La defensa de la dignidad

Daniel Muchnik

¿Qué es lo que distingue al hombre de otros seres vivientes, cuando se dan circunstancias de esclavitud y muerte? Que puede luchar por su libertad, por la defensa de lo que considera suyo. Y además su lucha por el respeto a su dignidad y a la de la sociedad a la que pertenece. Respetarse a sí mismo, un duro ejercicio que no todos empiezan ni terminan.

Una demostración de ello fue el Levantamiento del Guetto de Varsovia entre el 19 de abril de 1943 y el 16 de mayo de ese mismo año. Se gestó a lo largo de los meses, cuando se veía que los judíos eran arriados como ganado. Las listas de los que se irían las confeccionaba el “Judenrat” del gueto, integrado por figuras relevantes de la comunidad. Trabajaban de oficinistas selectores al servicio de los nazis. Fue Hannah Arendt quien denunció la complicidad de los “Judenrat” en el exterminio de seis millones que habitaban, en su mayoría, todo el este de Europa. En su libro “Eichmann en Jerusalén”, donde da detalles de la maquinaria de muerte, acusa a los “Judenrat” levantando una polvareda y una intensa polémica que aún no ha terminado.

Los que pelearon en Varsovia fueron jóvenes y gente de mediana edad, dirigidos por Mordechai Anielewicz, casi un adolescente crecido de 24 años, militante del sionismo de izquierda y rodeado de socialistas y comunistas. Se lanzaron a la defensa cuando los alemanes organizaban la segunda oleada de transportes de judíos de ese gueto, donde vivían en condiciones miserables, a los campos de exterminio. Los que desafiaron al poder destructivo de los germanos sabían de la existencia de esos campos y, por algún relato de sobrevivientes, eligieron la forma de morir.

Eligieron su destino final, sin dudar. Las armas, precarias frente a las de los adversarios. se las suministró de contrabando el Ejército del Estado Clandestino Polaco. En su libro “Historia de un Estado Clandestino”, uno de sus líderes, Jean Karski, un arriesgado nacionalista que representaba al gobierno polaco en el exilio en Inglaterra, describió la condiciones de vida de los atrapados en aquel guetto. Porque entró y lo visitó con ayuda de la resistencia interna. Karski también conoció, disfrazado de guardia, uno de los campos de exterminio. Aterrado, viajó a Inglaterra donde habló con los principales funcionarios (entre ellos Churchill), jueces y académicos pidiéndole ayuda para que esta matanza terminara. También cruzó el Atlántico y demostró a los norteamericanos meticulosamente la saña con la que actuaban los alemanes contra judíos, gitanos, homosexuales, Testigos de Jehová y presos políticos. Exigió, con llantos, que bombardearan las vías que llevaban a Auschwitz y a otros centros de muerte.

Ingleses y norteamericanos miraron para otro lado, incluso el presidente F.D. Roosevelt. Los historiadores manejan algunas conversaciones que corren el telón del cruce de brazos: “no podemos justificar el salvataje de los judíos porque de los contrario los soldados creerán que están muriendo en los frentes de batalla por los judíos”. Este juicio es una muestra palpable de los extremados cuidados políticos de las autoridades. Roosevelt había tenido infinidad de problemas para entrar en guerra, cuando él lo hubiera deseado desde 1939. Pero Estados Unidos estaba inundado de una ola neutralista y por apologistas del antisemitismo de ciudadanos comunes, héroes y empresarios. Henry Ford, condecorado por Hitler en los años treinta, escribió “El judío Internacional”. Charles Lindenberg, as de la aviación, coqueteaba con los nazis, visitaba Alemania y advertía que el verdadero enemigo eran los comunistas y no los alemanes. Varios petroleros se declaraban admiradores de Hitler y aportaron combustible hasta el momento de la Declaración de la Segunda Guerra Mundial.

