¿Fueron los rusos o los norteamericanos?

Era como la primera escena de una película de espías.

Hace poco más de un año, un diario alemán recibió un email sin firma, ofreciéndole once millones y medio de documentos en los que se describían los movimientos de cientos de miles de compañías offshore, totalmente legales, pero opacas, articuladas desde hace 40 años por una de las oficinas de abogados dedicadas a esos menesteres en Panamá.

Era el estallido de los Panamá papers. El periódico se dio cuenta de la tremenda importancia de la información y se puso al habla con el Consorcio Internacional de Periodistas Investigativos para abordar la tarea. Se trataba de 400 profesionales radicados en 80 países.

Habían abierto una nueva Caja de Pandora. En esa enorme masa informativa, seguramente aparecerían las pruebas del lavado de dinero procedente del narcotráfico; de la corrupción de políticos inescrupulosos coludidos con empresarios venales; de la venta ilegal de armas y de otras actividades prohibidas por las leyes locales e internacionales.

También, claro, aflorarían los datos anodinos de quienes intentaban proteger su patrimonio en medio de divorcios muy peleados. O de los que huían de las abusivas dentelladas fiscales a las herencias. Incluso, de empresarios que se cubrían contra las acciones legales de exsocios depredadores.

¿Quién filtró los documentos? Los expertos están de acuerdo en que se trata de la labor de alguna poderosa agencia de inteligencia.

Según Clifford G. Gaddy,  en un análisis publicado por el Instituto Brookings,  postula que el cerebro tras la operación fue Vladimir Putin y su instrumento de investigación los servicios secretos rusos, en los que existen muy competenteshackers.

Para Gaddy, el hecho de que algunos de los asociados al propio Putin aparecieran en los papers no le resta validez a su tesis. No se ha revelado nada que no se supiera, pero muchos de sus enemigos, como el Primer Ministro británico David Cameron han resultado afectados.

Bradley Birkenfeld, en cambio, aporta otra versión: fue la CIA. Este banquero norteamericano es el mayor soplón (whistleblower) financiero de la historia. Fue quien reveló los números de cuenta de muchos norteamericanos que ocultaban sus capitales en Suiza, cobrando por sus servicios más de 100 millones de dólares en comisiones al sistema fiscal norteamericano (IRS), aunque él mismo pasó un par de años tras la reja.

Los casos de Mauricio Macri, de Cameron, del Primer Ministro de Islandia, de José Manuel Soria –Ministro de Industria de España hasta hace unas horas–, unos inocentes y otros culpables, todos pronorteamericanos y cercanos a Washington, serían las víctimas del “fuego amigo”. Estaban en la zona de combate cuando comenzó el tiroteo y resultaron heridos.

A mi juicio, al menos por ahora, me parece más creíble la participación de la CIA o de alguna otra agencia parecida. Desde hace unos cuantos años el gobierno de Estados Unidos –la CIA, el FBI, la NSA, la DEA—deambula febrilmente por los laberintos cibernéticos –Internet, teléfonos—en busca de pistas que le permitan conjurar, en primer lugar, el terrorismo, el narcotráfico y la proliferación de armas nucleares, y, en segundo lugar, la corrupción, el lavado de dinero y el robo de secretos militares o industriales.

Seguramente, en esa ciclópea labor los investigadores se tropezaron mil veces con las empresas offshore –unas entidades opacas creadas en decenas de países, con frecuencia desde los propios Estados Unidos, que obstaculizaban sus labores—y decidieron tirar de la manta, sin importarles que Delaware, Nevada o South Dakota participen en unas actividades semejantes a las que hoy le imputan a Panamá.

El resultado de este escándalo (que acaba de comenzar), a corto plazo va a tener consecuencias devastadoras en el terreno político, y muchas personas –culpables o inocentes– van a sufrir por el hecho de que sus nombres aparezcan en la prensa, porque ya han sido juzgadas y condenadas sin pruebas por la opinión pública, pero cuando se disipe el humo, incluso cuando ya hayan sido rematados los sobrevivientes con un disparo mediático en la nuca, se abrirá paso un mundillo más transparente.

Eso será positivo. Los políticos y los empresarios corruptos se lo pensarán dos veces antes de hacer sus negocios turbios. A los narcos y a los terroristas les resultará más difícil esconder sus huellas. Los abogados, los banqueros y los inversionistas tendrán que jugar sin cartas marcadas.

El mito griego relata que una curiosa mano femenina –la de Pandora– abre el ánfora prohibida que contenía todos los males de este mundo, y éstos escapan apresuradamente antes de que ella consiguiera cerrarla. Sólo permanece dentro un espíritu bueno, Elpis, asociado a la esperanza. Esperemos que esta vez Elpis también haya huido y el irremediable escándalo nos traiga un mundo más seguro y más decente. Sería deseable.

