Bachelet, de espaldas al Chile moderno

Chile está dejando de ser la esperanza latinoamericana. Eso es grave para todos, no sólo para los chilenos.

Durante décadas, especialmente desde la llegada de la democracia a ese país en 1989 (aunque la transformación había comenzado en época de la dictadura de Pinochet), resultaba obvio que la libertad, el funcionamiento de las instituciones de derecho, la apertura al mundo, la competencia, el mercado, y la supremacía de la sociedad civil en el terreno económico, habían probado que ése era el camino de la prosperidad para toda América Latina.

En Chile se confirmaba que la democracia liberal era la vía. El país, dentro de ese esquema, se había puesto a la cabeza de América Latina, más de la mitad de la sociedad se inscribía en los niveles sociales medios, y la pobreza había pasado del 46 al 12%. Una verdadera proeza. Continuar leyendo

El gran debate

Hace exactamente 70 años el economista austriaco Friedrich Hayek publicó Camino de servidumbre. El libro, best seller en su tiempo, conserva (casi) toda su vigencia en esta América Latina nuestra que no aprende de sus errores ni olvida sus peores comportamientos. Tres décadas después de publicar su obra más conocida, la academia sueca le otorgó el Premio Nobel de Economía en 1974.

¿Qué dijo Hayek en su famoso libro? Algo muy importante: que la planificación centralizada por el Estado va en contra de las libertades y del progreso. Nos empobrece espiritual y materialmente.

¿Por qué? En esencia, aunque no lo explicó Hayek de esa manera, porque la libertad es el ejercicio pleno de la facultad que tenemos de tomar decisiones y construir con ellas nuestras vidas de acuerdo con nuestros valores, intereses y querencias.

Cuando el Estado decide por nosotros lo que supuestamente nos conviene, además de empobrecernos, nos genera un profundo malestar. Ese tipo de Estado deja de ser un conjunto de instituciones a nuestro servicio y bajo nuestras órdenes, y pasa a convertirse en nuestro amo y señor. Nos somete a la más vil servidumbre.

Sucedió en Cuba, como ha ocurrido siempre en los Estados totalitarios, cuando el gobierno estableció los libros que debíamos leer y los que debían ser destruidos. Cuando unos revolucionarios iluminados decidieron las verdades que ya habían sido establecidas y hasta el modo en que nos debíamos ganar la vida.

Incluso, escogieron las personas a las que debíamos querer o detestar, como ocurrió cuando se dio la orden de interrumpir los lazos con los “gusanos” que habían abandonado el país y se rompieron parejas, y padres, hijos y hermanos dejaron de hablarse. O cuando se persiguió a los homosexuales porque el Estado, cruelmente, había hecho metástasis a la zona afectiva y había decidido controlar las emociones de las personas para hacerlas felices y obligatoriamente “normales” mediante la reeducación que se lograba maltratándolas en los campos de caña.

Al margen de lo que Hayek escribió en Camino de servidumbre, hay un elemento esencial que mantiene la vigencia de la obra siete décadas después de haberse publicado. Del texto se desprende el rol que debe desempeñar el Estado en su relación con la sociedad, y, sobre todo, el que no debe jugar porque todos acabamos perjudicados.

No es verdad que el Estado, una entelequia manejada por personas, como todas, que tienen sus intereses, preferencias y clientelas políticas, es capaz de definir el “bien común” y actuar eficientemente y con sentido de la justicia. Lo demostró otro Premio Nobel de economía de la misma cuerda de Hayek, James M. Buchanan, con sus estudios sobre la “elección pública”.

No es verdad que el Estado debe elegir “ganadores” y “perdedores” o asumir la función de repartidor de bienes para igualar los resultados del trabajo. Suele hacerlo mal, distorsiona y reduce el proceso de creación de riquezas y demoniza los logros económicos como si fueran actos vergonzosos.

Entre las decisiones sesgadas de los funcionarios convertidos en comisarios, supuestamente transformados en píos agentes de una improbable justicia social, y el mercado, conformado por las decisiones libres de millones de personas, el mejor resultado, el que suele conducir al desarrollo y eleva el nivel de vida de toda la sociedad, es el que se deriva del mercado que es, sin duda, una expresión de la libertad.

Al principio de esta nota subrayé que Camino de servidumbre conserva casi toda su vigencia. ¿En qué falla? Tal vez en suponer que el socialismo conduce inevitablemente al totalitarismo. No siempre es cierto. Los socialistas inteligentes aprenden de la experiencia y pueden rectificar.

Lo hicieron los suecos ante la crisis económica de los años noventa provocada por los excesos del Estado de Bienestar. Termino con un párrafo de Mauricio Rojas, un chileno del socialismo carnívoro que llegó a Suecia exiliado tras el golpe de Pinochet. Allí adquirió un doctorado en economía, evolucionó intelectual y emocionalmente, y llegó a ser miembro del parlamento sueco representando al partido de los liberales.

Dice Rojas, hoy de regreso en Chile, muy preocupado por las medidas que está tomando la señora Bachelet:

“Sería muy lamentable emprender un camino, el del gran Estado-patrón, que otros han tenido que desandar. Se puede construir un Estado del bienestar distinto, que una la fuerza creativa de la competencia, la diversidad y el capitalismo con un profundo compromiso solidario, pero para ello no hay que dejarse llevar por las consignas de quienes creen tener la razón por el simple hecho de gritar más alto”.

Chile: ¿para qué imitar a Venezuela cuando se puede emular a Suiza?

