El día de la ira y la ilusión

Hace 25 años ocurrió el entierro simbólico del comunismo. Una esperanzada muchedumbre de alemanes corrió hacia el Muro de Berlín y lo demolió a martillazos. Era como si golpearan las cabezas de Marx, Lenin, Stalin, Honecker, Ceaucescu y el resto de los teóricos y tiranos responsables de la peor y más larga dictadura de cuantas ha padecido el género humano. Por aquellos años una obra rigurosa pasó balance del experimento. Se tituló El libro negro del comunismo. Nuestra especie abonó los paraísos del proletariado con unos cien millones de cadáveres.

Era predecible. En la URSS, en 1989, fracasaban todos los esfuerzos de Gorbachov por rescatar el modelo marxista-leninista. En Hungría, un partido comunista, dirigido por Imre Pozsgay, un reformista  decidido a liquidar el sistema, abría sus fronteras para que los alemanes de la RDA pasaran a Austria y de ahí a la fulgurante Alemania Federal, la libre. En Checoslovaquia, Vaclav Havel y un puñado de intelectuales  valientes animaban el Foro Cívico como respuesta a la barbarie monocorde de Gustáv Husák.  En junio, cinco meses antes del derribo del Muro, los polacos habían participado en unas elecciones maquiavélicamente concebidas para arrinconar a Solidaridad, pero, liderados por Lech Walesa, la oposición democrática ganó 99 de los 100 escaños del senado. El dictador Jaruzelski les tendió una trampa y acabó cayendo en ella.

¿Qué había pasado? El sistema comunista, finalmente, había sido derrotado. Los países que primero lo implementaron, y que primero lo cancelaron, eran empobrecidas dictaduras, crueles e ineficaces, que se retrasaban ostensiblemente con relación a Occidente en todos los órdenes de la convivencia. Ese dato era inocultable. Bastaba comparar las dos Alemania, o a Austria con Hungría y Checoslovaquia, los restantes segmentos del Imperio austrohúngaro, para confirmar la inmensa superioridad del modelo occidental basado en la libertad, el mercado, la existencia de propiedad privada y el respeto por los Derechos Humanos. El día y la noche.

El comunismo era un horror del que escapaba todo el que podía, mientras los que se quedaban ya no creían en la teoría marxista-leninista, aunque aplaudieran automáticamente las consignas impuestas por la jefatura. Por eso Boris Yeltsin pudo disolver el Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991, con sus veinte millones de miembros, sin que se registrara una simple protesta. La realidad, no la CIA ni la OTAN, había derrotado esa bárbara y contraproducente manera de organizar la sociedad. Me lo dijo con cierta melancolía Alexander Yakovlev, el teórico de la Perestroika, en su enorme despacho de Moscú, cuando le pregunté por qué se había hundido el comunismo: “Porque no se adaptaba a la naturaleza humana”. Exacto.

¿Y los chinos? Los chinos, más pragmáticos, se habían dado cuenta antes. Les bastó observar el ejemplo impetuoso y triunfador de Taiwán, Hong Kong y Singapur. Eran los mismos chinos con diferente collar. Mao había muerto en 1976 y la estructura de poder inmediatamente rehabilitó a Deng Xiaoping para que comenzara la evasión general del manicomio colectivista instaurado por el Gran Timonel, un psicópata cruel dispuesto a sacrificar millones de compatriotas para poner en práctica sus más delirantes caprichos. Cuando el muro berlinés fue derribado, los chinos llevaban una década cavando silenciosamente en busca de la puerta de escape hacia una incompleta prosperidad sin libertades.

¿Por qué no cayeron o se transformaron las dictaduras comunistas de Cuba y Corea del Norte?  Porque estaban basadas en dinastías militares centralizadas que no permitían la menor desviación de la voz y la voluntad del caudillo. El Jefe controlaba totalmente el Partido, el parlamento, los jueces, militares y policías, más el 95% del miserable tejido económico, mientras mantenía firmemente las riendas de los medios de comunicación. El que se movía no salía en la foto. O salía preso, muerto o condenado al silencio. El aparato de poder era sólo la correa de transmisión de los deseos del amado líder. No cabían las discrepancias y mucho menos las disidencias. Eran coros afinados dedicados a ahogar los gritos de la población.

