Macri en Asunción

Carlos Mira

El presidente Mauricio Macri tuvo en Asunción su primera reunión internacional con sus colegas del Mercosur. La unión aduanera regional hace rato que está estancada y no funciona en su objetivo principal que es el de incrementar el comercio entre sus socios. La increíble ceguera de sus dos principales integrantes —Brasil y Argentina— ha convertido al acuerdo en un sello de goma, inútil y burocrático, bueno para nada.

Esta condición debería ser de por sí preocupante, porque obviamente un acuerdo hecho para aumentar el comercio que en los últimos años lo haya disminuido debería constituir un fenómeno digno de estudio.

Pero el ridículo no ha parado allí. Hace un par de años el bloque supuestamente democrático aceptó el ingreso de Venezuela, en manos de la dictadura chavista. Guiados por el concepto de masas, los populismos regionales redujeron el requisito democrático a la sola exigencia de elecciones populares. Por cierto, ese trámite es un componente sine qua non de las democracias, pero de ninguna manera es suficiente. La democracia es mucho más que ir a votar cada cuatro años. Es más, el solo hecho de tener que recordarlo no es un buen síntoma de la salud republicana de quien protagonice el olvido o la confusión.

Las barbaridades que ha venido cometiendo la “revolución bolivariana” desde que se incrustó en las instituciones venezolanas son de tal magnitud que incluso superan las imágenes de miseria y pobreza en las que ella misma hizo caer a un país rico y bendecido por la naturaleza. Esas barbaridades han sucedido en el campo de los derechos y las garantías universales del hombre.

Los dictadores Hugo Chávez y Nicolás Maduro han reducido a la servidumbre a todo un pueblo de la mano del atropello, la falta de justicia, la estafa electoral, la expropiación y, finalmente, como no podía ser de otra manera, el encarcelamiento político.

La izquierda radical, populista y corrupta siempre ha tenido una fascinación por la cárcel. Meter presa a la gente ha sido una especie de desideratum de su locura épica. Siempre ha sido así, en todos los lugares en que la humanidad ha tenido que soportar sus alucinaciones. Venezuela no ha sido la excepción y, para vergüenza del continente y del mundo libre, ha terminado metiendo gente presa.

En ese terreno sus barrabasadas han superado todo límite. El caso de Leopoldo López es una especie de quintaesencia del totalitarismo. El “fiscal” que lo acusó siguiendo las órdenes de Maduro huyó a los Estados Unidos y reveló allí que todas las pruebas eran falsas, que habían sido inventadas para justificar los cargos y suprimir a López de la vida pública.

Frente a arbitrariedades como esta, los asistentes a la reunión de Asunción han tenido que soportar el tupé de la canciller venezolana (que ocupó el lugar de Maduro) diciendo que su país es un ejemplo en el respeto a los derechos humanos.

¡Pero hasta cuándo tiene que estar uno obligado a soportar semejantes descaros! ¿Acaso está escrito en alguna regla de la diplomacia no mandar al diablo a un mentiroso profesional? ¿Acaso uno tiene que soportar eternamente las tomaduras de pelo de quienes sumergen a sus pueblos en la miseria por no ofender o no causar un incidente? ¡Al infierno con los “incidentes”! Es preferible tener un incidente con un tirano que apañarlo con un entendimiento tan diplomático como hipócrita.

La decisión del presidente Macri de exigir la liberación de los presos políticos de Caracas es, al mismo tiempo, una liberación de la Argentina; una liberación del yugo a la estupidez a la que estuvo sometida en estos últimos años. Desgraciadamente, Brasil, la principal economía del bloque, sigue preso de esta mentalidad populista que confunde el beneficio del pueblo con el beneficio de los gobernantes.

Pero desde la perspectiva argentina, es muy saludable que el Gobierno de Macri haya llevado a la capital paraguaya la palabra de la libertad, de la república, de los derechos civiles y de las garantías constitucionales de los individuos contra los atropellos y contra la arrogancia del Estado totalitario.

Ojalá pronto el Mercosur no sólo tome la senda del progreso económico, sino que transforme su mero nombre en un sinónimo del imperio del derecho y de la libertad, por encima de los bananismos que, al mismo tiempo, sodomizan a sus pueblos, los meten presos y los matan de hambre.