Trump, Sanders y el fin del excepcionalismo norteamericano

Será como Godzilla contra King Kong. Lo que hace unos meses parecía imposible, hoy tiene algunas probabilidades de ocurrir: que acaben enfrentándose Donald Trump y Bernie Sanders en una batalla electoral por la Casa Blanca.

Pudiera ser. La composición política de Estados Unidos cada día que pasa se asemeja más a Europa. Donald Trump recuerda a Jean-Marie Le Pen, el político francés cuasifascista fundador del Frente Nacional, partido del que luego resultaría expulsado.

Trump no tiene, como Le Pen, una densa biografía política y militar, sino una larga y fundamentalmente exitosa experiencia como empresario, pero coinciden en la visión nacionalista, el rechazo a los inmigrantes y el culto por la intimidación del adversario. Son, como en los boleros, dos almas gemelas.

Cuentan, además, con las mismas fuentes de admiración. Los partidarios de Trump y de Le Pen forman parte de cierta clase trabajadora de rompe y rasga, poco educada, que disfruta del lenguaje directo y sin filtro, capaz de llamarle pan al pan, y a la vagina o al pene cualquier grosería que se les ocurra.

Bernie Sanders, por otra parte, no es un déspota comunista que llegaría al poder para crear una dictadura. Es otra cosa. No es Stalin ni Fidel Castro. “Que no panda el cúnico”, como decía el Chapulín Colorado. Es una especie de Olaf Palme nacido en Brooklyn. Declara ser un socialista. ¿Qué significa esa palabra en su caso?

Es un redistribucionista, un populista que subirá notablemente los impuestos federales para dedicar los fondos a “obra social”, convencido de que las necesidades de ciertas personas deben ser convertidas en obligaciones de todas las personas, sin advertir que esa traslación de la responsabilidad individual suele crispar y confundir al conjunto de la sociedad.

Es una lástima que Sanders, cuando estudió en la Universidad de Chicago, no hubiera acudido a las clases de Gary Becker, entonces profesor de esa institución. Le dieron el Premio Nobel de economía, entre otras razones, por describir los daños imprevistos que se derivaban de las buenas intenciones del welfare.

¿Cuánto aumentaría Sanders los tributos, si consigue (que lo dudo) vencer la resistencia del Congreso? Combinados con los estatales, más otras cargas fiscales, como explicó Josh Barro en The New York Times, y luego matizó Tim Worstall en Forbes, alcanzaría el 73% de los ingresos. Ese porcentaje desborda la Curva de Laffer y, por lo tanto, recaudará mucho menos de lo previsto.

Será un fracaso y acabará empobreciéndolos a todos, como sucedió en Suecia hasta que en 1992-1994 comenzaron a rectificar el Estado de Bienestar. Algo que describe espléndidamente el economista Mauricio Rojas en The rise and fall of the Swedish model, excomunista chileno que vivió en ese país varias décadas, comprendió que se había equivocado, tuvo la decencia y el valor de rectificar, y llegó a ser parlamentario por el Partido Liberal.

En cualquier caso, la presencia de personas como Trump y Sanders en el panorama político de Estados Unidos liquida totalmente la noción del excepcionalismo norteamericano, suscrita por tantos pensadores e ideólogos persuadidos de que el país tiene una responsabilidad moral que cumplir con la humanidad.

Termina la discutida proposición, un tanto mesiánica, de que Estados Unidos es una nación única, la primera república moderna, diferente a las demás, escogida por Dios para servir de modelo y para defender el republicanismo, la libertad, el individualismo, la igualdad y la democracia, para derrotar paladinamente a fascistas, nazis y comunistas, y hoy, para enfrentarse al islamismo asesino del nuevo califato.

Es una lástima. Lincoln al final de su breve Discurso de Gettysburg afirma que “los americanos tienen la tarea de que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la Tierra”. Es otra versión del excepcionalismo. A Ronald Reagan le gustaba jugar con esas ideas y con la metáfora que sigue: el país es “la luz del mundo, una ciudad asentada sobre un monte que no se puede esconder”. Se lo atribuyen a Jesús en El Sermón de la Montaña.

Nada de eso. Es una nación como todas. Con sus Trump y sus Sanders. Como todas.

Sorpresas, trampas y 7k en Venezuela

Nicolás Maduro advirtió que en las elecciones del 6 de diciembre habrá una sorpresa en Venezuela (Tiene razón, pero no es la que se figura). Esta vez no se lo dijo un pajarito, sino sus laboriosos expertos electorales. Aunque pierda claramente, declarará que volvió a ganar los comicios por un estrecho margen, como sucedió en el 2013. Veremos si puede.

Si logran trampear las elecciones, piensa, el Congreso seguirá siendo suyo o casi suyo. Hay chavistas que aseguran que no existe peligro en conceder el Parlamento por una mayoría simple. Diosdado Cabello, en cambio, no quiere arriesgarse a perder la mayoría y con ella la Presidencia de la Asamblea Nacional. Le parece peligroso tras las acusaciones de narcotráfico que le han hecho. Con el poder no se juega, les repiten los Castro incesantemente.