Esta terquead antihistórica ha tenido un altísimo costo. Cubanos y norcoreanos han perdido inútilmente un cuarto de siglo. Si las dos últimas tiranías comunistas hubieran iniciado a tiempo sus transiciones hacia la democracia, ya Cuba estaría en el pelotón de avanzada de América Latina, sin balseros, “damas de blanco” o presos políticos, y Corea del Norte sería otro de los tigres asiáticos. Lamentablemente, la familia de los Castro y la de los Kim optaron por mantenerse en el poder a cualquier costo. Los muros continuaban impasibles desafiando la razón y el signo de los tiempos.

Raúl Castro y Vladimir Putin: el romance imposible

Vladimir Putin aclaró tajantemente que su país no pensaba reabrir las operaciones de inteligencia electrónica de la base “Lourdes” cercana a La Habana. Eso era lo predecible. Meterse de nuevo en la cama con los Castro no tenía sentido. No debe olvidarse que Putin llegó al poder de la mano de Boris Yeltsin para que completara el entierro del comunismo, no para revivirlo.

Las instalaciones de espionaje creadas en Cuba en 1964 fueron abruptamente clausuradas en octubre del 2001 por órdenes del propio Putin. Esa acción no se la perdonaron Fidel Castro ni los viejos kagebistas nostálgicos del comunismo, como su ex jefe el general Nikolai Leonov, quien así lo manifestó en una entrevista concedida hace algunos años a los medios rusos.

En agosto de 1991 el KGB urdió un golpe político-militar para liquidar a Mijail Gorbachev y su política de reformas. A las 24 horas de iniciado el movimiento subversivo, Vladimir Putin, teniente coronel del KGB, renunció a su cargo y se situó junto a Boris Yeltsin, el hombre que hizo abortar el coup d´etat.

Aunque Putin no tenía mucha importancia dentro de la inteligencia, sus excompañeros lo vieron como un traidor, pero en el bando de Yeltsin lo aceptaron como un buen aporte a la Rusia que huía de su pasado bolchevique.

Casi una década más tarde, el 31 de diciembre de 1999, Yeltsin, enfermo y alcoholizado, renunciaría a la presidencia del país dejando a su discípulo Vladimir Putin al frente de la Federación Rusa con la secreta tarea de que le cuidara las espaldas y lo defendiera de las (fundadas) acusaciones de corrupción.

Juntos, con perdón, habían armado la de Dios es Cristo. Enterraron la URSS, disolvieron el Partido Comunista, privatizaron con amiguetes el aparato productivo, renunciaron al colectivismo y a la planificación centralizada, y transformaron los servicios de inteligencia.

Yeltsin y Putin sabían que Fidel Castro era un estalinista irredento. Y lo sabían, porque al desertar el embajador (interino) cubano en Moscú, Jesús Renzolí, quien escapó vía Finlandia con la ayuda del diplomático costarricense Plutarco Hernández, reveló que algunas de las conversaciones conspirativas para restituir la dictadura marxista-leninista en la URSS se habían llevado a cabo en la embajada cubana en Moscú.

No obstante, la base de Lourdes permaneció abierta durante la década en que gobernó Yeltsin. Pero Putin, a poco de asumir el poder, la cerró, y lo hizo tan sorpresivamente que Fidel y Raúl Castro se enteraron por la prensa de la decisión del nuevo líder ruso, propinando un durísimo golpe a la vanidad de ambos personajes.

Sin embargo, la desilusión mayor fue la de Raúl Castro. De los dos hermanos, era él quien siempre había admirado más a Rusia, al extremo de llenar su antedespacho de fotos de mariscales y líderes militares soviéticos. Incluso, llegó a declarar, en el juicio-pantomima que organizaron para asesinar al general Arnaldo Ochoa y otros tres oficiales, que él, Raúl, era, en realidad, “un ruso del Caribe”.

