La escuela argentina entre el mérito y el facilismo

La educación en el país no está bien. No creo decir nada nuevo, quizá lo novedoso sea que voceros del modelo educativo de los últimos doce años han hablado y manifestado de manera abierta su oposición a la reforma que sobre calificaciones ha implementado la provincia de Buenos Aires. Vuelven los aplazos, los insuficientes, los suficientes y todo lo que define claramente el rendimiento escolar.

Durante los últimos doce años, aunque el problema viene de antes, la educación fue decayendo en calidad y responsabilidad. Nos hallamos en una situación en que, si bien todavía la escuela es una institución valorada, ha perdido jerarquía, como el conjunto de las instituciones sociales. Desde la conducción nacional y las provinciales, en los últimos años, se alentó la pedagogía de hacer las cosas más fáciles. Naturalmente, tienen sus razones, pues elevar los niveles de exigencia hace que muchos o pocos alumnos, en realidad no se conocen números, abandonen la escolaridad y en la calle, sin hacer nada, se pierdan, se expongan al delito y a la droga. “Mejor es tenerlos adentro de la escuela”, afirma esta corriente.

Meditando con honestidad el asunto, siempre es mejor que un niño y un adolescente estén en la escuela y no en la calle. Ahora, ¿cuál es el precio que hay que pagar? La escuela lo paga, la sociedad civil se beneficia. Cuando la escuela y la sociedad tienen intereses diferentes, hay algo que no funciona bien. Continuar leyendo

Educación y fin de ciclo

En su libro Vivir para contarla, Gabriel García Márquez narra que se vio animado a dejar la Universidad “gracias” a una idea que bullía en su cabeza y que creía haber leído en Bernard Shaw: “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”. Semejante alegato nos advierte que la enseñanza escolarizada siempre ha tenido sus críticos y detractores. Aunque, claro, no debiera servirnos eso para disimular la catástrofe educativa argentina de los últimos veinte años, fundamentalmente cuando leemos, como lo hemos hecho por estos días, el clamor de estudiosos del nivel de Juan José Llach, Alieto Guadagni o Guillermo Jaim Etcheverry, por caso, al citar estadísticas y resultados de las más variadas pruebas internacionales, sudamericanas y argentinas donde en todas ellas hemos retrocedido, mientras el ministro de Educación Alberto Sileoni desafía a que le digan cuál ha sido la época de oro de la educación Argentina porque él se la ha perdido. ¡Una lástima! 

 

Un nuevo paradigma

Hay un clima de época que marca la dirección de los acontecimientos mundiales. Inmersos en él, hacia allá nos dirigimos. Tiene que ver con ciertos valores que han crecido exponencialmente en los últimos sesenta años como el fin de la adhesión a la vida colectiva, la valoración de los objetivos personales y las libertades individuales por sobre la responsabilidad comunitaria dando como resultado la deslegitimación de las obligaciones hacia la colectividad. Esta jerarquización de los derechos individuales, en sí misma interesante y creativa, se ha quedado a mitad de camino pues ha sido incapaz de generar una ética del compromiso que salvaguarde al individuo en el marco de una comunidad. Los derechos se han impuesto a las obligaciones. “Yo tengo derecho a que me den…” se oye de manera sistemática.

La familia ha sido penetrada por esa atmósfera y la escuela también, sin generar un paradigma alternativo. Tarea ciclópea que dejo para mentes más savias. Mientras tanto.

 

Qué se puede hacer hoy

Los cambios mundiales citados, más los aportes propios de nuestros políticos, han dado como resultado, en la educación, un tobogán hacia el lodo. Los datos que nos hablan de una crisis educativa pueden enunciarse del siguiente modo:

Una baja calidad educativa.

Una generalizada deserción e indisciplina escolar.

Un alto nivel de ausentismo docente.

Una infraestructura escolar deficiente.

Escaso compromiso familiar con la escuela y la educación de sus hijos.

Extrañamiento del docente con la institución escolar a la que pertenece.

Pérdida del entusiasmo profesional.

Deterioro de los saberes docentes.

Bajos salarios.

Ahora bien, a pesar de lo negativo la escuela continúa siendo una institución no contaminada como es la política, las fuerzas de seguridad, la justicia y la dirigencia gremial. No hemos tocado fondo, aún.

Ciertamente el próximo gobierno deberá instalar desde el centro mismo del poder la idea que el esfuerzo, el trabajo y las obligaciones son un camino a seguir. Mientras tanto.

 

Una escuela moderna

Se escucha y se lee, además, del crudo diagnóstico, ciertas propuestas que nos hablan de otorgar más poder a los docentes y a los directivos como un posible camino para revertir la crisis. ¿Qué poder sería ese que no tiene ahora un docente frente al aula y un directivo frente a su escuela? No se entiende y tampoco lo explican. Suena más a un cliché de campaña que a solución eficiente. Lo cierto es que los poderes que un directivo no tiene son el de elegir a sus docentes y el de disponer de un fondo para mejorar y arreglar su escuela.

La elección del docente es central a los efectos de constituir una comunidad educativa integrada en un proyecto compartido. Por antecedentes y oposición es la escuela la que debe definir quien trabaja en ella. ¡Eso es poder a los directivos y a los docentes! Pero claro, eso significa enfrentar a los gremios y a la burocracia educativa enquistada en los cuadros de conducción que define por juntas y actos públicos las vacantes a ser cubiertas. Es un poder que debe revertir a la escuela. Finalmente, el manejo de fondos en función de las carencias sociales es otra responsabilidad que debe estar en manos de los establecimientos educativos.

Son éstas, apenas, algunas ideas que pueden sumarse a las que otros ya han vertido.