El ocaso del Estado Benefactor

Edmund S. Phelps, Premio Nobel de Economía en el 2006, ha escrito un artículo importante sobre los fundamentos de la fracasada economía griega. Explica cómo el gasto público excesivo, el endeudamiento, el déficit fiscal, el corporativismo, los contratos colectivos, los reclamos aplastantes de los sindicatos, el sistema de pensiones y la torpe manera de recaudar impuestos, han hundido la economía helena. Pero Phelp va más allá: advierte que Francia, Italia, e incluso Alemania, van por el mismo camino.

A esa lista habría que agregar varios países latinoamericanos. Concretémonos en las tres democracias ejemplares de nuestro vecindario: Uruguay, Chile y Costa Rica. Las tres naciones comparecen en la lista de Transparencia Internacional como las más honradas y respetuosas de la ley. Las tres, sin embargo, presentan claros síntomas de decadencia relativa. No crecen lo suficiente, apenas innovan, los gobiernos gastan más de lo prudente, y sus estudiantes no dan la talla cuando contrastan sus conocimientos con los de casi todas las naciones de la OCDE.

¿Por qué este fracaso relativo? Acaso por razones parecidas a las que lastran a la mayor parte de Europa: la idea de que le corresponde al Estado procurar la felicidad y la seguridad del conjunto de la sociedad, mediante la utilización del gasto público para mantener la clientela política y la intromisión del gobierno en las actividades económicas, directa o indirectamente. Esa “fatal arrogancia” (F. Hayek) de quienes creen tener toda la información para tomar las decisiones correctas, algo que ha demostrado ser manifiestamente falso.

De los tres países, al que peor le va es a Costa Rica. Mientras Chile tiene el PIB per cápita más alto de América Latina con US$23 000 dólares, medido en capacidad de poder adquisitivo (pese a que Michelle Bachelet no está gobernando bien y tiene un bajísimo nivel de apoyo), y Uruguay alcanza los $20 600, Costa Rica apenas llega a $14 900. Está, incluso, por debajo de su vecino Panamá ($20 300), país que hace sólo siete años tenía un PIB inferior al suyo.

La mejor explicación que he leído sobre el estancamiento de Costa Rica remite al momento de la revolución encabezada por José Figueres a fines de los años 40. En ese periodo, los laboristas ingleses, con Clement Attlee como Primer Ministro, nacionalizaban los transportes y los servicios públicos y le daban un peso inusitado a los sindicatos.

Era la época en que Juan Domingo Perón en Argentina instauraba un vasto sistema clientelista inspirado en el fascismo italiano, basado en intercambiar prebendas por apoyo político. Y cuando la CEPAL, liderada por Raúl Prebisch, persuadía a los latinoamericanos de que el camino del desarrollo se encontraba en el nacionalismo económico o proteccionismo, la sustitución de las importaciones y el control férreo de los mercados.

Era predecible que los ticos se equivocaran. En aquellos años, reinaba en economía su majestad Lord Maynard Keynes, y parecía probable lograr el pleno empleo y escapar de los ciclos recesivos manipulando el presupuesto e invirtiendo grandes sumas durante los periodos de contracción, sin darnos cuenta de que esa hipótesis, manejada por políticos corruptos o incompetentes, daba lugar a un malgasto extraordinario de los escasos recursos públicos y a la nefasta inflación, como se encargaron de demostrar el también Premio Nobel de Economía James Buchanan y su Escuela de Opción Pública.

Afortunadamente, Costa Rica, Chile y Uruguay pueden rectificar. Hay notables precedentes. El Reino Unido lo hizo a partir de 1979, cuando Margaret Thatcher le puso fin a la deriva socialdemócrata y le devolvió la vitalidad económica a su país, curso que luego continuó exitosamente el laborista Tony Blair.

También rectificó Suecia, posteriormente, tras la debacle provocada a principios de los noventa por el incosteable Estado Bnefactor sembrado por décadas de gobierno socialdemócrata, que había multiplicado exponencialmente la nómina de los empleados públicos y la tasa de impuestos, disparando la inflación a la estratósfera. El moderado Carl Bildt, tras ganar las elecciones, comenzó una enérgica campaña de reformas que consiguieron cambiar el curso suicida de la economía sueca, pasando del Estado Benefactor al Estado Solidario.