Menuda sorpresa si ganara Maduro. Si ocurriera en buena lid, demostraría que los venezolanos no pertenecen a la raza humana. Algo muy extraño, porque se parecen muchísimo a los otros bípedos. Comen, beben, bailan, cantan, se enamoran y se pelean como el resto de la gente.

No obstante, según los chavistas, no castigan ni reemplazan a los gobernantes que los han perjudicado al extremo de elevar el porcentaje de pobres del 40% al 78% del censo, mientras millón y medio de almas en pena han decidido emigrar porque ya no tienen esperanzas. Continuar leyendo

Las tres tentaciones del chavismo

A fines de año Venezuela debe celebrar elecciones legislativas. El país experimenta el mayor desastre de América Latina y el gobierno debe perder los comicios de forma abrumadora si fueran realmente libres y transparentes.

Lo ha revelado la cuidadosa encuesta de DatinCorp. El 74% de los venezolanos opina que la situación es mala o pésima. El 45% se siente cerca de la oposición y sólo el 22 respalda al gobierno.

La mitad del país, el 49%, quiere emigrar. La mayor parte son jóvenes y adultos educados. Se afirma que sólo en España ya han entrado 350 000 venezolanos, muchos de ellos hijos y nietos de españoles o de otras nacionalidades europeas que les han otorgado pasaportes de la UE. Son tantos, que El Venezolano, una popular publicación de los exiliados, va a inaugurar un canal de televisión en Madrid.

Tenía que ocurrir. Es el resultado de una mezcla de catástrofes: el desabastecimiento creciente, la inflación (la mayor del planeta), el 18% de desempleo, la destrucción de miles de empresas, la inseguridad ciudadana que ya se ha cobrado más de 200 000 vidas, la corrupción rampante, las nauseabundas noticias de los narcogenerales y del Cártel de los Soles, la penosa imagen de Nicolás Maduro como un tonto de baba, la certeza terrible de que, con ese gobierno, mañana siempre será peor que hoy, y la resistencia patriótica de figuras como Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado, tres de los líderes más prestigiosos de la oposición.

¿Cuál será la estrategia del chavismo para sortear esta tremenda crisis?

La primera tentación, la que le pide el cuerpo, será negar la evidencia, declarar que se trata de una fabricación de los escuálidos y de la CIA, celebrar unas fraudulentas elecciones, proclamar descaradamente la victoria, y continuar saqueando impunemente al país bajo la dirección de “los cubanos”, mientras aprietan cada vez más las tuercas totalitarias y se acentúa el desastre.

La segunda tentación es acercarse discretamente a la oposición, asegurarle que se respetarán los resultados electorales, y plantearle una salida pactada del gobierno a cambio de un referéndum que apruebe una amnistía contra todos los delitos de origen político cometidos durante el largo periodo chavista.

La vaga fórmula “origen político” engloba la inmensa corrupción, el narcotráfico, los crímenes de Estado y las supuestas conspiraciones que mantienen en la cárcel a un centenar de opositores. Se cambiaría democracia por impunidad, como se ha hecho en otros países de América Latina.

La tercera tentación es la más tortuosa: retomar por la fuerza el Esequibo, una región limítrofe de 160 000 kilómetros cuadrados, territorio reclamado desde el siglo XIX, perteneciente a la Capitanía General de Venezuela en tiempos de España, y del que se apoderaron los ingleses cuando le compraron a Holanda la colonia llamada Guayana.

Los chavistas saben que la causa del Esequibo es muy popular en toda la población, chavistas y antichavistas, especialmente ahora que Exxon-Mobil ha encontrado una notable cantidad de petróleo en la zona marítima que le corresponde al Esequibo.

Tampoco ignoran que Guyana carece de ejército (las Fuerzas de Defensa de ese país no tienen tanques, aviones ni barcos de guerra), y Caracas puede armar fácilmente una red diplomática de apoyo, no sólo con el respaldo de Ecuador, Bolivia, Cuba y Nicaragua, sino con Argentina a la cabeza, que vengará en Guyana los agravios ingleses sufridos en las Malvinas.

El cálculo es que una operación militar para “recuperar” el Esequibo duraría una semana y despertaría el fervor nacionalista de los venezolanos, revitalizaría la maltrecha figura de Maduro, le devolvería el prestigio a las desacreditadas fuerzas armadas y crearía una atmósfera de “periodo de guerra” en la que se justificarían las carencias y el desastre económico. Todo sería ganancia. En esas circunstancias, Maduro convocaría a elecciones en unas condiciones favorables.

Los chavistas saben que el general argentino Leopoldo Galtieri nunca fue más popular que cuando se apoderó de las Malvinas en 1982. También saben que su prestigio cayó en picado cuando los ingleses las recuperaron, pero es posible que China y Rusia avalen las operaciones militares chavistas como forma de neutralizar a otros factores internacionales.

¿Cuál de las tentaciones acabará imponiéndose? Los chavistas las están sopesando. No se ponen de acuerdo.