Política y daños colaterales

Carlos Mira

El presidente Mauricio Macri ha resuelto crear una mesa política para evitar cortocircuitos comunicacionales de sus medidas y tratar de prevenir los inconvenientes que futuras decisiones puedan conllevar. Esa mesa está integrada por el jefe de gabinete, Marcos Peña, el ministro del Interior, Rogelio Frigerio, el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, el secretario de Comunicaciones, Jorge Grecco y ministros específicos que se agregarían según la temática.

Como todo el mundo sabe, el Gobierno de Cambiemos ha sido etiquetado como un Gobierno de gerentes, lo que da a entender que tiene una inclinación a medir toda la realidad argentina por resultados aritméticos y a no considerar los inasibles e inmedibles costados de esa misma realidad que algunos califican, justamente, como la política.

Así se expresó la semana pasada la reina de esa frase, la ex presidente Cristina Fernández, que hizo de su mandato una especie de éxtasis de lo inasible, al mismo tiempo que —mientras cantaba esa canción— hacía desaparecer miles de millones de dólares (muy asibles) que nadie sabe dónde están. Porque la verdad es que no están. En la década de mayor flujo de dinero hacia la Argentina por los precios de sus commodities y las condiciones financieras internacionales, la infraestructura se destruyó y la pobreza alcanzó la satelital cifra del 30% de la población. ¿Dónde fue a parar todo ese dinero? Si no está en obras y no lo tiene la gente, ¿se lo habrá llevado la política? No se sabe, lo único cierto es que no está.

Por otro lado, el rotulado como “CEO insensible a la política” está conduciendo el proceso más gradualista de que se tenga memoria y, por lo menos hasta ahora, sin haber hecho público un beneficio de inventario. En efecto, Macri y el conjunto de sus gerentes parecen tener en cuenta más consideraciones políticas de las que les aconsejarían muchos de los economistas ortodoxos, que, según Fernández, son los que ahora, con sus criterios, gobiernan el país.

De todos modos, no está mal que el Presidente intente minimizar los daños colaterales de las medidas que debe tomar, al menos aquellos evitables con una buena comunicación. Desde el 11 de diciembre que, desde estas columnas, venimos insistiendo en que el primer paso de esa comunicación debe ser la revelación lisa y llana del estado del país al 10 de diciembre de 2015. Parece que (cumpliendo por lo demás con lo que establece la Constitución) el Presidente hará ese balance el 1.º de marzo, el día de la inauguración de las sesiones ordinarias del Congreso.

En efecto, la Constitución argentina, siguiendo el modelo de la norteamericana, obliga al Presidente a entregar anualmente un estado de la nación para que el pueblo sepa cuál es la situación del país. Es el famoso State of the Union que cada año el presidente norteamericano da en Washington a mediados de enero. Aquí habrá que decir cuál es el punto de partida. El contraste entre la realidad y el relato kirchnerista es de tal magnitud que no debe quedar sombra de duda de todo lo que hay que arreglar.

Sin dudas será un mazazo para los que creyeron aquel cuento. Es más, muchos estarán dispuestos a negar la realidad, a decir que el inventario presentado por el nuevo Gobierno es falso. Por eso, las pruebas deben ser contundentes y completamente abiertas para quien quiera verificarlas. La Argentina debe entrar alguna vez en un tiempo en donde la justicia cósmica reparta las suertes de acuerdo con un criterio de benevolencia. No puede ser que gobiernos que no se merecen nada se lleven los laureles por una gestión que no hicieron.

El kirchnerismo, que demonizó los noventa, vivió doce años de las inversiones en infraestructura que se hicieron en aquellos años, hasta que —a fuerza de no hacer nada y comerse todo ese capital— todo comenzó a caerse a pedazos.

El ministro Juan José Aranguren acaba de revelar que, de salir todo bien, el nivel de cortes de luz por persona por año podrá volver a los niveles de 2003 recién en 2017. Es algo así como un juego de la oca al revés, en donde retroceder en el tiempo implica una mejora en los servicios. Deleites y milagros del engendro populista.

Por eso, es preciso que la sociedad comience a merituar la buena administración y a hacer coincidir su preferencia electoral con aquellos que mejor administran sus recursos y no premiar con su voto a quien rifa o roba los dineros públicos para después encargarle a otro que arregle ese estofado, mientras se prepara para castigarlo cuando lo logra.

La idea de hacer jugar a la política en las difíciles decisiones que hay que tomar debe asemejarse al manejo de un joystick para medir cuidadosamente los momentos y las dosis. Pero detrás de esa expresión no debe montarse —como se hizo durante el Gobierno de Fernández— una fachada de épica y revolucionismo que para lo único que sirvió fue para tapar y disimular una corrupción monumental que nos ha costado miles de millones y una decadencia inútil que ahora llevará años remontar.