En definitiva, ¿qué buscan Raúl Castro y Vladimir Putin en esta etapa de las relaciones entre ambos países?

El cubano busca armas para renovar su herrumbroso arsenal de los años ochenta, plantas eléctricas, una línea de crédito e inversiones en las elusivas prospecciones petroleras. Ofrece como garantía los petrodólares venezolanos-su permanente fuente de financiamiento-, pues nada tiene para exportar a Rusia, incluidos los médicos cubanos, innecesarios y muy poco respetados en ese país.

El ruso, por su parte, anda a la captura de mercados para sus cachivaches, especialmente armas, para lo cual -y ésta es una reflexión del sagaz político boliviano Sánchez Berzaín- le conviene arreglar cuentas con Raúl Castro, porque se trata del godfather de Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, y mantiene unas magníficas relaciones con Argentina, Brasil y Uruguay. Aunque pobre, desorientado y andrajoso, Raúl, paradójicamente es el director del circo y el domador de los enanos.

Hace muchos años, cuando conocí a Boris Yeltsin, le escuché expresar su temor a que el KGB le paralizara el corazón con unas ondas de radio que producían fibrilaciones. Yeltsin no quería nada a Castro.

Ignoro si Vladimir Putin ha controlado a sus ex compañeros o si cree que ya pasó el peligro. Tampoco sé lo que realmente piensa de los dos hermanos Castro, pero intuyo que no es nada bueno. Fue en Moscú, en esa época, cuando escuché una expresión llena de desprecio hacia Cuba y el comunismo tercermundista: “mendicidad revolucionaria”. Putin no quiere saber de eso nunca más.

García Márquez y una gestión ante Fidel

Tal vez no exagero si digo que ha muerto el mayor escritor en lengua española que dio el siglo XX. Decir eso en la época de Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa es muy arriesgado y subjetivo, pero me atrevo a afirmarlo.  ¿Por qué? Acaso porque la novela que más he disfrutado de cuantas he leído en mi vida ha sido El amor en los tiempos del cólera. Me parece más lograda, incluso, que la justamente reverenciada Cien años de soledad que atrajo sobre Gabriel García Márquez la admiración universal y acabó por ganarle el Nobel en 1982.

La primera vez que me reuní con Gabo fue gracias a Carmen Balcells. Ella era la agente literaria de ambos y una persona extremadamente servicial. Nos organizó el encuentro en el lobby de un hotel barcelonés. Estábamos al inicio de la década de los noventa, el mundo comunista colapsaba, la URSS había desaparecido, y con ella se esfumó el subsidio a Cuba. Parecía que el régimen de Fidel Castro (en esa época poco se hablaba de Raúl) se desplomaría.

García Márquez era muy amigo de Fidel, pero no era comunista y me constaba que alguna vez se había servido de su relación con el Comandante para proteger a un preso político cubano muy destacado, Reinol González, un exdirigente sindical condenado a 30 años de cárcel por razones políticas.

Sin que mediara otro factor que la compasión que le inspiró la mujer de Reinol, quien fue a México a ver al novelista para pedirle ayuda sin siquiera conocerlo, intercedió con Fidel para que lo liberara. Y así fue: el Dictador no sólo lo liberó. Se lo regaló a García Márquez en medio de la calle, como quien obsequia un objeto inanimado, y, de pronto, el colombiano se vio en La Habana con el extraño presente que le hacía su poderoso amigo, dueño de la vida y la muerte de todos sus súbditos.

Ese precedente me animó a pedirle a Gabo el más delicado (y acaso ingenuo) de los favores: que sondeara a Fidel para saber su disposición a iniciar una suerte de transición como sucedía en toda Europa. Al fin y al cabo, el marxismo-leninismo estaba totalmente desacreditado por la experiencia nefasta del “socialismo real” y había llegado la hora del desguace.

