Elogio de la incertidumbre

Es muy doloroso contemplar las imágenes. Como tantas veces se ha dicho, nuestro pasado comenzó en Ur, la ciudad sumeria, unos cinco mil años antes de Cristo. Hay una línea cultural continua entre aquel remoto poblado mesopotámico y New York, París o Montevideo.

La nueva yihad desatada por ISIS también nos afecta. El califato que ha surgido a sangre y fuego entre Irak y Siria, además de decapitar enemigos, destripar chiíes, yazidis y cristianos, y violar y esclavizar mujeres y niños, se dedica a destruir los restos del espléndido pasado pagano que aún quedaba en pie.

Muchos de estos islamistas depredadores son jóvenes criados en Occidente. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene pulverizar a martillazos un milenario y hermoso hombre-toro alado, un majestuoso Lamasu asirio, perteneciente a una religión que ya nadie recuerda porque se perdieron sus rastros en el pasado?

La culpa es de la certeza. El fanatismo violento de los yihadistas surge de la convicción absoluta de que ellos saben cuál es el Dios verdadero y no tienen la menor duda de que cumplen al pie de la letra las órdenes que les transmite su libro sagrado, el Corán.

Si vamos a creer a la Biblia, cuando Moisés desciende del Sinaí con los diez mandamientos que le ha entregado Yahvé, sabe que el quinto de esos preceptos es “no matarás”, pero la cólera que le provoca ver a los israelitas adorando a un becerro de oro, fundido por su hermano Aaron, lo lleva a ordenar la ejecución de tres mil personas. Moisés tenía la certeza de que ésa, aunque contradictoria, era la voluntad de Dios.

Constantino, que en el 313 impuso en Milán el Edicto de la Tolerancia, en el 354 rectificó cobardemente y ordenó la destrucción de cientos de bibliotecas y templos paganos. Las rocas calcinadas dieron origen a fábricas de cal. Cinco años más tarde, los cristianos en Siria, entonces un rincón ilustre del mundillo helénico, se adelantan 1700 años a los nazis y organizan los primeros campos de exterminio para paganos y judíos en la ciudad de Skythopolis.

Desde entonces, y por los siglos de los siglos, los judíos fueron el objeto de todas las persecuciones. Papa tras papa, comarca tras comarca, los persiguieron, machacaron y expulsaron. Lo hicieron los alemanes, ingleses, italianos, polacos, rusos, españoles, portugueses, cristianos y mahometanos. Lo hizo todo el que podía, generalmente en nombre de algún Dios verdadero.

Sin duda, matar enemigos del Dios verdadero ha sido un deporte universal muy practicado. El papa Inocente III, en la Edad Media, desató el genocidio de los herejes albigenses o cátaros. Decenas de millares fueron ejecutados. Cuando le advirtieron que estaban asesinando a justos y a pecadores, respondió que no importaba. Dios se ocuparía de mandar unos al cielo y otros al infierno.  Era sólo el preámbulo para las terribles guerras de religión que asolaron la Europa del Renacimiento y la Reforma liquidando, literalmente, a millones de personas.

Simultáneamente, en América, mientras creaban ciudades y universidades, los frailes y los conquistadores asesinaban indígenas, quemaban códices y destruían templos, o los convertían en iglesias, con el afán de destruir para siempre cualquier vestigio de unas creencias paganas que a ellos se les antojaban como propias del demonio porque incluían los sacrificios humanos.

¿Lo menos peligroso, pues, es ser ateo? Tampoco. Ser ateo puede derivar en otras formas de atropello similares a las practicadas por los creyentes. Al fin y al cabo, afirmar que Dios no existe entraña una certeza tan temeraria como la de quienes opinan lo contrario. Los marxistas-leninistas, convencidos de que “la religión es el opio del pueblo” –frase de Karl Marx—, han perseguido a los cristianos en Rusia y Europa, mientras los chinos y los camboyanos han agregado a los budistas a su lista de víctimas.

En los Estados ateos, miles de templos han sido destruidos o confiscados y dedicados a otros menesteres. Enver Hoxa en Albania convirtió la negación de la existencia de Dios en un dogma nacional, y hasta creó un Museo del Ateísmo por el que desfilaban los estudiantes para aprender a odiar a los creyentes, ya fueran mahometanos (la mayor parte) o cristianos. Las mezquitas e iglesias se convirtieron en recintos laicos.

En Cuba, más de 200 escuelas católicas y protestantes fueron expropiadas y decenas de sacerdotes tuvieron que exiliarse. Para agregar sal a la herida, el centro de detención más despiadado y siniestro de la policía política comunista es “Villa Marista”, una antigua escuela católica. Como me dijo un exprisionero que había perdido en esa cárcel los dientes, el cabello y la fe religiosa: “ahí antes te salvaban el alma; ahora te la parten”.

