Esos raros “estatistas” que atacan a Roca

La iconoclasia antirroquista está de moda. Y es promovida desde el propio Gobierno, que, pese al origen sureño de algunos de sus integrantes, considera apropiado fomentar la leyenda negra contra el militar que garantizó la pertenencia al territorio argentino de la vastísima Patagonia, cortando así el riesgo de una mutilación más a lo que debió ser una Nación aun más extensa.

La trayectoria de Roca no se limita a eso, por otra parte. Aunque el anacrónico revisionismo actual intente estigmatizar su figura y encasillarlo como un exterminador de indios, hace tiempo que la historiografía ha reconocido el papel de Julio Argentino Roca en la construcción del Estado argentino. Y en su nacionalización. Roca derrotó definitivamente a la corriente porteña y mitrista –unitaria si se quiere- e impuso la federalización de Buenos Aires –sueño de Juan Bautista Alberdi y tantos otros-, que se convirtió en Capital de todos los argentinos recién en 1880, el año en que él asumió la presidencia. En esa lucha, fue respaldado por hombres de la talla de Carlos Pellegrini, Dardo Rocha, José Hernández -autor del Martín Fierro- y su hermano Rafael, Carlos Guido y Spano, Lucio Mansilla, etcétera. Todos ellos fueron “roquistas”. Y hasta un joven Hipólito Yrigoyen se alineó con el ejecutor de la Campaña del Desierto.

Pero además fue durante sus dos mandatos presidenciales no consecutivos que se promulgaron las leyes que convirtieron a la Argentina en una Nación moderna homologándola al mundo de entonces: educación pública gratuita, servicio militar obligatorio, registro civil, moneda única, territorios nacionales…

Roca fue el hombre que hizo efectiva la autoridad del Estado sobre todo el territorio nacional, un rasgo indispensable en la construcción de la Nación.

¿Cómo se explica entonces que su figura sea blanco de escarnio por parte de quienes alardean de estatismo y de nacionalismo?

Es gracioso que el Gobierno, que además se pretende revisionista, desconozca la opinión de muchos exponentes de esa corriente histórica y en particular la de Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), de quien la Presidente se dice lectora. Fue justamente este gran historiador y polemista, surgido de la llamada izquierda nacional, quien respondió magistralmente a los críticos de Roca.

En su obra Revolución y contrarrevolución en la Argentina, Ramos pone la Campaña del Desierto en el contexto de la época, de una Argentina en el umbral de su desarrollo moderno y con fronteras todavía no del todo consolidadas: “Las estancias vivían bajo el constante temor del malón. No había seguridad para los establecimientos de campo. La provincia misma carecía de límites precisos. En sus confines, a una noche de galope, se movía la indiada. (…) Toda la estructura agraria del país en proceso de unificación exigía la eliminación de la frontera móvil nacida en la guerra del indio, la seguridad para los campos, la soberanía efectiva frente a los chilenos, la extensión del capitalismo hasta el Río Negro y los Andes. (…) Las anomalías y fricciones con Chile obedecían en esa época a la presencia de esos pueblos nómades que atravesaban los valles cordilleranos, alimentaban con ganado de malón el comercio chileno del sur y suscitaban cuestiones de cancillería”.

Y, en referencia a la campaña diseñada por Roca, escribe: “Sería de una exageración deformante concebir otros métodos para la época. Algunos redentoristas del indio del desierto derraman lágrimas de cocodrilo sobre su infortunado destino; pero la ‘exterminación’ del indio fue inferior a la liquidación del gauchaje en las provincias federales. (…) El puritanismo hipócrita de los historiadores pseudo izquierdistas juzgará más tarde ese reparto de tierras como expresión de una política ‘oligárquica’. En realidad, la verdadera oligarquía terrateniente, la de Buenos Aires, ya estaba consolidada desde el régimen enfitéutico de Rivadavia, que Rosas amplió y que legalizaron los gobiernos posteriores”.

Finalmente, Ramos exalta el otro gran logro roquista, del que el curiosamente desmemoriado revisionismo de hoy no habla: “La federalización de Buenos Aires amputó a la oligarquía bonaerense la capital usurpada y creó una base nacional de poder. El principal factor centrífugo de la unidad argentina era aniquilado. Esa victoria nacional fue obra de la generación del 80″.