Es hora de que los gobiernos de Chile, Uruguay y Costa Rica -tres admirables democracias, repito- admitan de una vez que el éxito real y permanente de las sociedades sólo se consigue cuando entendemos que el foco central de la creación de riquezas está en el seno de la sociedad civil y de sus emprendedores, y no en la actuación de los gobiernos.

Una vez asumida esa humilde lección, viene la segunda: la principal tarea de los gobiernos no es distribuir la riqueza creada, porque pueden matar a la gallina de los huevos de oro, sino crear las condiciones para que el tejido empresarial sea cada vez más denso, moderno y eficaz. Esto generará más excedentes, un volumen mayor de impuestos, y, en consecuencia, será posible más solidaridad y menos pobreza.

Don Francisco y Mario Kreutzberger

El único D. Francisco en América Latina era el animador de Sábado Gigante, hasta que el cardenal argentino Jorge Bergoglio se acogió a ese nombre para asumir el papado. Ahora hay dos.

Al chileno Mario Kreutzberger todos lo conocen en América Latina como “Don Francisco el de Sábado Gigante”, el programa de televisión que más tiempo ha estado en pantalla en la historia universal de ese ubicuo invento: 53 años. Parece que, finalmente, como todo en esta vida, pronto dejarán de emitirlo.

Hizo bien el señor Kreutzberger en adoptar un nombre artístico sencillo y pegajoso. Con ese apellido paterno no era fácil convertirse en el animador más exitoso de la televisión hispana. No obstante, ese apellido, sepultado por el peso del pseudónimo elegido, quizás explique parcialmente otra faceta esencial de este artista tan admirado: su intensa pulsión filantrópica.

Me explico. Su padre fue un alemán corpulento y laborioso que se salvó por los pelos del Holocausto. Se evadió de un campo de concentración y después de mil peripecias Llegó a Chile sin un céntimo, como tantos judíos que consiguieron escapar de la barbarie nazi.

Al poco tiempo de estar en su nueva patria de adopción, le nació el primer hijo, Mario, al que le inculcaron una doble lealtad: ser un buen chileno y, también, un buen judío, lo que significa, más allá de la liturgia religiosa, cierto grado de responsabilidad social en medio de una comunidad que juzga y aprecia a las personas por lo que son capaces de darle al prójimo.

Según las más solventes encuestas hechas en Estados Unidos –donde todo se mide y cuantifica–, la etnia más generosa, la que más dinero dona, la que más tiempo consagra a ayudar a los demás en trabajos voluntarios, es la judía. ¿Por qué? En primer término, porque la compasión y la solidaridad forman parte de la mejor tradición judía, valores que heredó el mejor cristianismo.

Incluso, si el cristianismo logró arraigar dentro del mundo romano no fue por las abstrusas discusiones teológicas, y ni siquiera por la presunción de que el Mesías había nacido entre ellos, sino porque enterraban a los muertos, curaban a los heridos, consolaban a las viudas, educaban a los niños y protegían a los esclavos y a las mujeres.

El cristianismo se impuso por todo lo que tenía de la ética judía, como le correspondía a una religión nacida en una sinagoga. En sus orígenes (y hasta hoy en cierta medida), era una sociedad de apoyo y socorros mutuos en tiempos muy duros, que consiguió implantarse dentro del perímetro del imperio romano practicando cuanto Jesús indicó en El sermón de la montaña.

Ya había 1500 obispos y el 12% de los habitantes de ese mundo, unos seis millones de habitantes de un total de 50, estaban vinculados al cristianismo cuando Constantino, a principios del siglo IV, con el Edicto de Milán, y luego Teodosio, convirtieron a esa fe en la religión oficial del Imperio y declararon (Teodosio) “demente y malvado” a quien no se subordinara a la autoridad religiosa del Patriarca de Antioquia.

