Una adhesión mística al populismo

Carlos Mira

El papa Francisco en su reciente gira latinoamericana tuvo una sugestiva parada en Bolivia, en donde fue recibido por el primer presidente indígena de América, Evo Morales. Francisco visitó La Paz y Santa Cruz de la Sierra, ciudades en las que pronunció varios discursos.

En una ceremonia que fue trasmitida por televisión el presidente boliviano le regaló a Su Santidad un crucifijo hecho con la forma de la hoz y el martillo. El papa lo recibió con gentileza, pero con aparente sorpresa (aun cuando luego en declaraciones públicas dijo que no se había sentido ofendido por el presente, mientras el presidente dijo que había sido hecho desde el amor hacia el “papa de los pobres”).

El crucifijo era una réplica del que había hecho el padre Luis Espinal Camps, un cura izquierdista que fuera asesinado en La Paz en 1980 por un escuadrón de la muerte afín al Gobierno.

Desde que asumió el Gobierno, Morales elevó la figura de Espinal Camps como uno de los principales impulsores de la llamada teología de la liberación, el ala más radicalizada de la curia católica.

Otro cura de la misma condición, el arzobispo Oscar Romero de El Salvador, que hablaba de modo similar en contra de las injusticias y en nombre de los pobres, también fue asesinado por un francotirador del Gobierno, mientras oficiaba misa en la capital. Romero fue beatificado en mayo con el activo apoyo del papa. Este mismo movimiento comenzó ahora en Bolivia respecto de Espinal Camps, también con el apoyo de Francisco, que hizo detener su papamóvil en el lugar del asesinato para elevar una oración.

El presidente Morales exhibió en su pecho durante toda la visita del papa una fotografía del “Che” Guevara, el líder guerrillero marxista leninista que fuera muerto en ese país por un batallón del Ejército mientras el argentino pretendía liderar una revuelta a la cubana en el Altiplano. Desde que asumió en La Paz, el presidente elevó la figura del Che a la de un héroe nacional, contando para ello con el apoyo de Raúl Castro y de Hugo Chávez.

Morales pertenece a la etnia aymara y desde que es presidente ha reemplazado gran parte de los oficios religiosos del catolicismo por los cultos tradicionales de su tribu, terminó con el orden impuesto por la minoría blanca y mestiza que había gobernado Bolivia desde siempre. Un aspecto obvio de la administración de Morales fue su antiamericanismo, que lo llevó a cancelar los acuerdos de cooperación de su país con la Drug Enforcement Administration (DEA) y a echar al embajador de Washington en La Paz.

Este fue el escenario elegido por Francisco para producir un violento speech en contra del capitalismo, al que definió como un nuevo colonialismo, que estimula el materialismo, que arruina el medioambiente y que crea inequidades.

El Papa produce este sugestivo discurso en un momento en que el protestantismo evangelista ha socavado fuertemente el apoyo de las masas al catolicismo, que, en el caso, boliviano, debe unirse al ya comentado esfuerzo presidencial por reemplazarlo con las prácticas religiosas indígenas.

Sería interesante preguntarle al Papa si cree que el nacionalismo populista es la respuesta a las inequidades que denuncia. El capitalismo es apenas un apéndice económico de una filosofía mucho mayor y abarcativa de las relaciones humanas como es el liberalismo, gracias al cual, entre otras cosas, el catolicismo que él profesa es posible.

¿Será que el Papa tiene una preferencia por regímenes en donde un líder dirige la vida de todos? Es posible que Francisco crea en la existencia providencial de líderes buenos y que su guerra sea contra los líderes malos, pero no contra los hombres fuertes como concepto filosófico.

Si fuera así, con toda la influencia que él sabe que tiene entre los fieles católicos de un continente sufrido como el latinoamericano, debería pensar mejor el contenido de sus palabras.

En efecto, los sistemas jurídicos de organización social para tender a la equidad, a la justicia y a la libertad deben producir un orden que prevenga la existencia de personajes providenciales que, desde una alta torre, estén en posición de dirigir la vida de la gente. Una organización basada en ese criterio siempre quedará expuesta a la aparición de un líder malo. Una sociedad no puede quedar supeditada a esa posibilidad aleatoria del destino. No importa si sus buenas intenciones lo diferencien de los sátrapas que el mundo ha conocido y que llegaron a la cúspide del poder de la mano de una demagogia repugnante que también gritaba loas a la justicia social y bramaba en contra de las desigualdades que produce la libertad.

Lo que debe importar es que las sociedades no deben permitir la llegada al poder de místicos providenciales, aun cuando lo hagan llenándose la boca hablando de la justicia, de la equidad y del pecado de la pobreza.

Detrás de esos discursos siempre ha llegado la opresión y el enriquecimiento ilícito. No puede ser que el Papa dé la posibilidad de ese peligro. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, en que la creatividad autoritaria inventó el “verso” del despotismo ilustrado a cargo de un dictador benevolente, han sido muchas las variantes que el ingenio autoritario ha generado para avasallar a los pueblos.

El único sistema que distribuye con justicia la suerte de la vida es la libertad. Por supuesto que a ella puede ayudársela para que todos puedan acceder, más o menos, a las mismas herramientas de progreso. Y esa ayuda no es el discurso demagógico, ni mucho menos la insidia de unos contra otros, sino la educación; la educación para la libertad y para la convivencia armónica de todos, aunque no todos tengamos lo mismo.