Ramos murió hace 20 años; para homenajearlo, se acaban de reeditar algunas de sus polémicas. Pero al promover un relato vergonzante sobre el pasado argentino que él en modo alguno habría convalidado, quienes dicen honrar a este intelectual en el fondo lo traicionan. Como traicionan la propia historia del país al contribuir a una “desconstrucción” –palabrita tan de moda hoy en las ciencias sociales- que hasta somete a cuestionamiento los fundamentos de nuestra existencia nacional. Con “patriotas” así…

Lo que pasa es que la administración de hoy no es estatista en el mismo sentido en el que lo fue la generación roquista. Aquella construyó el Estado, sus instituciones, impulsó la extensión del alcance de su autoridad, su gobierno y sus leyes a todo el territorio nacional, y pacificó el país.

El oficialismo actual confunde estatismo con manejo arbitrario de los recursos públicos o con gigantismo de la plantilla de funcionarios, entre otras prácticas clientelares, a la vez que deserta de funciones básicas del Estado –educación, seguridad, defensa-.

Por eso su “estatismo” y su “nacionalismo” son compatibles con el maltrato a instituciones y protagonistas de la etapa fundacional del Estado y la Nación.

Originalidades sobre educación del candidato que “votó” Cristina

Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), el historiador cuya lista Cristina Kirchner confesó haber votado en 1973, cuenta cómo la generación del 80 tuvo que nacionalizar a la fuerza a los inmigrantes. A través de la escuela.

Además de presentar en 1973 una boleta con el nombre de Juan Perón e Isabel Perón, pero con el sello del FIP (Frente de Izquierda Popular), Ramos es autor de varios ensayos históricos, entre ellos una muy recomendable historia nacional en varios tomos: Revolución y contrarrevolución en la Argentina.

En uno de ellos, titulado Del patriciado a la oligarquía, Ramos recuerda una visita que el célebre escritor italiano Edmundo de Amicis (1846-1908) hizo en 1884 a nuestro país, al que describía como “una nueva Italia”: “(Amicis) visita algunas colonias agrícolas santafesinas: se lo recibe con grandes banderas italianas. Todos hablan piamontés”, escribe Ramos y luego cita al autor italiano: “Me encontraba en mi patria, vivía en una ciudad de Piamonte y estaba a 2.000 leguas de Italia. Algunos colonos que habían desembarcado en la República Argentina, hambrientos e ignorantes, se habían transformado en hombres civilizados (…). En todos, aun en los colonos más toscos, encontré viva la conciencia de la patria: un nuevo sentido de orgullo italiano”.

En efecto, por aquel entonces, varios publicistas italianos consideraban a la Argentina como una colonia, al menos en el plano cultural. Ramos cita por ejemplo al profesor René Gonnard: “En tanto que colonia sin bandera (Argentina) es para Italia la mejor colonia que pudiera ambicionar (…) Italia puede legítimamente, si esta inmigración continúa, entrever el día en que sobre las tierras casi desiertas de la Argentina, una nacionalidad se constituirá en la cual el elemento italiano podrá dar su ‘dominante’ al tipo étnico”·

Hasta se esperaba que el del Dante fuese el segundo idioma oficial de la Argentina. Para entender estas especulaciones que hoy parecen delirantes, hay que comprender el contexto histórico de la década del 80.

En un capítulo de su citado libro, titulado La crisis de la nacionalidad, Ramos explica: “Las grandes oleadas inmigratorias, muchas de ellas revistiendo un carácter golondrina, crean nuevos puntos de partida a los problemas nacionales. (…) Los extranjeros constituyen la mayoría de la población en la ciudad de Buenos Aires: son el 50% de sus habitantes; el 28% en Santa Fe; y en la ciudad de Rosario, hasta ayer una aldea, alcanzan al 45% de su población. (…) Por sobre todas las cosas (esto) determinará que el sector numéricamente más importante de nuestras ciudades se desinterese de la ‘política criolla’ y del destino nacional. En esos años comienza a extenderse por nuestras pampas litorales el desprecio por el ‘negro’, esto es, por el dueño del país. Los inmigrantes se agrupan en colonias, segregándose de la vida argentina. Conservan su idioma o dialecto de origen y lo transmiten a sus hijos argentinos”.

Cabe señalar que, hasta la promulgación de la Ley Sáenz Peña (de voto obligatorio), el grueso de los inmigrantes de primera y segunda generación no votaba, en buena medida por desinterés.

El propio Sarmiento, gran promotor de la inmigración, se mostrará decepcionado por el resultado. Entre otras cosas, los inmigrantes que llegaron tenían incluso un nivel de instrucción inferior al de la población nativa. Como lo revela la cita de Amicis, muchos de ellos se educaron en la Argentina.

“Mientras en nuestro país sólo los dos quintos de los argentinos eran analfabetos –escribe Ramos-, la población inmigrante llegaba a tener dos tercios de hombres y mujeres sin saber leer y escribir”. Sarmiento llegó a arrepentirse públicamente de haber promovido la inmigración: “Vienen creyendo que basta ser europeos para creerse que en materia de gobierno y de cultura nos traen algo de muy notable”, escribió, sumándose a la polémica pública durante la década del 80.