Cuando Mario Kreutzberger se asomó a los hogares de sus compatriotas entrevistando, cantando, riendo y hasta bailando en su largo magazine sabatino, era un joven pobre que sólo podía aportar su talento. En 1978, sin embargo, ya era Don Francisco, había triunfado, y encontró el momento adecuado para lanzar los Teletones y recaudar dinero para crear hospitales dedicados rehabilitar a los niños enfermos.

De entonces a hoy, a lo largo de varias décadas, Mario-Don Francisco y su pequeño ejército de personas solidarias, han recaudado 286 millones de dólares y mantienen en Chile 13 utilísimos hospitales que sirven a los muchachos más desvalidos del país.

Pero no sólo se trata de la ética judeocristiana. La psicología y la sociología nos han enseñado que el reconocimiento social es uno de los mayores incentivos que tienen las personas para actuar en una u otra dirección. Ese mecanismo surge y se afianza en el seno de la familia. Queremos agradar a nuestros padres y maestros y por ello nos comportamos de cierta manera.

Luego ese adiestramiento se extiende para procurar el aprecio de la comunidad en la que vivimos. Queremos su admiración. Es verdad que existen algunas personas que hacen el bien anónimamente, pero son pocas a quienes les basta con la propia y secreta satisfacción de ayudar para explicar sus acciones.

En todo caso, la pregunta no es por qué la etnia judía es la más solidaria, sino por qué, de acuerdo con las mismas mediciones estadounidenses, los hispanos, los afroamericanos y los asiáticos no sienten la misma urgencia de ayudar al prójimo.

Buen tema para abrir un debate sobre la filantropía.

Bachelet, de espaldas al Chile moderno

Chile está dejando de ser la esperanza latinoamericana. Eso es grave para todos, no sólo para los chilenos.

Durante décadas, especialmente desde la llegada de la democracia a ese país en 1989 (aunque la transformación había comenzado en época de la dictadura de Pinochet), resultaba obvio que la libertad, el funcionamiento de las instituciones de derecho, la apertura al mundo, la competencia, el mercado, y la supremacía de la sociedad civil en el terreno económico, habían probado que ése era el camino de la prosperidad para toda América Latina.

En Chile se confirmaba que la democracia liberal era la vía. El país, dentro de ese esquema, se había puesto a la cabeza de América Latina, más de la mitad de la sociedad se inscribía en los niveles sociales medios, y la pobreza había pasado del 46 al 12%. Una verdadera proeza. Continuar leyendo

Chile: ¿para qué imitar a Venezuela cuando se puede emular a Suiza?

La presidente chilena Michelle Bachelet quiere reducir la desigualdad. Me sospecho que se refiere a la desigualdad de resultados, que es la que mide el coeficiente Gini. Pero es posible que en su afán nivelador acabe desplumando a la gallina de los huevos de oro.

Corrado Gini fue un brillante estadístico italiano de principios del siglo XX, fascista en su juventud, quien, fiel a sus orígenes ideológicos, propenso a estabular a las personas en estamentos, dividió a la sociedad en quintiles y midió los niveles de ingresos que percibía cada 20%.

En su fórmula matemática, cero correspondía a una sociedad en la que todos recibían la misma renta, y cien a aquella en la que una persona acaparaba la totalidad de los ingresos. De su índice se colegía que las sociedades más justas eran las que se acercaban a O, y las más injustas, las que se aproximaban a 100.

Como suelen decir los brasileros, Gini tenía razón, pero poca, y la poca que tenía no servía de nada. Chile, de acuerdo con el Banco Mundial, tiene 52.1 de desigualdad (mejor que Brasil, Colombia y Panamá, por cierto), mientras Etiopía, la India y Mali andan por el 33. Es difícil creer que estos tres países son más justos que Chile.

Es verdad que los países escandinavos, los mejor organizados y ricos del planeta, se mueven en una franja entre 20 y 30, pero Kenya exhibe un honroso 29 que sólo demuestra que la poca riqueza que produce está menos mal repartida que la que muestra Sudáfrica con 63.1, uno de los peores guarismos del mundo.