La presidente chilena Michelle Bachelet quiere reducir la desigualdad. Me sospecho que se refiere a la desigualdad de resultados, que es la que mide el coeficiente Gini. Pero es posible que en su afán nivelador acabe desplumando a la gallina de los huevos de oro.

Corrado Gini fue un brillante estadístico italiano de principios del siglo XX, fascista en su juventud, quien, fiel a sus orígenes ideológicos, propenso a estabular a las personas en estamentos, dividió a la sociedad en quintiles y midió los niveles de ingresos que percibía cada 20%.

En su fórmula matemática, cero correspondía a una sociedad en la que todos recibían la misma renta, y cien a aquella en la que una persona acaparaba la totalidad de los ingresos. De su índice se colegía que las sociedades más justas eran las que se acercaban a O, y las más injustas, las que se aproximaban a 100.

Como suelen decir los brasileros, Gini tenía razón, pero poca, y la poca que tenía no servía de nada. Chile, de acuerdo con el Banco Mundial, tiene 52.1 de desigualdad (mejor que Brasil, Colombia y Panamá, por cierto), mientras Etiopía, la India y Mali andan por el 33. Es difícil creer que estos tres países son más justos que Chile.

Es verdad que los países escandinavos, los mejor organizados y ricos del planeta, se mueven en una franja entre 20 y 30, pero Kenya exhibe un honroso 29 que sólo demuestra que la poca riqueza que produce está menos mal repartida que la que muestra Sudáfrica con 63.1, uno de los peores guarismos del mundo.

Es una lástima que, pese a su experiencia como jefe de gobierno, la señora Bachelet no haya advertido que su país logró ponerse a la cabeza de América Latina, y consiguió reducir la pobreza de un 45% a un 13%, no repartiendo, sino creando riqueza.

Cuando la señora Bachelet examina a las sociedades escandinavas observa que hay en ellas un alto nivel de riqueza e igualdad junto a una tasa impositiva cercana al 50% del PIB y supone, equivocadamente, que los tres datos se encadenan. Incurre en un non sequitur.

Sencillamente, no es cierto. La riqueza escandinava, como la de cualquier sociedad, se debe a la laboriosidad y la creatividad de todos los trabajadores dentro de las empresas, desde el presidente hasta el señor de la limpieza, pasando por los ejecutivos.

Supongo que ella entiende que donde únicamente se crea riqueza es en actividades que generan beneficio, ahorran, innovan e invierten. Es decir, en las empresas, de cualquier tamaño que sean.

¿Y por qué está mejor repartida la riqueza en Escandinavia que en Chile? 

Los socialistas suelen pensar que es el resultado de la alta tasa impositiva, pero no es verdad. La falacia lógica parte de creer que la consecuencia se deriva de la premisa, cuando no es así. Sucede a la inversa: el alto gasto público es posible (aunque no sea conveniente) porque la sociedad segrega una gran cantidad de excedente.   

Lo que genera la equidad en las sociedades prósperas y abiertas es la calidad de su aparato productivo. Si una sociedad fabrica maquinarias apreciadas, objetos con alto contenido tecnológico, medicinas valiosas y originales, o suministra servicios sofisticados por medio de su tejido empresarial, será recompensada por el mercado y podrá y tendrá que pagarles a los trabajadores un salario sustancial de acuerdo con sus calificaciones para poder reclutarlos y competir.

Si Bachelet desea reducir la pobreza chilena y construir una sociedad más equitativa, no debe generar una atmósfera de lucha de clases y obstaculizar la labor de las empresas, sino todo lo contrario: debe facilitarla.

¿Cómo? Propiciando las inversiones nacionales y extranjeras con un clima económico y legal hospitalario; agilizando y simplificando los trámites burocráticos, incluida la solución de los inevitables conflictos; facilitando la entrada al mercado de los emprendedores; estimulando la investigación; creando infraestructuras (puertos marítimos y aéreos, carreteras, telefonía, electrificación, Internet) que aceleren las transacciones; multiplicando el capital humano y cultivando la estabilidad institucional, la transparencia y la honradez administrativa.

Es verdad que ese tipo de gobierno no gana titulares de periódicos ni el aplauso de la devastadora izquierda revolucionaria, pero logra multiplicar la riqueza, disminuye la pobreza y aumenta el porcentaje de la renta que recibe la clase trabajadora.

Lo dicho: ¿para qué imitar a Venezuela cuando se puede emular a Suiza? Casi nadie sabe quién es el presidente de Suiza, pero hacia ese país se abalanza el dinero cada vez que hay una crisis. Por algo será.

La educación y el cinismo

Los estudiantes universitarios chilenos suelen protestar contra el gobierno de su país. Lo hicieron contra la señora Bachelet, que es de izquierda, y lo hacen contra el señor Piñera, que es de derecha. A veces las protestas son pacíficas y, a veces, como las más recientes, devienen en considerables actos vandálicos cometidos por minorías violentas infiltradas en el movimiento estudiantil.

Los jóvenes chilenos demandan buenas universidades y enseñanza de calidad, pero no quieren pagar por esos servicios. Exigen que otros se los paguen. (Eso siempre es estupendo). Tienen 18 años o más. Son mayores de edad. Pueden votar, elegir y ser electos, ir al ejército, casarse sin autorización de nadie, crear empresas, invertir, engendrar hijos a los que están obligados a cuidar, ir a la cárcel si cometen delitos, consumir alcohol o tabaco, pero suponen que la responsabilidad de pagar por su educación es cosa de otros. Son, o deben ser, adultos responsables en todo, menos en eso.

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