Ni bullying ni piquetes necesitan una ley

Cuando, después de 11 años de inacción oficial, diputados opositores aplaudieron la jugada de la Presidente de tirarles a ellos la pelota de hacer algo contra los piquetes salvajes, quedó claro que el problema no se resolverá. Y que el nivel de la política argentina deja mucho que desear.

Cristina Kirchner se ha vuelto una especialista en lanzar al agua patos de madera para distraer y engañar. ¡El problema es que los cazadores de la oposición le apuntan al señuelo! Y dejan escapar la presa.

pato señuelo

La Argentina no necesita ninguna ley para frenar el corte de calles antojadizo y las manifestaciones silvestres. Sólo se necesita que las autoridades hagan lo que tienen que hacer. El poder político debe conducir a la Policía, no ignorarla ni menos aún estigmatizarla. La Policía debe estar entrenada, equipada e instruida sobre el modo de actuar en estos casos. Como sucede en muchos países del mundo, que no prohíben la protesta pero sí evitan el caos callejero.

Pero en esta larga década, la única medida antipiquetes que sí tomó la Presidente ha sido enrejar su casa (Olivos) y su oficina (la Rosada). Los demás que se arreglen como puedan.

Ni hablar de la inseguridad. María Julia Alsogaray causó indignación en su tiempo, cuando permaneció impávida frente a los incendios forestales del sur, siendo secretaria de Medio Ambiente. Cristina Fernández de Kirchner observa, sin sentir responsabilidad ni empatía, cómo la violencia delictiva tala vidas cotidianamente, siendo ella Presidente de los argentinos. Aunque se crea en las antípodas de la funcionaria noventista, la desidia es la misma, por usar una palabra suave.

Y la respuesta es la de siempre: en este caso, el pato de madera fue la reforma del Código Penal. Y todos a discutir sobre eso, mientras la gente queda inerme ante el delito y la violencia.

Lo mismo pasa con el bullying. Se pretende sustituir el incumplimiento de deberes por parte de autoridades educativas, maestros y padres, promulgando una nueva ley que ni es necesaria ni resolverá el problema, como lo señalé en una nota anterior.

Para que una sociedad funcione, cada uno de sus elementos debe cumplir el rol que le compete. Y eso es lo que falla aquí: nadie hace lo que debe, todos se lavan las manos y buscan a quién culpar. O con qué desviar la atención.

¿Cómo explicar que, en tiempos en que el discurso políticamente correcto –no discriminarás, no excluirás, ¡no pondrás ni siquiera apodos!, la diversidad es buena y deseable, somos diferentes pero todos iguales, etc, etc- el bullying haga estragos en los colegios? El fracaso es patente, pero eso parece que no los hace pensar en dónde está la falla.

Votar una ley contra la violencia escolar es una derrota como sociedad y una admisión de impotencia. El bullying no es nuevo, lo nuevo es la tolerancia de las autoridades –y de los padres- a la indisciplina de sus hijos. El que conozca un caso en que los responsables de agredir a un compañero hayan sido efectivamente castigados, sancionados o expulsados de un colegio, y que no haya tenido que ser el alumno agredido el que se va de la escuela, que levante la mano.

La ley antibullying aprobada se propone sancionar la violencia en las escuelas a través de la “promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad en las instituciones educativas”. Bla, bla, bla…

O sea, pretende resolver el problema agravándolo. Elevando a categoría de ley la concepción falsamente democrática de la institución escolar que es la causa de la disolución de la autoridad y por ende de la creación de un clima en el cual la sanción no es castigada como corresponde.

Y si todavía alguna autoridad escolar se atreve a hacer lo que debe frente a una indisciplina grave, tranquilos, ya habrá un juez que pondrá las cosas en su lugar socorriendo a los pobrecillos sancionados y a sus permisivos padres, como sucedió en el caso de los alumnos de 5º año del Colegio Nacional Buenos Aires que profanaron un templo.

No olvidemos que tuvimos un Presidente piquetero, que apañó por años el corte de un puente que nos une a un país hermano, a la vez que pregonaba “más Mercosur”.