“Lo voy a hacer –me dijo–, pero sin ninguna ilusión de tener éxito”. Entonces me preguntó cómo yo veía el calendario de la revolución cubana. Le relaté que, poco antes, había invitado a Jorge Mas Canosa a formar parte de un esfuerzo político que llamábamos la Plataforma Democrática Cubana, en el que congregábamos a liberales (clásicos), socialdemócratas y democristianos, para propiciar la pacífica transformación del país, pero Jorge me respondió con una negativa basada en una evaluación de la situación cubana: “Estás comiendo m… –me dijo con su franqueza habitual–. No hay tiempo para nada de eso. A ese gobierno le quedan seis meses de vida”.

“¿Y qué le respondiste?” –me preguntó García Márquez. “Le dije, Jorge, me temo que quien está comiendo m… eres tú. A ese gobierno le quedan dos años”. El novelista rió y cerró el capítulo de la conversación con un pronóstico lapidario que también, lamentablemente, resultó equivocado: “Los dos están comiendo m … Ese gobierno durará otros seis años”. Han pasado más de dos décadas de esta conversación.

En todo caso, el encuentro sirvió para crear una relación muy cordial de la que desterramos los temas políticos y nos concretábamos a hablar de literatura, su pasión más enérgica. Él tenía una estrecha amistad con Fidel Castro y con otra gente, a mi juicio, indeseable, pero también mantenía vínculos muy fuertes con personas, como su compadre Plinio Apuleyo Mendoza, un crítico constante de la dictadura cubana, o una relación muy amable conmigo y con exiliados como Reinol González, quien lo mantenía al día de cuanto sucedía en la Isla.

La última vez que hablé con él, hace unos años, fue para pedirle que ayudara a un escritor cubano a salir de la Isla. Este escritor, que había sido simpatizante de la dictadura, se había declarado en huelga de hambre y me había dicho, por teléfono, que le rogara a Gabo su mediación con Fidel para lograr el permiso de salida. Para reforzar mi gestión le sugerí a Plinio que participara en la conversación a tres voces. García Márquez, muy solidariamente, me dijo que hablaría con “el Grande”.

Al día siguiente me llamó y me contó: “Dice el Grande que lo dejará salir, pero que me arrepentiré, porque me morderá la mano”. Gabo hasta le consiguió un avión oficial para trasladarlo a México. Pocas fechas más tarde, en efecto, el escritor atacó a Gabo.

Nunca más me atreví a pedirle nada al gran escritor que acaba de morir.

¿Renace la Guerra Fría?

Vladimir Putin está experimentando la gloria del héroe victorioso. Ésa es una sensación muy poderosa que genera cierta adicción y tiende a repetirse. Más del 70% de los rusos apoyan la reconquista de Crimea. Retrospectivamente, juzgan con benevolencia la sujeción por la fuerza de Chechenia y el zarpazo dado a Georgia en el 2008 por los territorios de Osetia del Sur y Abjasia.

¿Renace la Guerra Fría? En modo alguno. La Guerra Fría fue un episodio del siglo XX impulsado por una ideología universal de conquista, el marxismo-leninismo, que no era nacionalista sino internacionalista, utopía basada en la superstición de la lucha de clases y en el supuesto parentesco que vinculaba a todos los trabajadores del planeta frente a los capitalistas opresores que poseían los medios de producción.

El marxismo-leninismo, sustento de la URSS, era una disparatada construcción artificial, intensamente racional que, tras arruinar a medio planeta y dejar cien millones de cadáveres sobre el terreno, acabó por implosionar como consecuencia de sus propias deficiencias y contradicciones cuando Gorbachov intentó rectificar los “errores”. No eran errores en la ejecución del proyecto. La teoría completa carecía de sentido. No se podía rectificar. Había que sustituirla. Esa fue la ingrata y gloriosa tarea que le tocó a Boris Yeltsin.   