Es una lástima que, pese a su experiencia como jefe de gobierno, la señora Bachelet no haya advertido que su país logró ponerse a la cabeza de América Latina, y consiguió reducir la pobreza de un 45% a un 13%, no repartiendo, sino creando riqueza.

Cuando la señora Bachelet examina a las sociedades escandinavas observa que hay en ellas un alto nivel de riqueza e igualdad junto a una tasa impositiva cercana al 50% del PIB y supone, equivocadamente, que los tres datos se encadenan. Incurre en un non sequitur.

Sencillamente, no es cierto. La riqueza escandinava, como la de cualquier sociedad, se debe a la laboriosidad y la creatividad de todos los trabajadores dentro de las empresas, desde el presidente hasta el señor de la limpieza, pasando por los ejecutivos.

Supongo que ella entiende que donde únicamente se crea riqueza es en actividades que generan beneficio, ahorran, innovan e invierten. Es decir, en las empresas, de cualquier tamaño que sean.

¿Y por qué está mejor repartida la riqueza en Escandinavia que en Chile? 

Los socialistas suelen pensar que es el resultado de la alta tasa impositiva, pero no es verdad. La falacia lógica parte de creer que la consecuencia se deriva de la premisa, cuando no es así. Sucede a la inversa: el alto gasto público es posible (aunque no sea conveniente) porque la sociedad segrega una gran cantidad de excedente.   

Lo que genera la equidad en las sociedades prósperas y abiertas es la calidad de su aparato productivo. Si una sociedad fabrica maquinarias apreciadas, objetos con alto contenido tecnológico, medicinas valiosas y originales, o suministra servicios sofisticados por medio de su tejido empresarial, será recompensada por el mercado y podrá y tendrá que pagarles a los trabajadores un salario sustancial de acuerdo con sus calificaciones para poder reclutarlos y competir.

Si Bachelet desea reducir la pobreza chilena y construir una sociedad más equitativa, no debe generar una atmósfera de lucha de clases y obstaculizar la labor de las empresas, sino todo lo contrario: debe facilitarla.

¿Cómo? Propiciando las inversiones nacionales y extranjeras con un clima económico y legal hospitalario; agilizando y simplificando los trámites burocráticos, incluida la solución de los inevitables conflictos; facilitando la entrada al mercado de los emprendedores; estimulando la investigación; creando infraestructuras (puertos marítimos y aéreos, carreteras, telefonía, electrificación, Internet) que aceleren las transacciones; multiplicando el capital humano y cultivando la estabilidad institucional, la transparencia y la honradez administrativa.

Es verdad que ese tipo de gobierno no gana titulares de periódicos ni el aplauso de la devastadora izquierda revolucionaria, pero logra multiplicar la riqueza, disminuye la pobreza y aumenta el porcentaje de la renta que recibe la clase trabajadora.

Lo dicho: ¿para qué imitar a Venezuela cuando se puede emular a Suiza? Casi nadie sabe quién es el presidente de Suiza, pero hacia ese país se abalanza el dinero cada vez que hay una crisis. Por algo será.

Dónde se vive mejor y peor en América Latina

¿Cuál es el mejor vividero de América Latina? Costa Rica. ¿Cuál es el peor? Cuba. Y hay una gran distancia entre ambos países.

¿Cómo se sabe? Lo afirma, indirectamente, el Índice de Progreso Social del 2014, una sabia entidad sin fines de lucro ni prejuicios ideológicos, dirigida por un puñado de profesionales de primer rango. Se puede googlear fácilmente por medio de Internet. Vale la pena examinarlo.

Los expertos han ponderado 56 factores importantes que miden la calidad de vida de 132 naciones. Estos elementos, a su vez, se inscriben en tres grandes categorías:  Necesidades humanas básicas, Fundamentos del bienestar y Oportunidades.

De acuerdo con el Índice, secamente objetivo, los cinco primeros países de América Latina son Costa Rica, que ocupa el lugar número 25 entre las 132 naciones escrutadas. Uruguay es el segundo y 26 del planeta. Chile aparece en el tercero y 30 del mundo. Panamá es el cuarto y 38 de la lista. Argentina es el quinto y su lugar es el 42.

