Un legado preocupante

Christian Joanidis

El tiempo pasa y con él se van enfriando hasta las emociones más fuertes. ¿Cómo veremos dentro de diez años esta etapa del kirchnerismo que ya está llegando a su fin? ¿Qué diremos de nosotros mismos cuando contemplemos esta época desde otra perspectiva?

En un par de años solamente, el fanatismo de quienes han sabido lucrar con la “epopeya” kirchnerista desaparecerá y no habrá seguramente demasiado que confiesen haber sido adeptos de este gobierno. Las remeras del Nestornauta serán una suerte de reliquia y la pregunta de “¿vos no eras de La Campora?”, la negaran tres veces y cantará el gallo. No sería extraño que con el mismo fervor con el que vitorearon a Cristina, termine siendo denostada en un futuro no muy lejano.

Ni hablar de quienes han estado dirigiendo esta relato, al igual que hicieron otros en el pasado, darán la espalda a su anterior benefactor al grito de “muerto el rey, viva el rey”. Ni las fotos con los jerarcas del viejo régimen los harán confesar su pecado de antaño. ¿O acaso queda algún menemista? Tampoco quedarán kirchneristas.

¿Y qué diremos los demás? Los que nos mantuvimos al margen de la locura, pero vimos con nuestros propios ojos como se desperdiciaba una oportunidad única de ser un gran país. Seguiremos hablando de aquel “Argentina potencia”, rememorando los tiempos en los que éramos el mejor alumno de América Latina… ¿seremos junto con Venezuela el peor en diez años? Nuestros ojos mirarán a nuestros hermanos latinoamericanos, que alguna vez supieron vernos como un ejemplo y envidiarán su pasado y su porvenir.

La mayoría veremos con horror la locura en la que estuvimos envueltos. No podremos creer que durante doce años nos gobernaron un grupo de prepotentes que socavaron hasta los cimientos de la república. Y diremos con consternación: “Pero la gente los votó”. Esta etapa será la prueba más contundente de que una democracia sin república es como manejar por la cornisa: un descuido y nos fuimos para abajo.

Pero yo creo que sobre todo nos lamentaremos por el cambio cultural que este Gobierno ha impreso en la Argentina. Nos hemos convertido en un país donde el trabajo no es un valor, donde la gente se ha acostumbrado, todavía más que antes, a esperar del Estado lo que tiene que venir de su propio esfuerzo. Pero también fue la década de los derechos, de aquellos que reclamaban para sí, sin darse cuenta que lo que unos reciben alguien lo tiene que dar. Con el latiguillo de que se le sacaba a los grupos concentrados para darle a la gente, todo era válido. Se fomentó más que nunca la falsa idea de que los recursos públicos son infinitos. Todo es para todos. Todo fue para todos. Pero al final no fue para nadie, porque no había recursos ni para empezar a distribuir.

También se ha generado una división en nuestro país. Se ha empujado todas las situaciones a resolverse con un conflicto: patria o buitres, Clarín o Cristina… son innumerables las contraposiciones que nos han acostumbrado a los argentinos a pensar que en todo hay una batalla: uno gana y otro pierde. La realidad no es un juego de suma cero, no se trata de que uno gane y otro pierda, sino de pensar cómo hacemos para ganar todos. Se habló mucho de redistribución, pero poco de generación. Porque si no se piensa cómo hacer para generar la riqueza, lo que se redistribuye es la pobreza, práctica que han llevado adelante tanto Venezuela como Cuba. El foco siempre estuvo en sacarle a otros en lugar de buscar la forma de que haya más para todos.

A fuerza de mentiras, el kirchnerismo logró convencer a muchos de cosas que son absurdas fantasías. La inflación no viene de la excesiva emisión, sino de malvados grupos concentrados que quieren ver sufrir a la gente. Y tal vez, muchas de estas mentiras perduren varias décadas en el imaginario popular. Es que es más fácil pensar que los problemas los produce una entidad maligna, a esforzarse por entender las verdaderas causas.

En diez años, mientras esté tomando un café con un amigo, evocaré con asombro esta “década ganada”. Recordaré lo cerca que estuvimos de perder nuestra república. Y espero también, que dentro de diez años también pueda decir con alivio “por suerte, los que vinieron después se encargaron de que la república siga existiendo”. Pero no tengo la misma esperanza con el cambio cultural que sufrió nuestro país. Tal vez dentro de diez años, ese mismo café de por medio, me esté quejando de que nuestros valores han cambiado y que todavía, a pesar de los esfuerzos hechos, no los hemos recuperado.