Índice y decálogo de los países desdichados

Bloomberg Business reveló recientemente que Venezuela es el país más “miserable” del mundo. La traducción es demasiado literal. En español sería más apropiado decir que es el más “desdichado”.

La aseveración de Bloomberg surge de la aplicación de una simple fórmula acuñada hace más de medio siglo por el economista norteamericano Arthur Okun: se suman el nivel de desempleo y el índice de precios. Con esos elementos se compila el “Misery Index”.

Venezuela, en efecto, tiene la inflación más alta del planeta, lo que se refleja en el índice de precios, pero su nivel de desempleo es bajo: menos de un 7%, aunque la mayor parte de los puestos de trabajo han surgido en el sector público, dado que miles de empresas han debido cerrar sus puertas por las desquiciadas medidas antieconómicas del gobierno chavista.

El segundo país en ese “Índice de Desdicha” es Argentina. A una escala menor, el gran país sudamericano también es víctima de una altísima inflación. Nada nuevo bajo el sol. Lleva décadas de intermitentes malos gobiernos. Como el bandoneón que tanto gusta en aquellos parajes, se expande o contrae frecuentemente. Ahora está en una fase aguda de contracción.

La inflación y el desempleo son dos flagelos que explican la desgracia de una sociedad, pero no son suficientes. Yo agregaría otros ocho factores para construir el decálogo de las desdichas capitales.

El desabastecimiento sería el tercero. Pasarse la vida en una fila esperando para poder comprar algo es una maldición que suele materializarse en los países socialistas de economía centralizada y controles de precios. Los venezolanos ya han descubierto el horror de pelearse a puñetazos por comprar unos pollos o tres rollos de papel higiénico.

El cuarto sería el porcentaje de delitos. Es espantoso vivir con la guardia en alto, encerrado en la propia casa, sometido a un virtual toque de queda porque tan pronto se pone el sol los ladrones, asesinos y violadores salen a cometer sus fechorías. Según el International Crime Index, que computa una docena de graves violaciones de la ley, Venezuela es el segundo país del planeta en número de delitos (84.07). El peor es Sudán del Sur (85.32), un país recién estrenado en medio de una guerra civil. Más de 50 se considera una sociedad peligrosa. Singapur, la menos peligrosa: 17.59.

El quinto es el nivel de corrupción de la administración pública. Como se trata de delitos ocultos, hay que confiar en la opinión general de la gente. La institución dedicada a medir estas percepciones es Transparencia Internacional. De acuerdo con ella, Venezuela es una pocilga. Es el 160 de 175 países escrutados. El peor, con mucho, de Hispanoamérica.

El sexto es la protección y la calidad de la justicia. Si cuando usted tiembla, llama a la policía para que lo proteja, es una buena señal. Si cuando la policía se acerca, usted tiembla, la situación es muy grave. A la labor de los agentes del orden se agrega la existencia de leyes razonables, jueces justos, procesos rápidos y cero impunidad.

El séptimo es la movilidad social. La posibilidad real de mejorar la calidad de vida por medio del esfuerzo propio. No hay situación más triste que saber que, hagas lo que hagas, tu vida seguirá siendo pobre, y lo más probable es que mañana será peor que hoy.

El octavo es el PIB per cápita. Es decir, la suma del valor de los bienes y servicios producidos por una sociedad durante un año. Se podrá alegar que la repartición es desigual, pero hay una evidente correlación entre el PIB per cápita y la calidad de vida. Como regla general, los 20 países con mayor PIB per cápita del mundo son los que encabezan el Índice de Desarrollo Humano que publica la ONU.

El noveno elemento es la libertad. Aunque no se menciona, los países menos libres, aquellos en los que la camarilla del poder toma todas las decisiones, aporta todas las ideas e impone sus dogmas por la fuerza, son los más pobres y los menos dichosos.

El décimo, por último, es la cantidad de emigrantes. No hay síntoma más elocuente del fracaso de una sociedad que el porcentaje de gente que tiene que escapar de ella para sobrevivir. Mientras más educada es la emigración –como sucede con la venezolana—más evidente es el desastre. Cuando emigran los emprendedores, los ingenieros, los médicos, las personas que teóricamente pudieran labrarse un buen porvenir en la patria en que nacieron, es la señal de que estamos ante sociedades fallidas.

Hay que compilar ese índice. Cruzar esas variables sería muy útil.

Por qué todos debemos ser Nisman

En memoria de Jaime Einstein, muerto recientemente en Israel (*)

Ante todo, mi gratitud al rabino y amigo Mario Rojzman por el honor de permitirme estar hoy 18 de febrero junto a ustedes en esta sinagoga de Miami Beach, en un día muy singular, honrando la memoria de Alberto Nisman, quien perdiera la vida defendiendo la causa de la justicia, la causa de los argentinos decentes, y la causa, en definitiva, de todos las personas que aman la libertad.