Esto que hoy ocurre es más emocional y ancla en unas actitudes anteriores al marxismo-leninismo. Dicho en un lenguaje metafórico: el marxismo-leninismo congregaba a las personas tras ideas equivocadas. Era un mal de la cabeza. El nacionalismo las junta tras emociones compartidas. Es un mal del corazón.

(En realidad el nacionalismo también es un mal de la cabeza, en la medida en que la sensación física de amar a la patria, ese estremecimiento que provocan los himnos y las banderas, es la consecuencia de la acción de ciertos neurotransmisores encaminados a unificar a las tribus para fortalecerlas y lograr su supervivencia, pero esta aseveración, probablemente cierta, mas nunca confirmada, nos llevaría a un debate diferente que merece otra columna).

En fin, los rusos, con Putin en el puente de mando, tratan de reeditar la gloria del viejo imperio construido por los zares. ¿Hay que tratar de frenar este espasmo imperial? Yo creo que sí. El nacionalismo, en pequeñas dosis, además de ser inevitable contribuye al mejoramiento colectivo, pero, cuando se exacerba, como demostró Hitler, puede ser letal.

En Rusia, la mayor nación del planeta, que duplica el tamaño de Estados Unidos, Canadá, China o Brasil, los otros gigantes del mundo, vuelven a oírse los peligrosos argumentos del “espacio vital” o del supuesto derecho que tienen los Estados a proteger a las personas pertenecientes a la misma etnia radicadas en diferentes países. (Argumento que en nuestros días muy bien pudiera esgrimir México para invadir el sur de Estados Unidos ante los atropellos contra mexicanos indocumentados de personajes como Joe Arpaio, alguacil de Maricopa en Arizona).

¿Qué puede hacer Estados Unidos ante la actitud de Rusia? Primero, entender que el Moscú  poscomunista no es, por definición, antioccidental. Ya no busca el dominio del mundo sino restablecer la grandeza de Rusia y su rol de potencia internacional. Algo así sucedía en el siglo XIX, cuando Rusia unas veces se aliaba a algunas potencias europeas y otras reñía con ellas.

Segundo, mantener afilada y creíble a la OTAN. El razonamiento de Stalin tras la Segunda Guerra vuelve a tener vigencia en Rusia. Entonces el padrecito Stalin pensaba que la seguridad de la URSS dependía del establecimiento de una zona de protección en el Este de Europa que comenzaba en los países Bálticos y no concluía hasta Bulgaria. Hoy casi toda esa zona pertenece a la Unión Europea y está protegida por la OTAN. Para el sostenimiento de la paz es vital que se mantenga esa protección. 

La OTAN fue un instrumento militar surgido durante la Guerra Fría que impidió el estallido de un tercer conflicto contra la URSS. Ahora servirá de elemento disuasorio ante la nueva-vieja Rusia. Por el bien de todos es muy útil mantenerlo aceitado. Los romanos tenían razón: si quieres la paz debes prepararte para la guerra. Si vis pacem, para bellum.  

La grandeza de Mandela

Nelson Mandela, una de las figuras más nobles y admirables del siglo XX, fue amigo de Fidel Castro. ¿Y qué? David Rockefeller también presumía de los mismos lazos. Carlos Andrés Pérez, hasta poco antes de exiliarse, pensaba que Fidel era amigo suyo. Al fin y al cabo, cuando Hugo Chávez en 1992, trató de derrocarlo a tiros, y dejó decenas de muertos en las calles de Caracas, Fidel le mandó un mensaje de solidaridad a CAP y condenó la acción fascista del teniente coronel.

Se ha dicho muchas veces: la política hace extraños compañeros de cama. (Groucho Marx aseguraba que no era la política, sino el matrimonio lo que hacía extraños compañeros de cama, pero ésa es otra historia). Mandela tenía buenas razones para mostrarse agradecido al dictador cubano. Fidel había sido intensamente solidario con quienes se oponían al apartheid, aunque liquidar la segregación racial era más una coartada política lateral que el objetivo básico de La Habana.

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