Con las naves quemadas

Carlos Mira

Uno de los aspectos más criticados al gobierno del kirchnerismo y a la vez más ninguneado por éste -esto es, el clima de división social- se va convirtiendo en un tema central del drama económico que vive el país.

Ese clima le cierra al gobierno una válvula de escape. Tanto se enseñoreó en la titularidad de la verdad que hoy no puede recurrir a la ayuda de nadie.

Es cierto que la cara de piedra les permite a algunos lanzar acusaciones de conspiración contra los bancos y luego ir a pedirles la escupidera del dinero, como hizo el ministro Axel Kicillof sobre el fin de semana, nada más y nada menos que con los bancos extranjeros.

Pero esos son estertores de la desesperación. Se busca plata: de los exportadores a quienes se califica de desestabilizadores, de los retailers a quienes se acusa de inescrupulosos o de los bancos de quienes se asegura que orquestan un golpe de Estado.

Pero el camino que el gobierno se ha cerrado a sí mismo es el de las ideas: no puede ir a buscar ninguna al canasto de las disponibles; se metió en un callejón que lo obliga a rumiar en la antigüedad de las que siempre usó.

Hasta los bastiones más rancios del estatismo saben que el factor de velocidad del deterioro no resiste una multiplicación por dos años. Todo ese tiempo en manos de este marasmo dirigista y asfixiante va a matar a todos, incluso a ellos. Pero el gobierno se privó a sí mismo de usar la llave de la puerta que le permitiría descomprimir esta situación.

Ha etiquetado, insultado, ironizado a todos los que advertían el curso del desastre. Y lo que es peor, se ha mofado sarcásticamente de las ideas que esas personas sugerían.

Hace 11 años que el país está en quiebra internacional por no pagar sus deudas y por no presentarle a los acreedores una solución que éstos estén preparados para aceptar. El gobierno subestimó la situación y hasta se dio el lujo de cargar a los que opinaban que lo que estaba haciendo no era bueno. Eso aisló al país tanto como los discursos anti occidentales y las alianzas extravagantes, que parecieron buscarse más con el ánimo de molestar a aquellos a quienes el gobierno no soporta que como una política coherente, aquilatada y a la que sinceramente se considerara como una opción mejor para el país. Todo lo que ha emprendido el gobierno aparece hoy como hecho “en contra de” y “para diferenciarse de” más que como una política sincera y convencida.

El resultado de esta postura en el frente externo nos ha dejado hoy sin puertas a las que golpear en el mundo. Todos huyen de nosotros como de la peste. No inspiramos confianza a nadie y cualquiera consideraría fuera de sus cabales a quien pusiera un cobre en la Argentina.

Del mismo modo, fronteras adentro, el gobierno estiró la cuerda del odio ideológico a tal punto que hoy no puede llamar a nadie para que lo ayude. Ha roto los puentes de comunicación con todo aquel que no sea de la propia tropa aplaudidora de sí misma. Lo único que valió siempre es lo que ellos decían; todo lo demás se reducía al lugar del ridículo, generalmente por la vía del sarcasmo bajo y la altanería desubicada.

Parece poco creíble que el gobierno plantee una cuestión de convicciones. La única convicción visible es la de sostener el poder. Pero hasta ahora ese fin fue compatible con la demagogia populista de izquierda y es precisamente eso lo que ha terminado. El mantenimiento de la lógica populista de izquierda dirige al gobierno hacia la pérdida del poder. Hasta el peronismo está alarmado porque está sospechando que la sociedad, por primera vez, está adquiriendo conciencia de que es ese movimiento el inoperante, y de que nadie hará distingos entre cristinismo y peronismo.

Es más, suena hasta tragicómico, pero para el horror de sus aborrecibles enemigos, el péndulo argentino podría llevar nuevamente al país hacia el “neoliberalismo”.

La testarudez, el capricho y la irresponsabilidad han conducido a la Argentina a este punto impensado. Ojalá que la sociedad sea más inteligente que el gobierno y pueda abrazar por primera vez en más de un siglo la libertad verdadera. Decenas de veces hemos dicho que el “neoliberalismo” no existe. Que lo que sí existe, gracias a Dios, es el liberalismo; la idea que fundó este país y gracias a la cual fue grande alguna vez. Quizás su peor pecado haya sido haberlo hecho grande en un período muy corto de existencia, menos de 80 años. Esa velocidad en el éxito nos hizo creer que éramos algo más de lo que éramos y no pudimos absorber con dosificación las consecuencias de un cimbronazo internacional que nos noqueó.

Pero el único camino que nos puede sacar hoy del pozo a que nos ha conducido el populismo de izquierda es el liberalismo económico moderno, el occidentalismo, la competitividad exterior, la libertad interior y la persecución inquebrantable de la delincuencia.

Ese camino está cerrado para el gobierno porque la hondura de la grieta que produjo lo ha llevado a un punto sin retorno. La pregunta entonces es cómo vamos a transitar los dos años de faltan para que la señora de Kirchner complete su período. El gobierno ha tirado la llave de la caja que contenía las medidas que podrían salvarlo y con sus propias ideas se hundirá junto con todos nosotros.

La oposición tampoco ha emitido señales contundentes en el sentido de proyectar medidas de las que harían falta para detener el deterioro y avanzar hacia el desarrollo. Todos siguen con mensajes tímidos como si aun no estuvieran convencidos de que fueran a convocar a las mayorías nacionales si se expidieran públicamente en el sentido de tomar las medidas que habría que tomar.

Si esos políticos estuvieran acertados  -es decir que sus cálculos de conveniencia les estuvieran indicando que efectivamente perderían votos si dijeran que van a liberalizar la economía, revisar las alianzas internacionales y recomponer las relaciones con el mercado financiero internacional- entonces las responsabilidades por lo que está ocurriendo y por lo que pudiera ocurrir habría que retirarlas hasta del propio cristinismo para ponerlas en cabeza de nosotros mismos, que tenemos, aparentemente la estrafalaria idea de que es posible tener los niveles de vida de EEUU o Australia pero aplicando las ideas de Castro, Chavez o Lumumba.

Se supone que la democracia es un sistema insuperable, porque permite la rectificación pacífica de los errores cuando éstos se manifiestan con efectos negativos evidentes. Cerrarse a los beneficios de esa simpleza implica, en alguna medida, cerrarse a la democracia misma. Es lo que mejor define al cristinismo. La democracia no es un sistema épico de gobierno. No quema ninguna nave. Pero Cristina las ha quemado a todas.