De falacias e ilegalidades

Carlos Mira

En la presentación del nuevo Código Civil y Comercial, la Presidente se detuvo especialmente en el artículo que establece el peso como moneda de curso legal, diciendo que, con sus más y sus menos, desde 1869 la Argentina había crecido con “su peso moneda nacional”, hasta que en 1991 con la sanción de la ley de Convertibilidad se permitió una dualidad monetaria con el dólar.

En un párrafo en el que derrochó nacionalismo de baja calidad y una sensiblería que debería ser ajena a las cuestiones económicas, la Presidente pareció relacionar la vigencia de una moneda nacional más con los sentimientos patrióticos que con la existencia de una herramienta apta para intercambiar mercaderías y servicios y para ahorrar.

Habría que recordarle a la mandataria que fue su “clase” -la de los políticos o “la política”, como a  ella le gusta decir- la que le voló literalmente 13 ceros al amado “peso moneda nacional” fruto del despilfarro al que la administración del Estado sometió al país y que como consecuencia de ello el “peso moneda nacional” pasó a ser materialmente inservible a todos los fines útiles que debe tener una moneda.

La migración argentina hacia otras monedas no fue un deporte nacional de cipayismo sino una necesidad impuesta por las circunstancias de contar con algún instrumento que tornara medible las operaciones.

Si la Presidente está tan preocupada por hacer del “peso moneda nacional” el estandarte por excelencia de la soberanía patriótica, debería empezar por cuidarlo, por no envilecer su valor imprimiendo billetes a lo pavo como si fueran talonarios de rifas y para ello debería cuidar el gasto que genera el déficit que luego pretende cerrar con la imprenta de la Casa de la Moneda funcionando a destajo.

Si esas previsiones de política económica fueran atendidas, el “peso moneda nacional” recobraría valor y regiría por lo que vale y porque es útil para cumplir con los fines para los cuales se crea una moneda, no por la imposición marcial de un bando patriótico, que lo único que genera es la hipocresía de un discurso y la manifestación de una conducta completamente contraria.

En otro momento -no se sabe si por un acto fallido- la Presidente dijo que no recordaba bien las fuentes del Código de Vélez Sarsfield “porque hacía mucho que no ejercía la profesión” y agregó, “afortunadamente”. ¿Qué habrá querido decir con eso? ¿Qué le fue mejor como política que como abogada? ¿Que más allá de su famosa frase en Harvard (“Siempre fui  una abogada exitosa”) en realidad su “fortuna” (quizás de allí venga lo de “afortunadamente”) la hizo como funcionaria y no en el ejercicio de la profesión? No se sabe. Pero la “broma”, porque la Presidente usó ese tono, no se entendió.

También la Sra. de Kirchner hizo hincapié en que el código era el resultado de un gran consenso nacional y que recetaba los nuevos acuerdos de la sociedad argentina sobre las distintas materias a las que el código se aplicará. Sin embargo, sobre el final en la parte encendida de su discurso, ya con el pico caliente, dejó en claro que la obra era una manera de “dejar plasmado en una ley lo que se había hecho en estos 10 años” y que “allí se consagraba lo que la voluntad popular había votado”.

¿Y el consenso, entonces, Sra. presidente? ¿No era que el código no era la ley de una facción de la sociedad sino el fruto de un “acuerdo”?

Ahora sí se entiende por qué el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, incurrió en lo que, paradójicamente, puede convertirse en el tumor oculto que condene al código a no regir nunca: la prohibición de que el proyecto pase a comisiones y la imposición de discutirlo en el pleno del recinto, en donde fue aprobado en la misma sesión por la mera fuerza del número. La aprobación de la ley está impugnada en la Justicia por ese motivo y varios diputados opositores adelantaron que de ganar en 2015 suspenderían la vigencia del Código como mínimo por un año hasta que esas ilegalidades se resuelvan como deben resolverse.

En esos párrafos finales del discurso presidencial estaba la verdad: el código no es el fruto de un gran consenso nacional sino la aspiración personal de dejar una marca partidaria en la historia: lo dijo la Sra. de Kirchner “dejar plasmado en una ley lo que se hizo en estos 10 años”

Es indudable que la Presidente solo responde al concepto aluvional de la “democracia” (si es que a ese modelo puede llamársele “democrático”) según el cual quien gana unas elecciones automáticamente se erige en la encarnación misma de todo el pueblo y puede hacer lo que quiere, “dejándolo plasmado en una ley que rija el modo de vida de la sociedad para los tiempos…”

El código de Vélez Sarsfield, aquel cuyas fuentes la presidente apenas podía enunciar, rigió 145 años. ¿Es ese el horizonte de tiempo que la Presidente imagina como legado de la “década ganada”? ¿Imagina a los futuros estudiantes de Derecho endiosando la ley que dejó “plasmado” lo ganado en aquella época -para ella-  gloriosa?

La propia réplica de los diputados opositores que adelantan la suspensión de su vigencia si ganan las elecciones es una prueba más de que la argentina es una sociedad sectaria, en donde los bandos pretenden asumirse como los dueños del todo cada vez que tienen el poder. De allí de andar a los “bandazos”, producto de que los “bandos” pretenden arrastrar al conjunto hacia lo que no son más que sus posiciones de facción.

Más allá de la necesidad de adecuar la ley a los tiempos -y quizás la mayor adecuación sería justamente abandonar la tradición de la “codificación”- ese tránsito no puede llevar el color de una elección que, por lo demás, parece ya muy lejana,  con números que ni de cerca reflejan el sentir político de la sociedad argentina de hoy.

Es una pena que el trabajo de personas pensantes se pierda inútilmente de este modo. Más allá de que el nuevo código implica un paso más hacia la colectivización de la sociedad en detrimento de los únicos derechos civiles válidos (los que pueden ser ejercidos por personas físicas o jurídicas reales y no por entelequias colectivas que le permiten a los funcionarios del Estado entronizarse y usufructuar un lugar de privilegio respecto del ciudadano común), es un pecado que vuelva a utilizarse las instituciones de la democracia para imponer lo que es el parecer de algunos como el parecer de todos.