Raúl Castro y Vladimir Putin: el romance imposible

Vladimir Putin aclaró tajantemente que su país no pensaba reabrir las operaciones de inteligencia electrónica de la base “Lourdes” cercana a La Habana. Eso era lo predecible. Meterse de nuevo en la cama con los Castro no tenía sentido. No debe olvidarse que Putin llegó al poder de la mano de Boris Yeltsin para que completara el entierro del comunismo, no para revivirlo.

Las instalaciones de espionaje creadas en Cuba en 1964 fueron abruptamente clausuradas en octubre del 2001 por órdenes del propio Putin. Esa acción no se la perdonaron Fidel Castro ni los viejos kagebistas nostálgicos del comunismo, como su ex jefe el general Nikolai Leonov, quien así lo manifestó en una entrevista concedida hace algunos años a los medios rusos.

En agosto de 1991 el KGB urdió un golpe político-militar para liquidar a Mijail Gorbachev y su política de reformas. A las 24 horas de iniciado el movimiento subversivo, Vladimir Putin, teniente coronel del KGB, renunció a su cargo y se situó junto a Boris Yeltsin, el hombre que hizo abortar el coup d´etat.

Aunque Putin no tenía mucha importancia dentro de la inteligencia, sus excompañeros lo vieron como un traidor, pero en el bando de Yeltsin lo aceptaron como un buen aporte a la Rusia que huía de su pasado bolchevique.

Casi una década más tarde, el 31 de diciembre de 1999, Yeltsin, enfermo y alcoholizado, renunciaría a la presidencia del país dejando a su discípulo Vladimir Putin al frente de la Federación Rusa con la secreta tarea de que le cuidara las espaldas y lo defendiera de las (fundadas) acusaciones de corrupción.

Juntos, con perdón, habían armado la de Dios es Cristo. Enterraron la URSS, disolvieron el Partido Comunista, privatizaron con amiguetes el aparato productivo, renunciaron al colectivismo y a la planificación centralizada, y transformaron los servicios de inteligencia.

Yeltsin y Putin sabían que Fidel Castro era un estalinista irredento. Y lo sabían, porque al desertar el embajador (interino) cubano en Moscú, Jesús Renzolí, quien escapó vía Finlandia con la ayuda del diplomático costarricense Plutarco Hernández, reveló que algunas de las conversaciones conspirativas para restituir la dictadura marxista-leninista en la URSS se habían llevado a cabo en la embajada cubana en Moscú.

No obstante, la base de Lourdes permaneció abierta durante la década en que gobernó Yeltsin. Pero Putin, a poco de asumir el poder, la cerró, y lo hizo tan sorpresivamente que Fidel y Raúl Castro se enteraron por la prensa de la decisión del nuevo líder ruso, propinando un durísimo golpe a la vanidad de ambos personajes.

Sin embargo, la desilusión mayor fue la de Raúl Castro. De los dos hermanos, era él quien siempre había admirado más a Rusia, al extremo de llenar su antedespacho de fotos de mariscales y líderes militares soviéticos. Incluso, llegó a declarar, en el juicio-pantomima que organizaron para asesinar al general Arnaldo Ochoa y otros tres oficiales, que él, Raúl, era, en realidad, “un ruso del Caribe”.

En definitiva, ¿qué buscan Raúl Castro y Vladimir Putin en esta etapa de las relaciones entre ambos países?

El cubano busca armas para renovar su herrumbroso arsenal de los años ochenta, plantas eléctricas, una línea de crédito e inversiones en las elusivas prospecciones petroleras. Ofrece como garantía los petrodólares venezolanos-su permanente fuente de financiamiento-, pues nada tiene para exportar a Rusia, incluidos los médicos cubanos, innecesarios y muy poco respetados en ese país.

El ruso, por su parte, anda a la captura de mercados para sus cachivaches, especialmente armas, para lo cual -y ésta es una reflexión del sagaz político boliviano Sánchez Berzaín- le conviene arreglar cuentas con Raúl Castro, porque se trata del godfather de Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, y mantiene unas magníficas relaciones con Argentina, Brasil y Uruguay. Aunque pobre, desorientado y andrajoso, Raúl, paradójicamente es el director del circo y el domador de los enanos.

Hace muchos años, cuando conocí a Boris Yeltsin, le escuché expresar su temor a que el KGB le paralizara el corazón con unas ondas de radio que producían fibrilaciones. Yeltsin no quería nada a Castro.