Le dedico esta breve charla a un buen amigo, Jaime Einstein, abogado y escritor cubano-americano-israelí.

Tras una carrera plena de éxitos profesionales, Jaime se trasladó a Israel a pasar allí su tercera edad. Estaba lleno de planes y de sueños. Era un ardiente sionista y la muerte le sorprendió en Safed, Galilea, a los 67 años.

Al menos murió en su tierra prometida. En estos tiempos de exilios prolongados e inciertos, morir en la tierra que uno ama es un privilegio. Jaime lo tuvo.

Debo aclarar que no estoy aquí en mi condición de analista de CNN en español, de columnista del ABC de Madrid, del Miami Herald, de los otros diarios y portales de Internet que reproducen habitualmente mis columnas, o de las estaciones de radio que transmiten mis comentarios, medios de comunicación, todos ellos, justamente celosos de la objetividad e imparcialidad que le deben a su público.

Ninguno de esos medios tiene la menor responsabilidad en el contenido de mis palabras, aunque estoy seguro, porque los conozco, que coincido con muchos de los profesionales que en ellos laboran. Aman demasiado la libertad para que fuera de otra forma.

Comienzo. Continuar leyendo

La hora de los monstruos

Las preguntas son muy incómodas. ¿Por qué las sociedades eligen gobernantes antisistema que las conducen al despeñadero? ¿Por qué los venezolanos votaron a Hugo Chávez a fines de 1998, los griegos acaban de hacerlo con Alexis Tsipras y es posible que los españoles repitan esa forma de suicidio cívico dentro de unos meses dándole la mayoría de sus votos a Pablo Iglesias, un neocomunista simpatizante del chavismo, como lo calificó, muy orgulloso, Diosdado Cabello, presidente del Congreso en Venezuela y el poder tras el delirante trono de Nicolás Maduro, ese ornitólogo y médium, experto en la comunicación con los pájaros y los muertos?

La clave está en la fragilidad de las democracias liberales, un débil diseño institucional surgido a fines del siglo XVIII para ponerle fin al “antiguo régimen”. Una forma de gobierno basada en la combinación de libertades políticas y económica, que exige el inexorable cumplimiento de los principios en los que se sustenta y proclama para poder prevalecer. El consenso general define estos diez principios: Continuar leyendo

Maduro huye para adelante

Maduro anunció su nueva estrategia para enfrentarse a la catástrofe venezolana. Insiste en los errores de siempre. No va a rectificar. Mintió. Inventó culpables y conspiraciones. Optó por huir hacia delante. Lo hizo tras un inútil recorrido en busca de recursos por varios países, incluida China. Apenas consiguió unos pocos créditos y la vaga promesa de ciertas inversiones. Ya no le creen. Incluso, los que tienen ciertas simpatías ideológicas tampoco le creen. Por eso le han cerrado el grifo.

Hacen bien en no confiar en el chavismo. Nadie ignora que esta patulea de incapaces, además de maltratar severamente a la población, y de convertir al país en un narcoestado terriblemente corrupto –el más podrido de América Latina de acuerdo con Transparencia Internacional–, ha malgastado miles de millones de petrodólares. ¿Cuántos? Para que el azorado lector se haga una idea: la cifra es mayor que la suma de todos los ingresos recibidos por el Estado venezolano desde que Simón Bolívar consiguió la independencia en el primer cuarto del siglo XIX.

Si los chavistas hubieran sabido y querido gobernar razonablemente, tras una década del barril de petróleo a cien dólares, Venezuela hoy sería un país del primer mundo y no una sociedad en plena descomposición, donde las personas se pelean a puñetazos en los supermercados y las farmacias por adquirir un poco de leche o una ampolleta de insulina.

¿Cómo llegaron a este desastre? Tomen nota los españoles: además del catastrófico padrinazgo cubano, siguieron de cerca los consejos de los profesores comunistas Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero, hoy en Madrid al frente del partido Podemos. Estos personajes llegaron a tener despacho en Miraflores, la casa de gobierno en Venezuela, desde donde pontificaban y recetaban a sus anchas.

Durante más de seis años, y al costo de varios millones de dólares que recibieron por sus asesorías, los jóvenes “expertos” académicos españoles enseñaron a los chavistas a demoler sin compasión la economía de la nación más rica de América Latina.

Arribaron a Caracas borrachos de populismo marxista, sin la menor experiencia empresarial –lo que se traduce en que ignoran cómo se crea, conserva o malgasta la riqueza–, convencidos de que la principal tarea de los gobiernos es igualar a las personas por abajo. Objetivo, por cierto, que lograron con creces. Hoy el país es una inmensa pocilga colectiva.