Hitler bregaba por la expulsión de los judíos de Alemania y luego de Europa. En 1939, declaró a sus admiradores en un encuentro que “si había una guerra la culpa sería de la confabulación judía, por lo que había que exterminarlos”. Desde que los nazis impusieron las leyes de segregación y apartamiento de los judíos en Alemania, los alemanes fueron levantando centros de detención. No era una novedad. El invento de los campos era ruso, creados por Lenin y Stalin para sus contrincantes. Los judíos no podían sacar mucho dinero de Alemania (unos pocos marcos), se les confiscaba la vivienda o bien el propietario debía venderla a precio regalado, las empresas eran apropiadas, tenían prohibido ejercer la docencia en todas sus manifestaciones y todas las profesiones liberales. Fueron, además, expulsados de los estrados judiciales y del aparato del Estado.

Los guetos (lugares cerrados en un rincón alejado de las ciudades, con alto grado de concentración humana, hambre, promiscuidad y mal trato) se iniciaron en 1939 cuando, tras el pacto Von Ribbentrop- Molotov, Polonia fue dividida en dos. Con el Este de Polonia se quedaron los soviéticos. Con el Oeste los alemanes. Muchos de los judíos que moraban en el Este salvaron sus vidas porque los rusos los enviaron en trenes atiborrados a Siberia, a poblarla. Pero los del Oeste fueron obligados a apretujarse en los guetos. Pero esos sitios de encierro forzado comenzaron a ser un problema sanitario porque se propagaban las pestes  a las ciudades enteras. El tifus y el cólera estaban a la orden del día.

Es por eso que en 1941, casi al mismo tiempo de la ruptura del pacto Von Ribbentrop -Molotov y la invasión germana a Rusia, los alemanes evacuan los guetos y transportan a los prisioneros a los campos de trabajos forzados o a los campos de exterminio, como el caso de Auschwitz. Y, ya en Rusia, matan judíos a mansalva. Cavaban fosas gigantescas y les disparaban un tiro en la nuca o con fusilamientos o con incendios de sinagogas y la gente orando adentro, por parte de las tropas selectas de las SS y también con tropas de la Werhmacht (el Ejército). 1941 es el inicio del exterminio que según los cálculos arrastró al abismo negro a 6 millones de judíos, es decir, a gran parte de la población judía en Europa. Otros 500.000 deambulaban por España y Portugal buscando salir a América o a cualquier destino desde el puerto de Lisboa o conseguir buques que viajaran a China (a Shanghai específicamente), nación neutral, bajo el cuidado después de tropas japonesas aliadas a las germanas. Uno de los que puede contar esta historia es Henry Kissinger, un experto internacional y alta figura del gabinete del presidente norteamericano Nixon, cuya familia logró escapar y encontrar refugio en Shanghai.

Frente a informaciones que aseguran  lo contrario, hubo muchas rebeliones judías en los campos, en los guetos y en los campos bajo la conducción de guerrilleros. No es cierto, como dijeron muchos tiempo después, que no pelearon. Lo hicieron con lo poco que tenían. Si no había armas, con palos y piedras. Dando la cara y el cuerpo a una maquinaria bélica infalible, excepcional. Sabiendo que perderían.

Un libro, titulado “Tomar a Dios desprevenido”, de Hanna Krall relata a través de una larga entrevista los pormenores del levantamiento en Varsovia, con la visión de otro dirigente, Marek Edelman, luego médico cirujano en los años posteriores a la Guerra y fiel testigo de los sucedido. Explicó que les faltaron armas y experiencia mientras los alemanes se batían bien. En el relato del Edelman-testigo falta el odio al enemigo, la exaltación de uno mismo, el tono superlativo, es decir, las características de los héroes.

En distintas bibliografías,  como dijimos, se detallan distintas rebeliones contra los germanos. Los muy religiosos preferían no pelear porque “nuestro destino lo fija Dios”. Otros se suicidaron. Edelman explicó por qué se hizo resistente. “En una calle del gueto -escribió- vi a un viejo al que dos oficiales alemanes habían alzado sobre un tonel. Le estaban cortando la barba larga y los verdugos se desternillaban de risa”. Marek se dijo a sí mismo: “Comprendí que lo más importante era no dejarse colocar sobre un tonel, nunca y por nadie”.