¿Puede el Estado dilapidar?

Christian Joanidis

Se suele poner demasiada ideología en la concepción del Estado. Es lógico, porque es algo que sirve al bien común y a todos nos preocupa. Pero la ideología, a diferencia de las ideas, está vacía de razón y sustento, fundamentándose exclusivamente en algunos dogmas que sólo el fanatismo puede entender como válidos. Abogar por que las cosas sean estatales no es un enfoque, es ideología. Lo importante no es que las cosas sean estatales o privadas, sino que los ciudadanos puedan tener garantizados sus derechos y que las cosas funcionen. Estatal o privado es una cuestión secundaria, que tiene que decidirse sobre la base de la cultura y las necesidades de un país. En Argentina quedó demostrado a lo largo de los años que todo lo estatal funciona peor que lo privado: no es así en otros países del mundo. Nadie pretende la eliminación del Estado, sino encontrar el tamaño adecuado que tiene que tener para que nuestro país funcione, pero que a la vez no trabajemos todos sólo para sostenerlo.

Sobre todo desde la izquierda se suele oponer, sin razón alguna, la idea de que un Estado eficiente es un Estado ausente. El Estado, como cualquier otra organización, tiene un fin, tiene un objetivo y existe para cumplirlo. Dejando de lado la discusión de cuál es el objetivo del Estado, todos entendemos que para cumplir con su misión necesita disponer de una serie de recursos. Dichos recursos, por practicidad, se miden en unidades monetarias, es decir, dinero. Sin embargo, el dinero es en realidad una herramienta de gestión, porque detrás hay siempre bienes y servicios y, por lo tanto, el trabajo de las personas. Esto quiere decir que en última instancia el Estado se sostiene con el trabajo de todos nosotros. Independientemente del bolsillo del que sale el dinero para pagar los impuestos, todo lo generamos los argentinos con nuestro trabajo.

Esto significa que cuanto más grande sea el Estado, más tenemos que trabajar para sostenerlo. No trabajamos más horas, simplemente accedemos a menos cosas, porque gran parte de nuestro salario se utiliza para sostener al conjunto estatal.

Todos entendemos la necesidad de contribuir para sustentar al Estado, nadie en su sano juicio pone eso en duda. Sin embargo, no podemos evitar sentirnos irritados cuando existen personas que se benefician de esta situación: empleados públicos que no trabajan, funcionarios corruptos, empresarios que cobran sobreprecios. La lista es casi interminable. Nos irrita la injusticia, pero más nos irrita que esa injusticia se financie con nuestro trabajo, nos molesta que cada día vayamos a trabajar para que estas personas se abusen de nosotros y utilicen nuestro trabajo para enriquecerse sin darnos nada a cambio.

Que el Estado sea eficiente se convierte así en una cuestión de respeto a sus ciudadanos. La ineficiencia es la dilapidación de los recursos, mientras que la eficiencia es el mejor uso que se le puede dar. Ser eficiente no es hacer plata, no es exprimir a las personas, ser eficiente es hacer lo mejor que podemos con los recursos que tenemos. Y eso es lo menos que le debe el Estado a todos aquellos que con su trabajo contribuyen a sostenerlo: darnos la garantía de que el fruto de nuestro trabajo está siendo utilizado de la mejor manera posible.

Mientras la izquierda aboga por una expansión del Estado y por lo tanto por un aumento de la carga tributaria para poder sostenerlo, un enfoque racional se basa en determinar qué cosas tiene que hacer el Estado y qué cosas no. No es una cuestión ideológica, es una cuestión práctica. Cuanto más esperamos del Estado, más impuestos vamos a tener que pagar. Y no es cuestión de que los paguen las empresas, porque los empresarios transfieren todos sus costos al precio que paga el consumidor: más impuestos a las empresas significa productos más caros para todos nosotros.

Como siempre, somos los más débiles los que sufrimos. A veces por el abuso que hacen los empresarios cuando el mercado queda funcionando solo y otras porque el Estado recorta cada vez más nuestras posibilidades de consumir para poder sostenerse. No importa quién lo ejecute, el abuso es abuso, es atropello y es siempre un ataque a la dignidad.

La ineficiencia del Estado se transforma en definitiva en un atropello al pueblo que lo sostiene. Al pueblo que ve recortada su posibilidad de acceder a bienes y servicios para que se dilapide el fruto de su trabajo. Nadie dice que el Estado tiene que desaparecer, ni siquiera que tiene que ser ínfimo: tiene que tener el tamaño justo para que los argentinos tengamos nuestros derechos garantizados, pero que, a la vez, no nos cueste demasiado sostenerlo. Un Estado más eficiente implica menos impuestos e incluso mejores prestaciones para los ciudadanos. La búsqueda de la eficiencia debería ser una prioridad para quienes nos gobiernan, para que todos podamos vivir mejor. La lucha por la dignidad pasa también por buscar un Estado más eficiente, bien administrado y que use los recursos de manera racional.