¿Y ahora qué va a pasar en Venezuela? Un experto en seguridad lo ha vaticinado en un tono sombrío: el chavismo –me ha dicho– no marcha hacia una revolución o contrarrevolución política, sino hacia un saqueo nacional, monstruoso y definitivo, que llegará a los hoteles y a las casas suntuosas, donde quiera que haya comida.

Venezuela va hacia el caos, regido por la ley del más fuerte, con cien mil Kalashnikovs, pistolas y cuchillos empuñados por la gente de rompe y rasga. Esos mismos que en el 2014 asesinaron a 25000 personas para despojarlas de los teléfonos móviles, las billeteras y los anillos, ahora acompañados por una enorme turba que se robará televisores, enseres domésticos y todo lo que encuentre a su paso.

¿Por qué no? Eso fue lo que aprendieron de Hugo Chávez en aquellos paseos televisados en los que el difunto militar repetía alegremente el fatídico “exprópiese” ante cualquier bien que le llamara la atención, mientras sus cómplices, vestidos de rojo, reían y  aplaudían irresponsablemente. El teniente coronel les enseñó que en la contemporánea selva urbana no existen los derechos de propiedad. Sencillamente, el dueño es el que tiene la pistola en la mano y está dispuesto a utilizarla. Menudo legado.

Por supuesto, Maduro todavía tendría la posibilidad de impedir este horror. ¿Cómo? Rectificando. Debería comenzar por abrir los calabozos y liberar a los presos políticos, al tiempo que convoca a un urgente diálogo nacional con la oposición –que hoy tiene el 75% de respaldo popular— para darle un vuelco a la situación mediante una inmediata reforma consensuada.

¿Por qué no lo hace? Probablemente, se lo impiden los narcogenerales que temen por su bolsa y por su vida, la legión de los corruptos que prefiere continuar esquilmando al país, y sus mentores cubanos, que anualmente reciben miles de millones de dólares en subsidios y están dispuestos a pelear hasta el último venezolano por mantener ese vital flujo de recursos.

Atrapado en medio de esas fuerzas, Nicolás Maduro marcha a paso firme hacia el precipicio.

María Corina Machado y sus carceleros

Ocurrió. La ingeniera María Corina Machado fue formalmente acusada de intento de magnicidio y de conspirar contra Venezuela mediante un siniestro golpe de Estado. Las “pruebas” del magnicidio eran unos falsos correos enviados por Internet. Fueron fabricados por la policía del señor Nicolás Maduro. Google se encargó de corroborar el fraude. Era un trabajo excepcionalmente burdo.

¿Y qué? Al chavismo le trae sin cuidado ser sorprendido mintiendo. Ni siquiera se toma la molestia de rectificar o excusarse. Como en 1984, la novela de Orwell, el régimen posee un omnipotente Ministerio de la Verdad y en su neolengua escribe y reescribe la historia sin el menor recato. Continuar leyendo

Pablo Iglesias o el mentecato ilustrado

Calma. No hay agravio. La etimología de mentecato es transparente. Quiere decir “mente captada o capturada”. Me refiero a eso. Iglesias es un joven político y politólogo español, chavista, que hoy tiene un sorprendente apoyo electoral en su país.

Pablo Iglesias, sin duda, es un mentecato ilustrado. Seguramente tiene un cociente de inteligencia altísimo. El problema radica en qué ideas han capturado tan prodigiosa mente. Las grandes cabezas pueden estar pobladas de disparates que, cuando se mezclan con una actitud arrogante, devienen en la terca insistencia en el error, en la negación de la realidad y en el desprecio por los cerebritos de a pie. Suele ocurrir. Las malas ideas, cuando se enquistan en neuronas privilegiadas, son más dañinas.

¿Cuáles son las ideas madre –hay ideas madre como hay células madre– instaladas en la descomunal sesera del profesor Iglesias que no le permiten observar la realidad con ecuanimidad?

Son varias. La primera tiene que ver con la desmesurada fe en su propia capacidad intelectual. Pablo Iglesias no conoce la duda. Predica ex cátedra. Él y su tribu creen saber cuánto deben ganar las personas, qué precio justo deben tener las cosas y los servicios, cómo pueden funcionar las empresas, qué deben producir para servir a la sociedad, qué se debe poseer para alcanzar una vida feliz y digna, y en qué punto el patrimonio acumulado se convierte en una injusticia que hay que cercenar de un certero tajo fiscal. Prodigioso.

La segunda es también una cuestión de fe. Pablo Iglesias cree fervientemente en el Estado-empresario que elabora alimentos, asigna electricidad y comunicaciones, maneja el crédito y gestiona los ahorros.

