No debió ser una sorpresa. Tarde o temprano, Estados Unidos terminaría chocando contra el salafismo en Libia. El primer capítulo de esta confrontación anunciada, fue el ataque al consulado en Bengasi en el que fue asesinado el embajador y otros tres norteamericanos.
El salafismo es una vertiente coránica con fuerte tendencia a generar fanatismo violento, porque propone volver al “Islam verdadero”, partiendo de suponer que el desarrollo de la fe de los musulmanes a lo largo del tiempo constituye una desviación que la alejó de su pureza originaria.
Durante siglos se lo conoció como hanbalismo, por la prédica de Ahmad Ibn Hanbal, un teólogo bagdadí del siglo 9 que predicó desistir de todo intento de interpretación y adaptación del Corán y el Hadiz (compendio de tradiciones islámicas), porque ambos textos deben ser comprendidos literalmente; ergo, aceptar lo que dicen tal como está dicho.
Esa línea adoptó, en el siglo 18, Muhamad Ibn Abd al Wahab, impulsor del wahabismo, la vertiente teológica oficial en Arabia Saudita. Pero no sólo el reino de la familia Saud se identifica con la doctrina gemela del salafismo. También Al Qaeda. Por eso las organizaciones del extremistas del salafismo norafricano terminaron convirtiéndose en “Al Qaeda en Magreb”.
El salafismo, cuyo nombre deriva de “ancestros” o “predecesores”, tiene expresiones moderadas, como el partido Istiqlal, en Marruecos. Pero muchas organizaciones se radicalizaron durante la guerra civil de Argelia, que estalló tras la anulación del comicio ganado por el Frente Islámico de Salvación (FIS). Desde allí surgieron y se difuminaron por el Norte africano organizaciones armadas con el nombre de Grupos Salafistas de Combate y Prédica.
En Libia, eran archienemigos de Khadafi, por encabezar un régimen secular. Mientras Estados Unidos fue enemigo de Khadafi, no estaba en el blanco de los salafistas. Eso cambió cuando el déspota libio hizo el giro copernicano que lo convirtió en aliado de las potencias occidentales. El régimen khadafista entregaba a la CIA información sobre el activismo y el terrorismo ultra-islamista que obtenía torturando a militantes, dirigentes y combatientes salafistas. Allí irrumpió un odio hasta ese momento inexistente.
El salafismo siempre fue fuerte en Cirenaica, la región del oriente libio donde estalló la rebelión contra Khadafi, cuyo régimen representaba principalmente a las tribus beduinas de Tripolitania, la región del Oeste.
Los fundamentalistas violentos de Cirenaica, cuyo bastión es el área que rodea a la ciudad de Bengasi (donde estaba el consulado atacado), acrecentaron su influencia durante la rebelión y tras la caída del régimen.
Cuando turbas furibundas ocuparon en 1979 la embajada norteamericana en Teherán, tomando de rehenes a sus funcionarios durante larguísimos meses, había una razón objetiva y visible: los Estados Unidos habían apoyado, junto con Gran Bretaña, al opresivo régimen del sha Reza Palevi contra la revolución islamista. Por eso al ayatola Khomeini le resultó fácil valerse de hordas de fanáticos para frustrar el acercamiento que la Casa Blanca intentaba con el ala moderada del flamante régimen chiíta, a través del consejero de Seguridad Zbigniew Brzezinski.
Por el contrario, el ataque al consulado en Bengasi fue sorpresivo, porque esta vez los norteamericanos habían apoyado la rebelión popular. Igual que en las rebeliones de Egipto y Túnez, por primera vez Estados Unidos estuvo del lado del pueblo que se levantó contra el déspota. El asesinado embajador Chris Stevens fue, precisamente, quien entregó a las fuerzas rebeldes la ayuda económica que brindaba su país. No obstante, el odio engendrado en el oscurantismo religioso y en la etapa inmediata anterior a la Primavera Árabe, pudo más que la ocasional alianza forjada al calor de la rebelión contra Muamar Khadafi.