Los cinco últimos países de Hispanoamérica son: Bolivia el 71, Paraguay 72, Nicaragua 74; Honduras 77; y Cuba, finalmente, el 79. La Isla queda muy mal situada aunque no omiten los manoseados argumentos de la salud y la educación. Forman parte de la ecuación.

Los diez países con mejor índice de progreso social son los sospechosos habituales de siempre y aparecen en este orden: Nueva Zelanda, Suiza, Islandia, Holanda, Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Canadá y Australia.

Estados Unidos comparece en el lugar número 16, Francia en el 20 y España, pese a la crisis, en un honroso 21, algo mejor que Portugal, que se sitúa en el 22.

Obsérvese que no se mide desarrollo económico y científico, ni se contrasta el PIB per cápita de las naciones, sino se calcula el progreso social valorando elementos como la nutrición, los cuidados médicos, el acceso a agua potable y alcantarillados, vivienda, seguridad, educación, acceso a la información y a la comunicación, sustentabilidad, cuidado del ecosistema, derechos individuales, libertades, tolerancia, inclusión, y otros factores que explican por qué hay países de los que emigran en masa las personas y países de los que apenas se despiden los ciudadanos.

No es una casualidad que en Estados Unidos, foco receptor de inmigrantes legales o indocumentados, no existen concentraciones significativas de costarricenses, uruguayos, chilenos o panameños, pero sí las hay de salvadoreños, nicaragüenses, hondureños y cubanos. Huyen del desastre.

El signo de las migraciones (que el Índice no pondera, por cierto), es, a mi juicio, el síntoma más claro de la calidad general de vida de cualquier sociedad. La mayor parte de la gente emigra en busca de oportunidades de mejorar que no encuentran en su propio terruño.

Hay tres consideraciones importantes que se desprenden del repaso del Índice de Progreso Social. La primera, es que en América Latina las naciones que se autodenominan “progresistas”, las del Socialismo del Siglo XXI, son, en general, las que menos progresan. Venezuela es el país número 67 del universo analizado, Ecuador el 50 y, como queda dicho, Nicaragua el 74, y Cuba, en la cola, el 79. Una vergüenza.

La segunda, es que los treinta países que mejor puntuación obtienen son democracias liberales en las que rige la economía de mercado y se disfruta de libertades políticas. Podrán tener una mayor presión fiscal, como sucede en Dinamarca, o menor, como ocurre en Suiza, pero ese factor no altera el dato esencial de que se trata de los países más habitables del planeta.

La última observación es que esta nueva medición reitera, por otra vía, lo que también nos dice el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, o incluso el que mide la “percepción de corrupción” compilado por Transparencia Internacional. Los países menos corruptos son los más prósperos y desarrollados. La lista es aproximadamente la misma.

En realidad: nada nuevo bajo el sol. Pero esta vez todo está organizado de una manera más persuasiva para que lo entienda todo aquel que no esté cegado por el dogmatismo ideológico. Googléenlo y lo comprobarán.

La educación y el cinismo

Los estudiantes universitarios chilenos suelen protestar contra el gobierno de su país. Lo hicieron contra la señora Bachelet, que es de izquierda, y lo hacen contra el señor Piñera, que es de derecha. A veces las protestas son pacíficas y, a veces, como las más recientes, devienen en considerables actos vandálicos cometidos por minorías violentas infiltradas en el movimiento estudiantil.

Los jóvenes chilenos demandan buenas universidades y enseñanza de calidad, pero no quieren pagar por esos servicios. Exigen que otros se los paguen. (Eso siempre es estupendo). Tienen 18 años o más. Son mayores de edad. Pueden votar, elegir y ser electos, ir al ejército, casarse sin autorización de nadie, crear empresas, invertir, engendrar hijos a los que están obligados a cuidar, ir a la cárcel si cometen delitos, consumir alcohol o tabaco, pero suponen que la responsabilidad de pagar por su educación es cosa de otros. Son, o deben ser, adultos responsables en todo, menos en eso.

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