Cree en el Estado redistribuidor de riquezas que extiende una pensión a todas las personas por el mero hecho de vivir en el país (650 euros). Cree en el Estado planificador que todo lo sabe, que conoce el presente como la palma de la mano y es capaz de prever el futuro. Cree en el Estado que castiga implacablemente (ama la guillotina de la revolución francesa).

Cree que la riqueza se logra trabajando menos –35 horas a la semana—y por un periodo más breve (60 años). Cree, en suma, que la prosperidad se logra gastando, no ahorrando e invirtiendo, como ha hecho la tonta especie humana durante miles de años. Maravilloso.

Pero lo interesante es que Pablo Iglesias ya ha puesto a prueba sus ideas madre, precisamente en Venezuela, donde él y su grupo fueron contratados para encauzar de diversas maneras el “proceso revolucionario”, algo que hicieron durante ocho años a plena satisfacción de la República Bolivariana –por eso los mantuvieron dentro del presupuesto durante tanto tiempo–, tarea por la que cobraron nada menos que tres millones setecientos mil euros: más de cinco millones de dólares.

En ese periodo, de acuerdo con las memorias de la fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS), que era la institución que firmaba los acuerdos y recibía los dineros, Iglesias y sus allegados ayudaron directamente a Chávez a fomentar su revolución desde el despacho presidencial, a Telesur a crear y divulgar su propaganda, al Banco Central de Venezuela a desarrollar su política monetaria, al Ministerio del Interior a manejar sus prisiones (como en la que yace Leopoldo López), al Ministerio de Trabajo a organizar sus pensiones, y al Ministerio de Comunicación a no sé qué función exactamente, aunque algún trabajo pudieron desplegar en el Centro Internacional Miranda, dedicado al adoctrinamiento político comunista, a juzgar por las palabras de Juan Carlos Monedero en su conmovido homenaje a Hugo Chávez, en el que recuerda con tristeza la desaparición del Muro de Berlín, ese monumento al estalinismo.

Es decir, Pablo Iglesias y sus amigos, de acuerdo a los consejos que aportaban a tan amplio espectro gubernamental, en gran medida son responsables del caos venezolano, del desabastecimiento que padece el país, del desorden financiero, del aumento exponencial de la violencia, del horror de las cárceles, de los atropellos a la libertad de expresión, de la falta de inversiones extranjeras, del cierre de miles de empresas, y hasta de la pulverización del Estado de Derecho al proponer, presuntamente, la eliminación de la separación de poderes en los cursillos de formación que les daban a los parlamentarios del mundillo del socialismo del Siglo XXI.

Naturalmente, Iglesias y sus amigos de CEPS tal vez aleguen que esto no es cierto, que nadie les hizo caso durante los ocho años que asesoraron a los bolivarianos, o que los convenios, realmente, eran una fuente de solidaridad revolucionaria, porque ellos apenas colaboraban, aunque cobraban, pero, en ese caso, incurrirían en un delito semejante al que hoy la justicia española les imputa a socialistas y populares: financiación irregular de actividades políticas con fondos provenientes del sector público.

Como me cuesta trabajo creer que Iglesias y sus amigos forman parte de una casta corrupta, me inclino a pensar que, realmente, lo que hay que imputarles no es un delito de fraude o peculado, sino un alto grado de corresponsabilidad en el hundimiento de Venezuela, precisamente por transmitirles a esos vapuleados ciudadanos las ideas y los conocimientos equivocados.

En todo caso, es muy probable que Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero y el resto del grupo, entiendan (como entendía Lenin) que las revoluciones son así: dolorosas, y devastadoras, como corresponde a la necesaria etapa de demolición del pasado burgués, lo que explica la conformidad que muestran con cuanto sucede en Venezuela, postura muy diferente, por cierto, a la del profesor méxico-alemán Heinz Dieterich y a la del pensador norteamericano Noam Chomsky, quienes han denunciado los excesos que convulsionan al país sudamericano.

¿Qué harían Pablo Iglesias, Monedero y sus amigos si tomaran el control de España? A mi juicio, lo mismo que han contribuido a hacer en Venezuela. ¿Por qué? Porque no son unos cínicos racistas que quieren para España algo diferente a lo que aplauden en Venezuela. Quieren lo mismo. Un Estado fuerte presidido por un grupo revolucionario decidido a implantar el reino de la justicia a cualquier costo. Quieren acabar con las estructuras burguesas que acogotan al proletariado, destruir los podridos partidos políticos tradicionales, encarcelar a quienes se opongan a la voluntad del pueblo y silenciar a esos medios de comunicación que sólo representan los intereses de los propietarios. Son mentecatos -sus mentes han sido capturadas por el error-, como les sucede a todos los fanáticos, pero no hipócritas.  Y son, además, ilustrados. Esto agrava las cosas.