No hay ninguna guerra

Carlos Mira

A fuerza de repetir frases hechas, las realidades se van formando como un callo que luego nadie se toma el trabajo de esmerilar. Algo así está ocurriendo con la llamada guerra entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. En rigor de verdad no hay tal guerra. O mejor dicho, no puede haberla.

El Poder Judicial es un órgano del Estado que no actúa por sí mismo. Salvo en los delitos de acción pública del Derecho Penal, en donde la Justicia tiene el deber de actuar de oficio más allá del interés que muestre el particular damnificado en iniciar o impulsar la causa.  En todos los demás casos ningún juez ni ningún fiscal puede mover un dedo si no hay un particular que les pida su intervención.

Cuando el Gobierno se enoja porque la Justicia detiene sus proyectos tachándolos de inconstitucionales o los demora por la aplicación de medidas cautelares es -siempre- porque un ciudadano privado le ha pedido auxilio a los jueces para que lo protejan.

De modo que el oficialismo equivoca su enojo y, fundamentalmente, yerra el destinatario de sus diatribas. Si los jueces actúan es, primero, porque los particulares se lo piden y, segundo, porque encuentran en esas inquietudes razones legales o constitucionales suficientes para poner en marcha la protección.

La Presidente entonces, en lugar de dirigir insultos velados, sarcasmos inútiles y ácidas indirectas a los jueces, debería preguntarse por qué tantos ciudadanos quieren protegerse de ella; por qué tantos particulares golpean la puerta de los juzgados para decir “Sr. juez, por favor, sálveme de este atropello”.

Para eso fue creada la Justicia, para estar pronta a atender esos ruegos. En los absolutismos no había alternativas, ni plegarias que funcionaran: la voluntad omnímoda y arbitraria del monarca disponía de la vida y la hacienda de todos como si todo le perteneciera. El rey no daba explicaciones ni nadie podía pedírselas. Tampoco existía un cuerpo que revisara sus arbitrariedades. Lo que él decidía era ley porque se suponía que su poder derivaba de Dios.

La Sra. de Kirchner parecería en muchos casos querer replicar aquellos esquemas de la Edad Media. Pretende trasmitir la idea de que su poder deriva de una entidad sobrenatural (que ella llama “voluntad popular”) y que como tal, ella y sus decisiones, no pueden ser discutidas por nadie.

Pues bien, ese esquema terminó en el mundo pretendidamente civilizado hace 4 siglos. No hay aquí ninguna entidad suprahumana de la cual derive un poder que se deposite en cabeza de nadie. Todos somos iguales ante la ley y el “poder” dejó de ser uno para transformarse en tres. Lo único que importa en el Estado de derecho es la capacidad del sistema para defender derechos concretos de personas concretas. Ningún colectivo difuso a cuyo caballo quiera subirse algún  delirante con intenciones de replicar los absolutismos del pasado, puede reemplazar el sistema de derechos civiles y de limitación del poder el Estado.

Dentro de ese esquema, la Presidente debería primero saber  que sus decisiones están sujetas a las restricciones que ese sistema de derechos individuales les impone. Porque no hay nada superior a los derechos individuales.

Si una decisión presidencial viola un derecho, el titular del derecho agredido podrá pedir la intervención de un juez para que haga cesar los efectos de esa medida presidencial respecto de su persona. Luego, por supuesto, la influencia de la jurisprudencia hará posible que la iniciativa del presidente cese no solo para ese particular damnificado sino para todos los que aleguen estar en su misma condición.

Pero allí no hay ninguna guerra. Lo que está pasando es el funcionamiento normal de la Constitución. Es lo que ocurrió con la Ley de Medios y con la “democratización de la Justicia”: las iniciativas están paradas porque hay particulares que las discuten y que lograron o declaraciones de inconstitucionalidad o medidas cautelares que los protegen.

Presentar proyectos para restringir o suprimir las medidas cautelares o para dificultar el control de constitucionalidad de las leyes, son todos intentos de pretender volver a instaurar un sistema de gobierno absoluto, previo a la civilización del Estado de Derecho.

En cuanto a las actuaciones de la justicia federal penal -si bien, como dijimos, ésta sí tiene la obligación de actuar de oficio cuando entra en conocimiento de la comisión de un delito- las causas en trámite (casos de corrupción, de lavado de dinero, de desvío de fondos de la obra pública, de enriquecimiento ilícito, etc.) también fueron activadas por personas, sean estas particulares o diputados representantes del pueblo que han creído conveniente llamar la atención de los jueces para que éstos verificaran el uso de los recursos del Estado, que no son -obviamente- de propiedad de los bolsillos de quienes gobiernan, sino de toda la sociedad.

De modo que la postura de la Presidente y, en general, de todos los aplaudidores profesionales que integran su administración, acerca de que el Poder Judicial les ha declarado una guerra porque quiere “gobernar” en su lugar, es, como mínimo, una burrada; un indicio de que no tienen la más pálida idea de cómo está preparado el sistema para funcionar, y, como máximo, un intento directo, pero enmascarado, de replicar a los gobiernos absolutos de los siglos XV o XVI.

La Presidente pretende replicar en el país la organización militar que ella le da a su propio partido. Pero fuera de aquella estructura hay otra gente que no está dispuesta a someterse a su mando indiscutible como si lo están sus militantes y sus seguidores. No hay problemas en que voluntariamente ellos hayan elegido esa manera de vivir y de entender las relaciones humanas. El problema consiste en que se lo quieran imponer por la fuerza a todos. Los que no están de acuerdo con esa organización social tendrán siempre a la Constitución y a los jueces para defenderse. Y eso no quiere decir que el Poder Judicial este en guerra con el Ejecutivo. No hay nadie en guerra con la presidente. Es ella la que se la ha declarado a todos los que osen no obedecerla. El problema es que así podrá vivir dentro de su partido. Pero no tiene derecho a imponer esas maneras y esos perfiles a quienes no se han afiliado para ser sus seguidores.