Es la cultura, querido César, pero no exactamente la religión

El gran tema a debate en América Latina sigue siendo por qué a las personas de cultura ibérica –incluyo a los brasileños—les va relativamente mal cuando se contrasta su nivel y calidad de vida con los de sus vecinos angloparlantes del Norte.

Mi admirado amigo César Vidal –sabio y prolífico como pocos—le atribuye una parte sustancial del desarrollo de los países más prósperos del planeta a la Reforma protestante (“Es la cultura, querido Carlos Alberto”). Afirma, y debe ser cierto que a fines del siglo XX el 90% de los Premios Nobel son protestantes o judíos.

Coincido con César en que el secreto de la desigualdad en la intensidad del desarrollo radica en la cultura, pero, aunque la religión forma parte de ella, sospecho que las diferencias en el desempeño económico y social de las naciones van por otros rumbos, aunque admito que el apego a la verdad, la condena del hurto y ciertos hábitos de moderación que predican los protestantes, tienen una clara relación con el éxito económico.

Esto lo confirmé en Guatemala con los indígenas cachikeles de la mano del antropólogo Estuardo Zapeta. La mitad de la etnia se había convertido al protestantismo en una de sus variantes evangélicas, lo que entrañaba la renuncia al alcohol y mejores comportamientos laborales. En números grandes, les iba mucho mejor que a quienes habían permanecido dentro del catolicismo.

De alguna manera, César se acoge a la hipótesis de Max Weber, publicada en 1905 en La ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo. Sus ideas –las de César—las pueden leer en la página web del Interamerican Institute for Democracy. Las de Weber se basan, fundamental, aunque no únicamente, en el examen del calvinismo y su culto por el ascetismo, la austeridad y la búsqueda del enriquecimiento como una señal de salvación.

Sin embargo, como sabemos, lo que llamamos protestantismo tiene un origen teológico: el pleito contra el papa León X por la venta de indulgencias encaminadas a reducir o eliminar los años de purgatorio.

El papa, un Médici refinado, quería edificar la Basílica de San Pedro y le hacía falta una gran cantidad de dinero, así que puso a la venta la posibilidad de acelerar la llegada al ansiado cielo y organizó una especie de campaña de marketing despachando a sus mejores prelados para que manejaran el negocio.

Martín Lutero, disgustado por la ridícula estafa (que no era nueva en la Iglesia), muy dentro de la tradición escolástica hizo publicar sus 95 tesis para “disputar” la práctica papal y, sobre todo, para poner en duda el control del no tan Santo Padre sobre el purgatorio, ese estadio (hoy desaparecido en el catolicismo) en el que las almas eran castigadas por los pecados cometidos en vida antes de ingresar en el cielo. La tesis 82, por ejemplo, plantea una pregunta lógica: si el papa tiene ese dominio sobre el purgatorio, ¿por qué no lo vacía de una vez?

Prácticamente todas las querellas entre Roma y el protestantismo están montadas sobre bases teológicas. La virginidad de María, la predestinación frente el libre albedrío, el número de los sacramentos, la autoridad de la Biblia, las relaciones entre los creyentes y Dios, el papel de los santos, del bautismo o de la Trinidad.

Todo remite a opiniones sobre creencias religiosas, incluido el muy importante asunto del celibato de los clérigos. Casi nadie dentro del protestantismo plantea que el catolicismo conduce a la pobreza o al atraso. Lo ven como una desviación de la prédica de Cristo.

Es verdad que una parte de la Europa dominada por la Contrarreforma española que permaneció fiel al papa fue retrasándose con relación al norte angloalemán, pero ¿quién puede negar el empuje del sur de Alemania, tenazmente católico, o la Francia sujeta al papa, gran poder en el continente europeo durante los siglos XVII, XVIII y casi todo el XIX?

También es cierto que España repudió los trabajos manuales y los instrumentos de crédito hasta el reinado de Carlos III, en la segunda mitad del siglo XVIII, pero esa conducta se afincaba en la visión suscrita por el mundo pagano grecorromano que inevitablemente recogió el cristianismo. Eso está en Platón y Aristóteles, y está en la conducta de la clase dirigente romana. El trabajo manual era cosa de esclavos y plebeyos.

Tal vez la mejor prueba de que el cristianismo tiene un peso menor en el desarrollo hay que buscarlo en las sociedades orientales, que no conocieron la Reforma o la Contrarreforma, y lograron situarse a la cabeza del planeta. Pienso en Japón, en Corea del Sur o en Taiwán.