La impunidad hace proliferar la mala conducta tanto en la escuela como en la calle.

Cristina Kirchner sabe que no necesita una ley para frenar los piquetes, pero si la oposición está dispuesta a ir detrás de los señuelos en vez de cazar el pato, ¿por qué no va a seguir aprovechándose ella de esa debilidad?

Larga vida al bullying

Estamos tan mal como sociedad que ya ni nos damos cuenta de la derrota que significa el que el Congreso haya aprobado una ley contra el bullying. Cuesta concebir una mayor confesión de impotencia.

Alguien podrá decir que para problemas nuevos hacen falta soluciones nuevas. Pero el bullying no es nuevo; es un fenómeno viejo como el mundo. Lo nuevo es la renuncia de los adultos -en general- y de las jerarquías educativas en particular a ejercer la autoridad que les compete.

La ley aprobada se propone sancionar la violencia en las escuelas a través de la “promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad en las instituciones educativas”.

La legisladora que la presentó dijo que se “busca prevenir las situaciones de violencia escolar a través de la promoción de instancias de participación de la comunidad educativa”.

Podemos sentarnos a esperar.

¿No existen acaso ya desde hace varios años los consejos de convivencia, las instancias de participación, el diálogo, todo ello motorizado por la consigna de “escuchar” y “entender” al alumno, bla, bla, bla…?

El resultado ha sido que, ante cada caso de violencia y acoso contra un alumno, el que se tiene que mudar de división, de turno y hasta de colegio es el agredido, porque está prohibido amonestar y ni hablar de expulsar. A los padres de la víctima no les queda más alternativa que buscar otra escuela para poner a su hijo o hija fuera del alcance de los agresores que seguirán en sus trece porque saben que no serán castigados.

Eso no lo va a cambiar la ley aprobada porque está inspirada por la misma concepción que genera no el bullying pero sí su impunidad: la renuncia al ejercicio de la autoridad por parte de la escuela, desde el maestro en el aula hasta las más altas autoridades del Ministerio de Educación, pasando por todas las instancias intermedias. Y si por audacia, algún docente se atreve a hacer lo que tiene que hacer, no será respaldado por la institución.

La terrible escena de la semana pasada en una escuela de Caballito, donde padres de alumnos se tomaron a golpes de puño por un caso de violencia escolar no resuelto, es otro síntoma de esta deserción de las autoridades. Una funcionaria porteña de Educación admitió que los padres habían reaccionado así porque esperaban que las autoridades hicieran algo. Sonó como si dijese “los muy tontos no saben que no haremos nada”…

El bullying es viejo como la escarapela. Lo nuevo es la tolerancia. Antes, ninguna escuela admitía semejante nivel de violencia ejercida contra un alumno por un grupo o por un individuo. La expulsión era la norma. Léase, el pase a otro colegio. Y no sólo por bullying: también por indisciplina reiterada, por desertar una clase, por faltarle el respeto al maestro. Era frecuente que un alumno terminase la escuela en un establecimiento diferente a donde la había empezado. Y no era el fin del mundo. Algunos hasta se veían obligados a concluir el secundario en el turno noche, porque no era fácil encontrar vacante en mitad del año. Pero era así. Y no se trataba de un tema de clase. Muchos “hijos de” corrían esa suerte y no había influencia que los salvara.

El 11 de septiembre pasado, la Presidencia de la Nación eligió saludar a los maestros en su día con un spot pretendidamente gracioso que lo dice todo (una broma revela mucho de quien la hace): varios niños de primaria se quejan de que “las maestras son muy serias”, o “muy amargas”. “Ojalá fueran más divertidas, no se animan a nada”, dice otra alumna.

De eso se trata: los docentes no están para enseñar, sino para divertir a los chicos. Sobre todo, les está vedado disciplinar (aunque es difícil imaginar que se pueda aprender algo sin disciplina).

Difícilmente el bullying pueda ser erradicado si no cambia el clima conceptual que le permite prosperar y extenderse como una plaga.