa, los teléfonos e incluso los alimentos. La cifra consignada más arriba proviene del GSI, sigla en inglés que significa índice global de esclavitud, según el informe realizado por Walk Free, organización creada por el magnate australiano Andrew Forrest con la finalidad de denunciar y evitar la esclavitud en cualquiera de sus formas.

En la página web de esta fundación pueden consultarse los resultados de las encuestas tomadas en 2014 en cuatro países, en las que se les pregunta a los encuestados si estarían dispuestos a pagar más dinero por los productos de cuatro rubros (comida, té y café, indumentaria y accesorios, y electrónicos) si se les garantizara que han sido fabricados sin trabajo esclavo. En el Reino Unido, entre el 52 % y el 58 % de los encuestados aseguran que estarían dispuestos a pagar un 10 % más por los productos libres de trabajo esclavo, en Estados Unidos, entre el 46 % y 48 %, en Brasil, el 78 % y en India, el 54 %. La encuesta indaga además sobre la posibilidad de que los Gobiernos otorguen algún tipo de certificación que alerte a los consumidores sobre el modo en que han sido elaborados los productos y también perfila las implicancias de los resultados obtenidos, aunque personalmente no me parece que las cifras describan las diferencias sustanciales de la problemática que naturalmente tendrían que surgir de países con realidades sociales y económicas tan diferentes.

Por otra parte, se calcula que un cuarto de los 35,8 millones de personas esclavizadas en el mundo son niños, a los que, entre otros muchas formas de abuso, se obliga a intervenir en conflictos armados o se entrega en esta siniestra forma de solidaridad familiar en la que a menudo, con la excusa de que deben realizar tareas domésticas a cambio de educación, son privados de comida y de buen descanso, y son sometidos a actividades que estarían prohibidas para chicos chiquitos, como manipular aceite caliente, cuchillos o limpiar baños, por ejemplo.

Pero hay algo más en todo este aterrador panorama que me resulta curioso y es el modo en que la lengua hace gala de toda su capacidad eufemística para nombrar de diferente modo, según el país, la misma y deplorable práctica de abuso infantil. Así, en Perú los llaman “ahijaditos”; en Paraguay, “criaditos” y en Haití, “restavek”. Esta última palabra es una contracción del francés -lengua oficial de Haití junto con el creol, mezcla de francés, lenguas africanas y vocabulario español- rester avec ‘quedarse con’, exactamente lo contrario del deseo de estos niños, que suelen escaparse de sus familias de acogida en la adolescencia para caer, sobre todo en el caso de las niñas, en la prostitución. Es obvio que como hay una imposibilidad social y moral, un verdadero tabú que impide hablar de “esclavitud”, “abuso”, o “sometimiento” infantil, es necesario enmascarar esta realidad, manipularla para que parezca otra cosa y así mitigar su impacto negativo, de allí que en español se nombre a los niños esclavos como “ahijaditos” o “criaditos”. Bien lejos están estos pobres chicos de ser ahijados o bien criados, lo que se pone de manifiesto en el uso del diminutivo, que antes que expresar cariño -como sería lógico para el caso de cualquier palabra no tabú- redobla el sentido negativo de ambas expresiones. Es el mismo recurso que con magistral talento utiliza Guillermo Saccomanno en la novela Cámara Gesell, que llama “los abusaditos” a los niños que han sido abusados en un jardín de infantes de la ciudad de Villa Gesell.

En la Argentina Gustavo Vera lucha desde la ONG La Alameda contra la trata de personas, el trabajo esclavo, la explotación infantil, el proxenetismo y el narcotráfico. Y defiende los derechos de los niños, como los de Ezequiel Ferreyra, de 6 años, esclavizado, como muchos otros, en la granja La Fernández por la empresa Nuestra Huella, que lo trajo en 2007 junto a su familia desde Misiones con la promesa de un trabajo estable y una casa segura. Pero resulta que el padre de Ezequiel debía juntar miles de huevos por día y, como el tope que le imponía la empresa era imposible de cumplir, toda la familia terminó encerrada en un galpón lleno de excrementos de gallinas y de agroquímicos altamente cancerígenos que habrían provocado la muerte de Ezequiel.

Gustavo Vera es un ejemplo de lucha, y no será un magnate como el australiano Andrew Forrest fundador de Walk Free, pero es nuestro y, además, va directo al grano, sin eufemismos ni para denunciar el trabajo esclavo, ni para donar la mitad de su sueldo de legislador para causas nobles.