Don Francisco y Mario Kreutzberger

El único D. Francisco en América Latina era el animador de Sábado Gigante, hasta que el cardenal argentino Jorge Bergoglio se acogió a ese nombre para asumir el papado. Ahora hay dos.

Al chileno Mario Kreutzberger todos lo conocen en América Latina como “Don Francisco el de Sábado Gigante”, el programa de televisión que más tiempo ha estado en pantalla en la historia universal de ese ubicuo invento: 53 años. Parece que, finalmente, como todo en esta vida, pronto dejarán de emitirlo.

Hizo bien el señor Kreutzberger en adoptar un nombre artístico sencillo y pegajoso. Con ese apellido paterno no era fácil convertirse en el animador más exitoso de la televisión hispana. No obstante, ese apellido, sepultado por el peso del pseudónimo elegido, quizás explique parcialmente otra faceta esencial de este artista tan admirado: su intensa pulsión filantrópica.

Me explico. Su padre fue un alemán corpulento y laborioso que se salvó por los pelos del Holocausto. Se evadió de un campo de concentración y después de mil peripecias Llegó a Chile sin un céntimo, como tantos judíos que consiguieron escapar de la barbarie nazi.

Al poco tiempo de estar en su nueva patria de adopción, le nació el primer hijo, Mario, al que le inculcaron una doble lealtad: ser un buen chileno y, también, un buen judío, lo que significa, más allá de la liturgia religiosa, cierto grado de responsabilidad social en medio de una comunidad que juzga y aprecia a las personas por lo que son capaces de darle al prójimo.

Según las más solventes encuestas hechas en Estados Unidos –donde todo se mide y cuantifica–, la etnia más generosa, la que más dinero dona, la que más tiempo consagra a ayudar a los demás en trabajos voluntarios, es la judía. ¿Por qué? En primer término, porque la compasión y la solidaridad forman parte de la mejor tradición judía, valores que heredó el mejor cristianismo.

Incluso, si el cristianismo logró arraigar dentro del mundo romano no fue por las abstrusas discusiones teológicas, y ni siquiera por la presunción de que el Mesías había nacido entre ellos, sino porque enterraban a los muertos, curaban a los heridos, consolaban a las viudas, educaban a los niños y protegían a los esclavos y a las mujeres.

El cristianismo se impuso por todo lo que tenía de la ética judía, como le correspondía a una religión nacida en una sinagoga. En sus orígenes (y hasta hoy en cierta medida), era una sociedad de apoyo y socorros mutuos en tiempos muy duros, que consiguió implantarse dentro del perímetro del imperio romano practicando cuanto Jesús indicó en El sermón de la montaña.

Ya había 1500 obispos y el 12% de los habitantes de ese mundo, unos seis millones de habitantes de un total de 50, estaban vinculados al cristianismo cuando Constantino, a principios del siglo IV, con el Edicto de Milán, y luego Teodosio, convirtieron a esa fe en la religión oficial del Imperio y declararon (Teodosio) “demente y malvado” a quien no se subordinara a la autoridad religiosa del Patriarca de Antioquia.

Cuando Mario Kreutzberger se asomó a los hogares de sus compatriotas entrevistando, cantando, riendo y hasta bailando en su largo magazine sabatino, era un joven pobre que sólo podía aportar su talento. En 1978, sin embargo, ya era Don Francisco, había triunfado, y encontró el momento adecuado para lanzar los Teletones y recaudar dinero para crear hospitales dedicados rehabilitar a los niños enfermos.

De entonces a hoy, a lo largo de varias décadas, Mario-Don Francisco y su pequeño ejército de personas solidarias, han recaudado 286 millones de dólares y mantienen en Chile 13 utilísimos hospitales que sirven a los muchachos más desvalidos del país.

Pero no sólo se trata de la ética judeocristiana. La psicología y la sociología nos han enseñado que el reconocimiento social es uno de los mayores incentivos que tienen las personas para actuar en una u otra dirección. Ese mecanismo surge y se afianza en el seno de la familia. Queremos agradar a nuestros padres y maestros y por ello nos comportamos de cierta manera.

Luego ese adiestramiento se extiende para procurar el aprecio de la comunidad en la que vivimos. Queremos su admiración. Es verdad que existen algunas personas que hacen el bien anónimamente, pero son pocas a quienes les basta con la propia y secreta satisfacción de ayudar para explicar sus acciones.

En todo caso, la pregunta no es por qué la etnia judía es la más solidaria, sino por qué, de acuerdo con las mismas mediciones estadounidenses, los hispanos, los afroamericanos y los asiáticos no sienten la misma urgencia de ayudar al prójimo.

Buen tema para abrir un debate sobre la filantropía.

