Estamos tan mal como sociedad que ya ni nos damos cuenta de la derrota que significa el que el Congreso haya aprobado una ley contra el bullying. Cuesta concebir una mayor confesión de impotencia.
Alguien podrá decir que para problemas nuevos hacen falta soluciones nuevas. Pero el bullying no es nuevo; es un fenómeno viejo como el mundo. Lo nuevo es la renuncia de los adultos -en general- y de las jerarquías educativas en particular a ejercer la autoridad que les compete.
La ley aprobada se propone sancionar la violencia en las escuelas a través de la “promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad en las instituciones educativas”.
La legisladora que la presentó dijo que se “busca prevenir las situaciones de violencia escolar a través de la promoción de instancias de participación de la comunidad educativa”.
Podemos sentarnos a esperar.
¿No existen acaso ya desde hace varios años los consejos de convivencia, las instancias de participación, el diálogo, todo ello motorizado por la consigna de “escuchar” y “entender” al alumno, bla, bla, bla…?
El resultado ha sido que, ante cada caso de violencia y acoso contra un alumno, el que se tiene que mudar de división, de turno y hasta de colegio es el agredido, porque está prohibido amonestar y ni hablar de expulsar. A los padres de la víctima no les queda más alternativa que buscar otra escuela para poner a su hijo o hija fuera del alcance de los agresores que seguirán en sus trece porque saben que no serán castigados.
Eso no lo va a cambiar la ley aprobada porque está inspirada por la misma concepción que genera no el bullying pero sí su impunidad: la renuncia al ejercicio de la autoridad por parte de la escuela, desde el maestro en el aula hasta las más altas autoridades del Ministerio de Educación, pasando por todas las instancias intermedias. Y si por audacia, algún docente se atreve a hacer lo que tiene que hacer, no será respaldado por la institución.
La terrible escena de la semana pasada en una escuela de Caballito, donde padres de alumnos se tomaron a golpes de puño por un caso de violencia escolar no resuelto, es otro síntoma de esta deserción de las autoridades. Una funcionaria porteña de Educación admitió que los padres habían reaccionado así porque esperaban que las autoridades hicieran algo. Sonó como si dijese “los muy tontos no saben que no haremos nada”…
El bullying es viejo como la escarapela. Lo nuevo es la tolerancia. Antes, ninguna escuela admitía semejante nivel de violencia ejercida contra un alumno por un grupo o por un individuo. La expulsión era la norma. Léase, el pase a otro colegio. Y no sólo por bullying: también por indisciplina reiterada, por desertar una clase, por faltarle el respeto al maestro. Era frecuente que un alumno terminase la escuela en un establecimiento diferente a donde la había empezado. Y no era el fin del mundo. Algunos hasta se veían obligados a concluir el secundario en el turno noche, porque no era fácil encontrar vacante en mitad del año. Pero era así. Y no se trataba de un tema de clase. Muchos “hijos de” corrían esa suerte y no había influencia que los salvara.
El 11 de septiembre pasado, la Presidencia de la Nación eligió saludar a los maestros en su día con un spot pretendidamente gracioso que lo dice todo (una broma revela mucho de quien la hace): varios niños de primaria se quejan de que “las maestras son muy serias”, o “muy amargas”. “Ojalá fueran más divertidas, no se animan a nada”, dice otra alumna.
De eso se trata: los docentes no están para enseñar, sino para divertir a los chicos. Sobre todo, les está vedado disciplinar (aunque es difícil imaginar que se pueda aprender algo sin disciplina).
Difícilmente el bullying pueda ser erradicado si no cambia el clima conceptual que le permite prosperar y extenderse como una plaga.