Admitámoslo: sólo la incertidumbre nos hace flexibles y aceptantes. Quien no duda es un ser muy peligroso. Puede matar sin que le tiemble el pulso. Como los yihadistas.

Amenaza islamista contra el Papa Francisco

Los islamistas radicales quieren matar al papa Francisco. Lo advirtió el diario italiano Il Tempo. No me extraña. El enemigo permanente de estos anacrónicos personajes es el cristianismo, no los judíos. Los judíos no hacen proselitismo. No quieren convencer a nadie de nada. Sólo puede pertenecer a ese pueblo el que nace de madre judía. La conversión es posible, pero complicadísima. Los judíos ocupan un pequeño territorio que alguna vez estuvo islamizado y debe ser recuperado para la fe de Mahoma, porque así lo prescribe el Corán, pero nada más.

Para los salafistas la bestia negra que hay que extirpar es el cristianismo y Francisco es su principal cabeza. Por eso quieren arrancársela de cuajo. Abu Bakr al-Baghdadi, el Califa del Estado Islámico, ya ha dicho que se propone conquistar Roma. Es un doctor en estudios coránicos. Eso lo hace más peligroso y delirante. Arrastra hasta nuestro días una visión histórica fijada en los siglos medievales –del VII al XI—en que hubo una civilización islámica hegemónica que contribuyó a definir a Europa como “la cristiandad”.

Europa fue otra cosa a partir del acoso musulmán. Se produjo una reacción especular. Acabaron pareciéndose al enemigo. Hasta la conquista de España por los árabes en el 711, la Península se percibía como un reino godo que continuaba la tradición romana. Pero “los moros” combatían en medio de algarabías, ensoñaciones mágicas y promesas de paraísos repletos de virginales hurís, asegurando que “Alá es el único Dios y Mahoma su profeta”. Era la yihad. La guerra santa. Peleaban por designio de Alá, según les aseguraba Mahoma en el Corán.

Los hispanogodos, por la otra punta del conflicto, aprendieron la lección y entonaron con emoción el lema de “Santiago y cierra (ataca) España”. Santiago fue uno de los apóstoles de Jesús. Supuestamente, estuvo en España. Cuenta la leyenda cristiana que en el siglo IX se apareció en la Batalla de Clavijo sobre un imponente caballo blanco, blandiendo una refulgente espada de plata con la que degolló 70 000 sarracenos, sangrienta escabechina que le ganó, justamente, el sobrenombre de “Matamoros”.

Afortunadamente, el tiempo, la Ciencia y, sobre todo, las ideas racionales de la Ilustración, lentamente fueron podando a Europa del fanatismo y fortalecieron los valores de la libertad, la democracia, la tolerancia, el laicismo, la libertad de culto, la igualdad ante la ley y el respeto por el otro que ya se anunciaba en los mejores aspectos del judeocristianismo.

En el mundo islámico no ocurrió nada similar. Siguen apegados a la historia de Mahoma y a su confuso siglo VII. Se mantiene intacto el odio a quien profesa una religión diferente y no se somete o convierte a la fe islámica. Hoy el Estado Islámico persigue a los yazidis en Irak. Las huestes de Al Qaeda matan cristianos en Siria cada vez que pueden. La Hermandad Musulmana aniquiló a cientos de coptos en Egipto. Chiíes y suníes, mientras se enfrentan entre ellos, detestan y esporádicamente les hacen la guerra a los libaneses maronitas. Y en Nigeria las matanzas de cristianos están a la orden del día. Hace poco, incluso, debí firmar, junto a otros millares de personas indignadas, una carta dirigida al gobierno de Sudán para que no ejecutara a una señora embarazada que se había convertido al cristianismo.

Me temo que el problema no se limita a la barbarie de un pequeño grupo de extremistas. El asunto es más grave. Según el Informe 2000 sobre libertad religiosa en el mundo, en 23 países islámicos se atropella, persigue y, a veces, extermina cruelmente a las minorías cristianas. Los gobiernos y los líderes religiosos interpretan al pie de la letra las feroces instrucciones del Corán contra los infieles y en nombre de su fe les hacen un daño terrible a los cristianos.

No hay nada incorrecto en que el mundo árabe quiera volver a situarse a la cabeza del planeta. Eso es comprensible. Los chinos, que también tuvieron un pasado glorioso, quieren retomar esa posición cimera. Pero los chinos no han adoptado el camino de destruir a la civilización occidental, sino la imitan con la intención de llegar a superarla. Los chinos miran al futuro. Los árabes, en cambio, no consiguen superar el pasado. Eso es muy peligroso.