¿Todo niño es un hijo?

Carla Carrizo

Se sabe que los niños hacen preguntas filosóficas y que los grandes olvidamos la importancia de las palabras. Es el caso del debate sobre la adopción en la Argentina. Son diversos los abordajes sobre el tema. Perspectivas sociológicas, antropológicas, psicosociales, médicas o legales indagan sobre la compresión de un fenómeno que, desde la perspectiva de los padres, alude a la crianza, entendida como el cuidado amoroso de un niño cuyo vínculo no se funda en la consanguinidad. Y desde el niño, implica que éste sea capaz de adoptar también una familia, una historia y la identidad que la misma presupone. La adopción remite así a conceptos que confluyen en la parentalidad y a los que se derivan del “sobreentendido” concepto de familia porque toca al sujeto más frágil de cualquier sociedad: el niño, su origen y su destino.

No obstante, cuando se reconstruyen los debates sobre la modificación del régimen de adopción, se observa que se han naturalizado (o desnaturalizado) conceptos como “instinto materno” y generado controversias acerca de “la identidad verdadera”. Disputas que no están exentas de condimentos ideológicos, cargados de tradición y atravesados por una supuesta modernidad de nuestras pautas culturales. Sin embargo, una vez más, cabe preguntarnos: ¿la sola progenitura establece una dimensión parental? ¿Son las relaciones parentales sólo sanguíneas?

En el imaginario colectivo y en la legislación campea el implícito de que la adopción no es un hecho “natural”. ¿Acaso porque una madre adoptiva sea menos mujer? ¿Acaso porque la capacidad de fecundación de un hombre sea homologada, y agotada entera, en su virilidad? El mismo implícito olvida que en términos de lo humano, de “natural” hay cada vez menos; y por suerte. Pero sirve para que el Estado pida requisitos especiales para la adopción: buena salud física y mental, ciertas garantías económicas, etcétera. La adopción está así connotada como un hecho peligroso. Adoptante y adoptado deben cumplimentar un “apto” frente al Estado. La decisión de un progenitor/a de dar un niño en adopción, la decisión parental de adoptar un hijo y el niño adoptado son cubiertos por el velo de una opacidad sospechosa y, en épocas no muy lejanas, estigmatizantes.

Por oposición, el Estado, con su bagaje de leyes lacunares, se propone como una entidad ideal. Garante de una prudencia preventiva. Su implícito podría formularse como sigue: ¿es posible seleccionar madres y padres? Mientras, y con olímpica negación, se desconoce la innumerable cantidad de niños recluidos, condenados a la privación de un hogar que los cobije sólo porque algún pariente biológico los visita una vez por año. Desconoce el número de niños indocumentados y no combate el tráfico de menores. Hechos que, pese a los esfuerzos de algunas ONG, naufragan en la desidia política, policial o judicial.

Las sucesivas leyes de adopción y los proyectos que intentan ser superadores pocas veces tienen en cuenta la diversidad de experiencias afectivas en los cuidados de un niño. Lejos de esto, sus postulados son robustos en visiones hegemónicas y poco lugar queda para la dimensión del amor que en los entramados burocráticos queda perdida o se da por supuesta. ¿En qué momento una estructura familiar a la que ingresa un niño recibe un hijo? Esta pregunta debería ser abarcadora no sólo para las familias adoptantes y debería inspirar una política para la niñez, que el Estado no parece capaz de conjeturar porque se le escapa una verdad de Perogrullo: cualquiera sea la forma familiar armada según las posibilidades propias de cada nicho cultural, es el deseo de los padres (progenitores o no) lo que nos ha permitido vivir. En este sentido bien vale la pena hacer nuestra la frase de Lacan: somos todos hijos adoptados.