Una teoría sobre la corrupción

Carlos Mira

Estudios realizados por el departamento de sociología de la Universidad de Belgrano entregan una radiografía interesante de la aproximación que la sociedad argentina tiene hacia la corrupción. El estudio adquiere mayor relevancia cuando se compara esas reacciones con lo que ocurre en la región.

Aparentemente el umbral de aceptación de la corrupción pública en el país es muy alto en términos regionales, incomparable con lo que ocurre con países como Uruguay y Chile.

El caso brasileño es distinto: allí también existen altos niveles de corrupción pública y una convivencia con la reacción social más amplia de lo que ocurre en Chile y Uruguay pero más baja de los que acontece en Argentina. Recientemente la presidente Rousseff despidió a varios funcionarios -ministros entre ellos- que había heredado de la administración de Lula y lo hizo sin miramientos ni lealtades políticas. Las medidas fueron bien recibidas por la sociedad.

Aquí en Argentina, hasta ahora al menos, el gobierno se ha inclinado por proteger a los funcionarios y allegados acusados de corrupción y, sospechosamente, lanzó un blanqueo de dinero sucio justo en el momento en que arreciaban las denuncias públicas sobre lavado de dólares provenientes de los sobreprecios de la obra pública contratada por empresarios amigos del matrimonio presidencial.

El blanqueo es en sí mismo un método bastante afín a los fenómenos de corrupción pública y a la relación del poder del Estado con actividades ilícitas como el tráfico de drogas y el el de armas. Por eso es utilizado en varios países del mundo y no es una exclusividad de la Argentina.

Sin embargo, probablemente por razones culturales y también fortuitas, el impacto retroalimentador que tiene en el país es distinto de los que sucede en otras partes. Por ejemplo, en los EEUU han existido sospechas e investigaciones sobre corrupción y entongue entre el poder y sectores económicos que han sido vinculados con blanqueos ocasionales. Sin embargo el nivel de corrupción cotidiana es mínimo y el umbral de aceptación de la sociedad a los hechos corruptos es extremadamente bajo. Además la libertad que tiene la prensa para hacer investigaciones es absoluta. Los corruptos existen pero se exponen a ser descubiertos. Cuando eso ocurre el escarnio público es insalvable.

El referido estudio intenta elaborar una teoría acerca de por qué puede ocurrir eso, según las diferencias de las sociedades, y llega a una conclusión interesante que incluso podría explicar ese diferente impacto social, por ejemplo entre EEUU y la Argentina.

Esa tesis tiene que ver con la morfología social que amalgama (o no) a un conjunto social determinado. En general, los países fuertemente inmigrados (EEUU, Argentina, Australia, Canadá, Brasil, Uruguay) tienen una base cultural del “sálvese quien pueda”. Llegados a unas tierras desconocidas, los inmigrantes tratan justamente de sobrevivir en un proceso que tienen que combinar la adaptación con el progreso (o al menos con la subsistencia).

En ese estado, es muy diferente el output que se obtiene del comportamiento inmigrante según el país de destino tenga un orden jurídico fuertemente arraigado o, por el contrario, laxo. En los primeros se observa un proceso de mimetización muy alto y en un período muy corto de los inmigrantes a su nueva cultura: la propia generación inmigrada se siente “nacional” de su país adoptivo al poco tiempo de llegar. En los segundos, en donde el orden jurídico es muy inestable y las reglas se cambian muy a menudo, los inmigrantes profundizan su sensación de aislamiento y tratan de sobrevivir como pueden siendo altamente permeables para realizar o permitir actos corruptos si de ellos les surge un beneficio inmediato.

Es interesante en este punto la relación de la corrupción con la situación económica. Esa tendencia a tolerar la corrupción contra un beneficio económico inmediato explicaría por qué algunos países -el típico caso de la Argentina- hacen le “vista gorda” a la corrupción cuando las cosas económicamente “van bien” y reaccionan cuando “van mal”.

En los países de cultura inmigrante y ordenes jurídicos laxos no logra conectarse la corrupción con el atraso o incluso con la muerte: el beneficio inmediato tapa lo que ocurre a mediano y largo plazo. En la Argentina esa cuestión parece haber cobrado alguna conciencia con la tragedia de Once en donde amplias franjas de la sociedad parecieron advertir la estrecha relación que hay entre la corrupción y las carencias de infraestructura que, a la postre, matan gente.

Como quiera que sea, es evidente que nuestro país por las razones que explica el estudio o por otras, ha sido el escenario de una combinación malsana entre las tendencias universales a la corrupción y factores culturales endógenos que se han combinado para que el producto obtenido sea lo que vemos espasmódicamente en el ajetreado escenario político nacional