Salvar a los yazidis

Setecientas mil personas, los yazidis, corren el riesgo de ser asesinadas. Los criminales militantes del Estado Islámico –esa entidad sanguinolenta que ha surgido súbitamente en el Medio Oriente—ya ha matado a unos cuantos centenares. No han sido más porque huyeron y se escondieron. Los liquidan  y a veces violan a las mujeres antes de degollarlas.

La persecución se afinca en una horrenda tradición medieval todavía vigente dentro de una buena parte del islamismo árabe: rechazan toda expresión del pluralismo religioso. Los yazidis tienen otro Dios y otras creencias muy antiguas, así que está en marcha su exterminio. No hay más Dios que Alá ni más profeta que Mahoma. Al que crea o diga algo diferente, literalmente, le arrancan la cabeza. Con los cristianos, calificados como nazarenos, tienen la extraña cortesía de crucificarlos antes de matarlos.

Los yazidis son kurdos, pero la inmensa mayoría de sus compatriotas profesan el islamismo y se hacen de la vista gorda cuando los masacran los fanáticos empeñados en revivir el Califato. El Peshmerga, el ejército kurdo, no los quiere. La población los acusa, falsamente, de adorar al demonio. Mientras los kurdos claman por su derecho al autogobierno, le niegan la sal y el agua a los yazidi, una minoría dentro de la minoría.

El presidente Obama ha hecho bien en tratar de amparar a los yazidis. Toda nación seria y compasiva tiene “la responsabilidad de proteger”, como establece el departamento de la ONU dedicado a la prevención del genocidio. Es un derecho nuevo que cristalizó abonado por la sangre copiosa de las víctimas ruandesas  cuando los hutus aniquilaron a un millón de tutsis a mediados de la década de los noventa. Es verdad que Estados Unidos no puede proteger a todo el mundo todo el tiempo, pero sí puede y debe, cuando es factible, impedir estas obscenas carnicerías.

Los yazidis, lógicamente, están tratando de emigrar a donde los acojan. Escapan para salvar sus vidas. Se sienten, supongo, como los judíos alemanes tras las Leyes de Núremberg dictadas por Hitler en 1935. Era cuestión de tiempo que los asesinaran. Tenían que irse, comprar visas hacia cualquier parte, adquirir pasajes a precio de oro. Era obvio que la pesadilla nazi terminaría en el Holocausto.

Bastaba leer los papeles de Hitler para confirmarlo.

Los yazidis saben lo que les espera y están tratando de emigrar a Estados Unidos, Canadá y Europa. Nadie habla de América Latina. ¿Por qué? Si los latinoamericanos fueran, realmente, solidarios y tolerantes, deberían extenderles visas de residencia a muchas familias yazidis.

Al fin y al cabo, casi todos los grupos de inmigrantes asentados en América Latina han sido benéficos para el país que les abrió los brazos. Y no sólo se trata de los españoles y portugueses, parientes cercanos fácilmente asimilables, sino de los japoneses, chinos, libaneses, sirios y judíos que llegaron a América Latina en un número considerable, sin saber el idioma y devotos, además, de dioses y ritos ajenos a la tradición nacional, lo que no impidió que crearan considerables riquezas con su trabajo intenso e innumerables familias mixtas.

¿Es tan difícil que cada país latinoamericano se proponga salvar a unos cuantos millares de familias yazidis? Como los gobiernos no suelen ser buenos samaritanos, quienes tienen que organizar esa labor de rescate son los miembros de la sociedad civil. Désele el visto bueno y pídasele colaboración a las iglesias, a las logias masónicas y a los clubes cívicos, para que contribuyan a salvar a los yazidis, y mostrarán sus mejores instintos.

Los cubanos podemos entender mejor que nadie esta “responsabilidad de proteger” por una razón mala y otra buena.

La mala sucedió en 1939 cuando el gobierno de La Habana rechazó el barco Saint Louis que traía a bordo 936 judíos que habían pagado por sus visas para poder escapar del horror nazi. El gobierno no los dejó desembarcar y debieron regresar a Europa. Pocos meses después estalló la Segunda Guerra y una buena parte de esas personas que los cubanos no quisieron proteger murieron en la cámara de gas. Vergüenza eterna.

La buena ocurrió veinte años más tarde, cuando se instauró un régimen estalinista en Cuba y comenzó un éxodo que no ha cesado hasta hoy. Estados Unidos ha acogido y protegido a casi dos millones de refugiados cubanos. Sumados sus descendientes, la cifra debe andar por los cuatro o cinco. A otra escala, pero generosamente, también lo hicieron la Venezuela democrática prechavista, España y Costa Rica. Fue en esta terrible circunstancia cuando muchos cubanos aprendimos lo que vale una mano amiga cuando se cierran todas las puertas.