El final y el principio

Carlos Mira

Giraba y giraba en torno a sus propias palabras y no alcanzaba a redondear un remate. Daniel Scioli, inaugurando -sin decirlo- la campaña por la segunda vuelta, no podía creer lo que estaba pasando en el país, ni daba crédito a los datos que, minutos antes de la 10 de la noche, le habían pasado sus colaboradores.

Tan poco entendía de todo lo que ocurría que no se le ocurrió mejor idea que ensayar un discurso en el sentido exactamente opuesto al que la gente había votado.

Parecería que el país necesitaba sacarse de adentro una enorme furia y rencor. A eso se dedicó, incomprensiblemente, el gobierno durante 12 años. No hubo manera de que ese proceso -como el de una larga infección- pudiera hacerse más corto, a pesar de los esfuerzos que hicimos muchos.

Pero ahora el país había dicho “basta, ya me saqué la bronca: ahora quiero gente normal…” Scioli no registró ese cambio y siguió fogoneando la división y el rencor apelando a la figura de “dos países en pugna” en referencia a lo que él y el kirchnerismo representan y lo que simboliza Mauricio Macri.

Lo que ocurrió ayer vuelve a ser una lección para muchos pronosticadores: las sociedades suelen guardar en secreto el estruendo que preparan. Mientras todos hablaban de un posible triunfo del FpV en primera vuelta y de un ajustado, pero triunfo al fin, éxito de Aníbal Fernández en la provincia de Buenos Aires, el electorado dio vuelta el mapa político del país de pies a cabeza.

Por supuesto que la mayor sorpresa fue la provincia de Buenos Aires y el conurbano bonaerense en donde la gente le dio la espalda a la soberbia de la Presidente.

Todos en el oficialismo señalaban ayer a Aníbal Fernández como el “mariscal de la derrota”. Parece ser un título demasiado elevado para el jefe de Gabinete. Fernández puede haber contribuido desde su figura y desde sus antecedentes impresentables a que el castillo kirchnerista se hiciera pedazos, pero no es ni el principal ni el único responsable.

Las decisiones de la Presidente han sido las principales causas de un hartazgo que estalló en millones de boletas de Cambiemos. Al pretender inundar a los argentinos con cadenas nacionales flagrantemente ilegales, cebada por tantos años en que la sociedad le permitió otras extravagancias parecidas, la mandataria creyó que seguían vigentes las condiciones del pasado.

Como principal figura en la encarnación de aquella furia, de aquel odio a todo, la Sra. de Kirchner llevó al extremo un modelo de griterío, de encierro y de enojo indiscriminado al que la sociedad rechazó.

No hay dudas de que otro protagonista de la debacle ha sido el ministro de economía Axel Kicillof, que con su idioma y con sus medidas -apañadas y estimuladas por la Presidente- contribuyó a generar un clima de cansancio que terminó expresándose ayer del modo que lo hizo.

La sociedad dio una muestra de lo que preparaba cuando más de un millón de voluntarios se anotaron para ser fiscales en todo el país. Nadie registró ese detalle que Mauricio Macri no se cansaba de destacar. Sin embargo, la realidad le dio la razón.

El kirchnerismo basó su estrategia en la maximización de las diferencias entre los argentinos. Fuimos muchos los que tratamos de señalar que ese no era el camino para salir de la pobreza y de la miseria y que, al contrario, ese era un sendero seguro para la decadencia, para el descuelgue del mundo, para la asfixia de la libertad y, en definitiva, para vivir peor.

Pero el síndrome de la furia fue más fuerte durante todo este tiempo y era como si, se dijera lo que se dijera, el país estuviera “seteado” para insistir en ese rumbo de rencor y de bilis reciclada.

Lo que empieza ahora es una tarea muy difícil. La herencia de los Kirchner es una carga tan pesada, que restaurar las heridas abiertas y las consecuencias de medidas tomadas solo en base al sentido de la revancha y del enfrentamiento, supondrá un trabajo ciclópeo.

Pero cualquier tarea  se puede llevar adelante en un clima de concordia y de grandeza. Eso es lo que no entendió Scioli, que trepanaba la tierra para hundirse más con un conjunto de palabras viejas y que sonaban hasta ligeramente ridículas cuando uno las contrastaba con lo que estaba pasando.

El horizonte que se abrió sorprendió a los propios triunfadores, porque nadie esperaba un mensaje de semejante magnitud y profundidad. Ayer los activos financieros de las empresas argentinas en Nueva York volaban por los aires, lo mismo que la bolsa local.

Pero esas son ráfagas. Aquí lo importante es la dirección del viento, no la intensidad de un soplido.

Y esa dirección tuvo una variación fundamental en el sentido de la normalidad. Porque si algo fue el kirchnerismo en todos estos años fue eso: una gran anormalidad.

Los ejemplos mundiales de cómo les va a regímenes basado en el odio y la revancha eximían de mayores comentarios sobre lo que podía terminar pasando con ese fenómeno. Pero la Presidente y un séquito bastante amplio de aplaudidores creyeron que era efectivamente posible la eternización en el poder, incluso más allá de sus propias personas. Pretendieron convertir en “sistema” lo que, desde que nació, fue un “antisistema”.

Esa pretensión tuvo un furibundo freno la noche del domingo.

Lo que hay que reconstruir en el país es inmenso. No será la tarea de un solo presidente. Es tanto lo que se ha destruido y corroído que volver las cosas a su lugar comprenderá el periodo de más de una administración.

Una oscura noche de revanchas terminó ayer. Si una mayoría decisiva del país creyó durante todo este tiempo que eso era necesario, ya está, ya se dio el gusto. Ahora esa etapa terminó. El país pagó un precio enorme, pero ya lo pagó. Ahora empieza el largo camino de sentar las bases de una sociedad diferente que se dé el gusto no de practicar el resentimiento sino de disfrutar de los beneficios de la paz y la concordia.