Por eso me pareció muy valioso el testimonio de Yokoi Kenji, un colombiano-japonés que conoce ambos mundos. Es fácil encontrarlo en YouTube. Para él la clave del éxito japonés está en la disciplina y la perseverancia. De donde se deduce que el fracaso relativo de Colombia (o de toda Iberoamérica) está en lo contrario.

Son muchos más elementos culturales, querido César, pero por ahí van los tiros.

Dónde se vive mejor y peor en América Latina

¿Cuál es el mejor vividero de América Latina? Costa Rica. ¿Cuál es el peor? Cuba. Y hay una gran distancia entre ambos países.

¿Cómo se sabe? Lo afirma, indirectamente, el Índice de Progreso Social del 2014, una sabia entidad sin fines de lucro ni prejuicios ideológicos, dirigida por un puñado de profesionales de primer rango. Se puede googlear fácilmente por medio de Internet. Vale la pena examinarlo.

Los expertos han ponderado 56 factores importantes que miden la calidad de vida de 132 naciones. Estos elementos, a su vez, se inscriben en tres grandes categorías:  Necesidades humanas básicas, Fundamentos del bienestar y Oportunidades.

De acuerdo con el Índice, secamente objetivo, los cinco primeros países de América Latina son Costa Rica, que ocupa el lugar número 25 entre las 132 naciones escrutadas. Uruguay es el segundo y 26 del planeta. Chile aparece en el tercero y 30 del mundo. Panamá es el cuarto y 38 de la lista. Argentina es el quinto y su lugar es el 42.

Los cinco últimos países de Hispanoamérica son: Bolivia el 71, Paraguay 72, Nicaragua 74; Honduras 77; y Cuba, finalmente, el 79. La Isla queda muy mal situada aunque no omiten los manoseados argumentos de la salud y la educación. Forman parte de la ecuación.

Los diez países con mejor índice de progreso social son los sospechosos habituales de siempre y aparecen en este orden: Nueva Zelanda, Suiza, Islandia, Holanda, Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Canadá y Australia.

Estados Unidos comparece en el lugar número 16, Francia en el 20 y España, pese a la crisis, en un honroso 21, algo mejor que Portugal, que se sitúa en el 22.

Obsérvese que no se mide desarrollo económico y científico, ni se contrasta el PIB per cápita de las naciones, sino se calcula el progreso social valorando elementos como la nutrición, los cuidados médicos, el acceso a agua potable y alcantarillados, vivienda, seguridad, educación, acceso a la información y a la comunicación, sustentabilidad, cuidado del ecosistema, derechos individuales, libertades, tolerancia, inclusión, y otros factores que explican por qué hay países de los que emigran en masa las personas y países de los que apenas se despiden los ciudadanos.

No es una casualidad que en Estados Unidos, foco receptor de inmigrantes legales o indocumentados, no existen concentraciones significativas de costarricenses, uruguayos, chilenos o panameños, pero sí las hay de salvadoreños, nicaragüenses, hondureños y cubanos. Huyen del desastre.

El signo de las migraciones (que el Índice no pondera, por cierto), es, a mi juicio, el síntoma más claro de la calidad general de vida de cualquier sociedad. La mayor parte de la gente emigra en busca de oportunidades de mejorar que no encuentran en su propio terruño.

Hay tres consideraciones importantes que se desprenden del repaso del Índice de Progreso Social. La primera, es que en América Latina las naciones que se autodenominan “progresistas”, las del Socialismo del Siglo XXI, son, en general, las que menos progresan. Venezuela es el país número 67 del universo analizado, Ecuador el 50 y, como queda dicho, Nicaragua el 74, y Cuba, en la cola, el 79. Una vergüenza.

La segunda, es que los treinta países que mejor puntuación obtienen son democracias liberales en las que rige la economía de mercado y se disfruta de libertades políticas. Podrán tener una mayor presión fiscal, como sucede en Dinamarca, o menor, como ocurre en Suiza, pero ese factor no altera el dato esencial de que se trata de los países más habitables del planeta.

La última observación es que esta nueva medición reitera, por otra vía, lo que también nos dice el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, o incluso el que mide la “percepción de corrupción” compilado por Transparencia Internacional. Los países menos corruptos son los más prósperos y desarrollados. La lista es aproximadamente la misma.

En realidad: nada nuevo bajo el sol. Pero esta vez todo está organizado de una manera más persuasiva para que lo entienda todo aquel que no esté cegado por el dogmatismo ideológico. Googléenlo y lo comprobarán.