De “chirlos” y de límites

Daniel Muchnik

Gran alboroto en las redes sociales con la declaración del Papa a favor de los “chirlos” de vez en cuando. Sin ser católico pero sí admirador del Papa, intenté calmar los ánimos diciendo que lo que habría querido decir era que “había que poner límites”. Con ese argumento no convencí a nadie, salvo a unos poquitos. Pero no me quedé encerrado en el rechazo y seguí reflexionando sobre el tema.

Creo que de lo que se trata es del estado de la sociedad, en general. Mis abuelos se criaron, lo mismo que mi padre y los de su generación con castigos físicos o un trato agresivo y distante. De psicología y comprensión ni hablar. Los regímenes de enseñanza eran muy severos. Yo no recuerdo haber recibido ni reprimendas ni torceduras de oreja ni abusos físicos , ni gritos en mi infancia. Sí ingresé automáticamente en el aprendizaje acerca de los límites: hasta aquí se llega, más allá es una transgresión, no es correcto, está mal. Le estoy muy agradecido a mis padres por esas claves .

Hay una límite entre lo moral y lo inmoral. Hay un límite entre lo permitido y lo incorrecto. Hay un límite entre el respeto y el abuso. Hay un límite para las apetencias con la cual nacemos. De lo contrario, todo sería un pandemónium. De eso se han ocupado filósofos y grandes pensadores. ¿Cuándo empieza mi derecho y termina el del otro? Fue por la falta de límites que se perdieron guerras, que no se pudieron evitar fracasos, que se frustraron amores, que no se alcanzó eso, importantísimo, que alguna vez se soñó.

La civilización fue progresando y retrocediendo al mismo tiempo en distintas partes del mundo. El castigo hasta hace poquísimas décadas se imponía incluso en las escuelas, fuera del hogar. Era común en Europa y especialmente en Inglaterra, donde muchos han exigido que se vuelvan a imponer habida cuenta del desorden en las aulas. Fue clásica la imagen del maestro con el puntero pegando en los dedos. Se creía en la “autoridad” firme y decidida como eje de la enseñanza.

Padre de cuatro hijos y abuelo de ocho nietos, digo que no hay una combinación perfecta ideal para criar a los chicos. Que las famosas “Guías para padres” de poco sirven. Sin duda que la fórmula de amor constante, protección y guía es segura y creativa.

Pero también debe haber límites. Las sociedades, en gran parte del mundo y en especial en la Argentina, han ingresado en desmesuras por falta de límites. Y los límites se aprenden y se enseñan en la infancia. De la misma manera que se aprende la tolerancia frente al extraño, el respeto al que no es igual. Estudios de la UNESCO hechos en países racistas donde conviven blancos y negros han determinado que el racismo empieza a los 5, 6 años. Hasta entonces, todos son iguales, practican los mismos juegos, retozan y ríen. Es la prédica de los padres, la copia de la actitud de los otros chicos lo que lleva a los infantes a despreciar al prójimo. Tanta importancia tiene la familia como encuadre, sabiduría o desastre.

A comienzos de los años setenta Nacha Guevara cantaba algo así como “Qué psicología ni psicología, primero cuarenta patadas en el culo”. Esa letra expresaba el rechazo al abuso de la psicología demasiado permisiva en el trato con los chicos que ganó la mente de la clase media argentina en la década de los sesenta. El “filicidio”del doctor Arnaldo Rascovsky se impuso como asunto principal que los padres debían tener en cuenta. De pronto hubo más terapeutas por habitantes que en cualquier otro lugar del planeta, y en especial de los Estados Unidos. Es que algunos profesionales entendieron que la libertad total debía surgir detrás de una generación y una historia hecha a golpes. Se exageró. En una escuela primaria -este dato no es inventado ni traído de los pelos- los chicos podían orinar donde se les antojara. Una desmesura, casi una locura. Si el baño estaba ocupado, en el patio estaba bien. Todo era perdonable.

¿Es mejor entonces el castigo en distintas formas? No, de ninguna manera. Pero sí hay límites. Los chicos no los conocen porque no pueden, sus razonamientos no dan para ello.

¿Qué bando ganó la batalla? Ganó la permisividad. En la educación argentina ha dejado de existir el premio al esfuerzo, a la dedicación, al esmero. Y hay concesiones de todo tipo en el sistema de vida argentino para quien no estudia, para quien ocupa el espacio público y para quien abusa del poder político. Es todo lo mismo. Todos felices y sin límites en la calle, en la cancha de fútbol, en la vida cotidiana, en las empresas. Es así como se frustran cuando comienzan la rutina de un trabajo y se les impone horarios y reglas de actividad, y hay jefes que mandan y hay decisiones que a nadie le gusta pero hay que llevarlas a cabo. Es cuando aparece el límite, imprevistamente, cuando la necesidad de trabajar impera. Y hay que entenderlo o sucumbir en el intento.

También es cierto que el chico maltratado reproduce de adulto toda la violencia recibida. Padres pegadores engendran hijos que necesitan venganza o reproducen el odio y la falta de misericordia a su paso. Bordean o participan de la delincuencia. Pero tampoco el otro extremo, el de la falta de límites como muchos padres practican es fiable para lograr una generación vital, sensata y comprometida con la realidad.

El punto medio. Esa es la necesidad y el sentido común..