Entre el acuerdo y la fortaleza

Carlos Mira

La buena fe ejercida en la política argentina debe siempre pasar por el filtro del peronismo. ¿Qué quiere decir eso? Pues que cualquier iniciativa bienintencionada no puede dejar de lado la posibilidad de que el peronismo haga una explotación malintencionada de ella.

Desde que el Presidente anunció el arte del acuerdo en su discurso de inauguración frente a la Asamblea Legislativa hasta el veto a la ley que impide los despidos por 180 días, ha habido múltiples momentos en que cualquier observador externo podría haber encontrado motivos para ejercer el arte del acuerdo, sin embargo, esa situación sólo se materializó en la votación para cerrar el tema de los holdouts. En todo lo demás, el Presidente debió manejarse por decreto de necesidad y urgencia o por decisiones administrativas que, si bien estaba en todo su derecho a tomar, porque él es el jefe justamente de la administración, hubiera sido no solamente saludable sino también muy conveniente y maduro haber mostrado un acuerdo.

No obstante, esas inocentadas tienen en el peronismo un límite infranqueable. El peronismo es ladino, anda siempre con el puñal abajo del poncho y no pierde ocasión para especular con el asalto al poder.

Lo que ocurre hoy es que hay al menos seis peronismos diferentes. Uno es el oficial, el que representan José Luis Gioja y Daniel Scioli, casi un sello de goma sobando aún las medias en desuso de Cristina Elisabet Fernández, con declaraciones que sólo pueden salir del que guarda el resentimiento de la derrota.

Otro es el peronismo de Sergio Massa, que oscila entre la civilización y la traición, conforme le indican sus múltiples asesores. Más allá aparece el peronismo de los gobernadores, ese mismo que influye en las decisiones de los senadores y que integran Miguel Ángel Pichetto, Juan Manuel Urtubey y varios de los intendentes de Buenos Aires. Luego, aparece el peronismo sindical, que ni siquiera sabe lo que quiere fuera de lo que siempre fue su leitmotiv: oponerse a todo y hacer un poco de quilombo. Y, por último, el cristinismo decadente, cuyo único horizonte es el caos y su único plan es el helicóptero.

Mauricio Macri se debate entre dar señales de fortaleza —como la del veto— o emprender un programa que se parezca a la Moncloa española. No faltan, frente a esta última posibilidad, quienes adviertan que una empresa semejante le daría al peronismo la posibilidad de unificarse, de dejar de estar seccionado en seis barrios que se pelean entre sí para pasar a conformar un bloque único, negociador de esa Moncloa y, por ende, más fuerte y más peronista.

El Gobierno tiene un problema adicional cuando quiere ensayar lo que el Presidente llamó “el arte del acuerdo”: no tiene muy claro con quién hablar. La dispersión peronista es su mejor y su peor noticia: mientras estén separados son más débiles, pero mientras no estén juntos no se podrá celebrar un acuerdo civilizado y duradero que dé señales adultas a la comunidad inversora.

No hay dudas de que para la opción que alienta Jaime Durán Barba —la de gobernar con lo propio buscando el consenso directo de la gente antes que el del peronismo— la suerte económica del país es crucial. Si el Gobierno lograra poner en caja la inflación, mostrar algunas inversiones concretadas y confirmar que no existe ni una ola ni un clima de despidos, es indudable que necesitará menos del peronismo, que, al contrario, deberá someterse a la voz soberana del respaldo popular. Es más, si ese respaldo no continuara existiendo, como de hecho existe (casi el 60% de los argentinos apoya la gestión de Macri), las poleas del plan helicóptero se hubieran puesto a funcionar más rápido (Eso no quiere decir que algunos, como lo han confesado extremos tan diferentes como el Chino Navarro y Ricardo Forster, no quieran forzar la realidad para que el desenlace del plan helicóptero se materialice).

Por eso, conociendo la naturaleza del peronismo, no resultaría descabellado pensar que una de las tácticas que podría poner en práctica sería entorpecer toda iniciativa, cuyo probable resultado sea el éxito económico del Gobierno, aun cuando el fracaso en términos de inflación, empleo, inversiones y consumo vaya en directo perjuicio de las personas que el peronismo dice defender y representar.

El otro sector del Gobierno que se identifica con la búsqueda de un acuerdo está encabezado por Ernesto Sanz, uno de los tres arquitectos de Cambiemos, junto al propio Macri y a Elisa Carrió.

En efecto, Sanz, que aparece cada vez más cerca del Presidente en su calidad de asesor, pone sus fichas a un acuerdo histórico de dimensiones épicas. Esta opción debe aún dilucidar qué hará cuando el peronismo intente poner sobre la mesa del acuerdo la indemnidad judicial de algunos de sus capitostes, más aún con la figura de Carrió, que seguramente desea, en el fondo de sus ideales, ver presos a Cristina Kirchner, a Julio de Vido, a Aníbal Fernández, a Amado Boudou y todos los integrantes de la pandilla que ocupó el Estado hasta el 10 de diciembre.

Las opiniones en el mundo económico y empresario respecto del segmento mágico del segundo semestre están divididas. La mayoría se inclina a pensar que efectivamente se detendrá el alza furibunda de los precios, pero que eso no alcanzará para llegar a la meta anual del 25 por ciento. También coinciden en que comenzarán a conocerse inversiones concretas, especialmente en el sector agroindustrial, pero que eso no tendrá un efecto espectacular ni en el consumo ni en el empleo.

Resulta francamente increíble que las fuerzas políticas no tengan la grandeza necesaria y, al contrario, se rijan por las mezquindades que siempre las caracterizaron. Pero eso es lo que hay. Y con eso tendrá que manejarse el Presidente, la sociedad y la comunidad inversora.

Quizás un poco más de magnanimidad de parte de esta última podría producir un punto de inflexión en esta ecuación que comentamos: si los hombres de negocios hicieran un acto de fe que fuera más allá de los algoritmos que guían sus decisiones, tal vez el experimento de cambio podría tener una chance en la Argentina. Aunque es justo reconocer que en el círculo vicioso entre una clase empresaria prebendaria y un Estado interventor y estafador no puede establecerse dónde está el origen y dónde el final, dónde está la causa y dónde la consecuencia.