Ramos rescata la figura del primer Ricardo Rojas, responsable de la creación de la cátedra de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires y uno de los que más contribuyó a la sistematización de la enseñanza de la Historia, como aporte a la creación de una conciencia nacional.

Con el estilo irónico que lo caracteriza, Ramos escribe: “En su obra La Restauración Nacionalista, Ricardo Rojas, antes de ser amansado por la familia Mitre, planteaba con gran claridad estos mismos problemas”.

A modo de ejemplo, cita un párrafo del libro de Rojas: “En nombre de una comisión de reformas educacionales, don Víctor M. Molina decía en un memorial a Wilde, ministro de Instrucción Pública de Roca: ‘(Todos) los miembros de la Comisión se pronunciaron unánimemente por la introducción de la historia patria en el plan de maestros primarios. Es evidente la conveniencia de que la enseñanza revista un carácter nacional; nuestro país posee dentro de sí un gran número de extranjeros que tratan de perpetuar sus tradiciones y hasta su credo político entre sus hijos, con peligro para nuestras instituciones y para el elemento nativo que perdería poco a poco su espíritu de nacionalidad y vivirá en un medio cosmopolita olvidando lo que corresponde a su suelo y a su agrupación política. La Nación tiene el derecho y el deber de conservarse por el amor de sus hijos y de preservar sus instituciones de las degeneraciones que las corrientes inmigratorias podrían imponerle”.

Ricardo Rojas expresaba la misma preocupación, no sólo por las escuelas italianas, sino por todas las escuelas extranjeras; algunas, ubicadas en las colonias, tenían maestros extranjeros y ninguna supervisión estatal. Hasta eran financiadas por gobiernos de otros países.

En un trabajo publicado en la Revista de la Fundación Cultural Santiago del Estero, Adriana Medina aclara sin embargo que muchas de las cuestiones que preocupaban a Ricardo Rojas “se habían discutido en el Parlamento y en la opinión pública; algunas estaban solucionadas o en vías de solución, como el problema de las escuelas extranjeras”.

“El temor ante el establecimiento de la ‘Gran Italia’ –escribe Adriana Medina-, allende los mares, mediante la formación de colonias espontáneas, no había sido sólo una fantasía aterradora de las clases dirigentes: correspondió a un sector de la política italiana que realmente predicaba el expansionismo, en un momento de auge colonialista en el que Italia iba a la zaga de otras naciones más poderosas”.

Y agrega algo muy significativo: “Pero ya no era realmente sostenible en las vísperas del Centenario. Para la época en que Rojas publica su informe, la cuestión de la enseñanza del idioma nacional en las escuelas de las colonias, italianas o judías, estaba bajo control. Por otra parte, algunos de los remedios preconizados por Rojas: ‘pedagogía de las estatuas’, liturgia patriótica, veneración de los símbolos patrios, culto de los héroes, se habían discutido en foros públicos y constituían ya una metodología en marcha”.

Estas reflexiones evidencian la tarea nacionalizadora que la generación del 80 realizó a través de la educación y explican también los rituales patrios que se cumplen a diario en nuestras escuelas. La educación de aquellos tiempos fue un poderoso instrumento de homogeneización de una población entonces heterogénea al punto de la fragmentación, pero también fue un motor de igualación social.

Fue bajo el gobierno de Roca (1884) que se promulgó la Ley 1420 de Educación Común, por la cual la escuela primaria se volvió obligatoria, gratuita y laica, de los 6 a los 14 años. La norma fijó el mínimo de instrucción que debían recibir todos los niños argentinos, sin distinción de clase, etnia ni credo, impuso sanciones para los padres que no enviasen a sus hijos al colegio, promovió la educación rural y de adultos y eliminó los castigos corporales, entre otras disposiciones.

En los últimos años ha vuelto sin embargo la moda de denostar a la generación del 80 en bloque. Y de minimizar los logros de la Argentina del Primer Centenario. Quizá la mención hecha por Cristina Kirchner del interesante historiador y polemista que fue Jorge Abelardo Ramos, un pensador original que supo combinar opiniones fundadas con matices –como cuando rescata una etapa de la obra de Ricardo Rojas, y no otra, porque los hombres cambian, evolucionan o involucionan-, contribuya a un balance histórico más equilibrado.

Ya que eso, y no otra cosa, significa asumir nuestro pasado “sin beneficio de inventario”, como también propuso la Presidente, en el mismo discurso en el que citó a Ramos.