Ignoro si Vladimir Putin ha controlado a sus ex compañeros o si cree que ya pasó el peligro. Tampoco sé lo que realmente piensa de los dos hermanos Castro, pero intuyo que no es nada bueno. Fue en Moscú, en esa época, cuando escuché una expresión llena de desprecio hacia Cuba y el comunismo tercermundista: “mendicidad revolucionaria”. Putin no quiere saber de eso nunca más.

¿Renace la Guerra Fría?

Vladimir Putin está experimentando la gloria del héroe victorioso. Ésa es una sensación muy poderosa que genera cierta adicción y tiende a repetirse. Más del 70% de los rusos apoyan la reconquista de Crimea. Retrospectivamente, juzgan con benevolencia la sujeción por la fuerza de Chechenia y el zarpazo dado a Georgia en el 2008 por los territorios de Osetia del Sur y Abjasia.

¿Renace la Guerra Fría? En modo alguno. La Guerra Fría fue un episodio del siglo XX impulsado por una ideología universal de conquista, el marxismo-leninismo, que no era nacionalista sino internacionalista, utopía basada en la superstición de la lucha de clases y en el supuesto parentesco que vinculaba a todos los trabajadores del planeta frente a los capitalistas opresores que poseían los medios de producción.

El marxismo-leninismo, sustento de la URSS, era una disparatada construcción artificial, intensamente racional que, tras arruinar a medio planeta y dejar cien millones de cadáveres sobre el terreno, acabó por implosionar como consecuencia de sus propias deficiencias y contradicciones cuando Gorbachov intentó rectificar los “errores”. No eran errores en la ejecución del proyecto. La teoría completa carecía de sentido. No se podía rectificar. Había que sustituirla. Esa fue la ingrata y gloriosa tarea que le tocó a Boris Yeltsin.   

Esto que hoy ocurre es más emocional y ancla en unas actitudes anteriores al marxismo-leninismo. Dicho en un lenguaje metafórico: el marxismo-leninismo congregaba a las personas tras ideas equivocadas. Era un mal de la cabeza. El nacionalismo las junta tras emociones compartidas. Es un mal del corazón.

(En realidad el nacionalismo también es un mal de la cabeza, en la medida en que la sensación física de amar a la patria, ese estremecimiento que provocan los himnos y las banderas, es la consecuencia de la acción de ciertos neurotransmisores encaminados a unificar a las tribus para fortalecerlas y lograr su supervivencia, pero esta aseveración, probablemente cierta, mas nunca confirmada, nos llevaría a un debate diferente que merece otra columna).

En fin, los rusos, con Putin en el puente de mando, tratan de reeditar la gloria del viejo imperio construido por los zares. ¿Hay que tratar de frenar este espasmo imperial? Yo creo que sí. El nacionalismo, en pequeñas dosis, además de ser inevitable contribuye al mejoramiento colectivo, pero, cuando se exacerba, como demostró Hitler, puede ser letal.

En Rusia, la mayor nación del planeta, que duplica el tamaño de Estados Unidos, Canadá, China o Brasil, los otros gigantes del mundo, vuelven a oírse los peligrosos argumentos del “espacio vital” o del supuesto derecho que tienen los Estados a proteger a las personas pertenecientes a la misma etnia radicadas en diferentes países. (Argumento que en nuestros días muy bien pudiera esgrimir México para invadir el sur de Estados Unidos ante los atropellos contra mexicanos indocumentados de personajes como Joe Arpaio, alguacil de Maricopa en Arizona).

¿Qué puede hacer Estados Unidos ante la actitud de Rusia? Primero, entender que el Moscú  poscomunista no es, por definición, antioccidental. Ya no busca el dominio del mundo sino restablecer la grandeza de Rusia y su rol de potencia internacional. Algo así sucedía en el siglo XIX, cuando Rusia unas veces se aliaba a algunas potencias europeas y otras reñía con ellas.

Segundo, mantener afilada y creíble a la OTAN. El razonamiento de Stalin tras la Segunda Guerra vuelve a tener vigencia en Rusia. Entonces el padrecito Stalin pensaba que la seguridad de la URSS dependía del establecimiento de una zona de protección en el Este de Europa que comenzaba en los países Bálticos y no concluía hasta Bulgaria. Hoy casi toda esa zona pertenece a la Unión Europea y está protegida por la OTAN. Para el sostenimiento de la paz es vital que se mantenga esa protección. 

La OTAN fue un instrumento militar surgido durante la Guerra Fría que impidió el estallido de un tercer conflicto contra la URSS. Ahora servirá de elemento disuasorio ante la nueva-vieja Rusia. Por el bien de todos es muy útil mantenerlo aceitado. Los romanos tenían razón: si quieres la paz debes prepararte para la guerra. Si vis pacem, para bellum.