De “chirlos” y de límites

Gran alboroto en las redes sociales con la declaración del Papa a favor de los “chirlos” de vez en cuando. Sin ser católico pero sí admirador del Papa, intenté calmar los ánimos diciendo que lo que habría querido decir era que “había que poner límites”. Con ese argumento no convencí a nadie, salvo a unos poquitos. Pero no me quedé encerrado en el rechazo y seguí reflexionando sobre el tema.

Creo que de lo que se trata es del estado de la sociedad, en general. Mis abuelos se criaron, lo mismo que mi padre y los de su generación con castigos físicos o un trato agresivo y distante. De psicología y comprensión ni hablar. Los regímenes de enseñanza eran muy severos. Yo no recuerdo haber recibido ni reprimendas ni torceduras de oreja ni abusos físicos , ni gritos en mi infancia. Sí ingresé automáticamente en el aprendizaje acerca de los límites: hasta aquí se llega, más allá es una transgresión, no es correcto, está mal. Le estoy muy agradecido a mis padres por esas claves .

Hay una límite entre lo moral y lo inmoral. Hay un límite entre lo permitido y lo incorrecto. Hay un límite entre el respeto y el abuso. Hay un límite para las apetencias con la cual nacemos. De lo contrario, todo sería un pandemónium. De eso se han ocupado filósofos y grandes pensadores. ¿Cuándo empieza mi derecho y termina el del otro? Fue por la falta de límites que se perdieron guerras, que no se pudieron evitar fracasos, que se frustraron amores, que no se alcanzó eso, importantísimo, que alguna vez se soñó.

La civilización fue progresando y retrocediendo al mismo tiempo en distintas partes del mundo. El castigo hasta hace poquísimas décadas se imponía incluso en las escuelas, fuera del hogar. Era común en Europa y especialmente en Inglaterra, donde muchos han exigido que se vuelvan a imponer habida cuenta del desorden en las aulas. Fue clásica la imagen del maestro con el puntero pegando en los dedos. Se creía en la “autoridad” firme y decidida como eje de la enseñanza.

Padre de cuatro hijos y abuelo de ocho nietos, digo que no hay una combinación perfecta ideal para criar a los chicos. Que las famosas “Guías para padres” de poco sirven. Sin duda que la fórmula de amor constante, protección y guía es segura y creativa.

Pero también debe haber límites. Las sociedades, en gran parte del mundo y en especial en la Argentina, han ingresado en desmesuras por falta de límites. Y los límites se aprenden y se enseñan en la infancia. De la misma manera que se aprende la tolerancia frente al extraño, el respeto al que no es igual. Estudios de la UNESCO hechos en países racistas donde conviven blancos y negros han determinado que el racismo empieza a los 5, 6 años. Hasta entonces, todos son iguales, practican los mismos juegos, retozan y ríen. Es la prédica de los padres, la copia de la actitud de los otros chicos lo que lleva a los infantes a despreciar al prójimo. Tanta importancia tiene la familia como encuadre, sabiduría o desastre.

A comienzos de los años setenta Nacha Guevara cantaba algo así como “Qué psicología ni psicología, primero cuarenta patadas en el culo”. Esa letra expresaba el rechazo al abuso de la psicología demasiado permisiva en el trato con los chicos que ganó la mente de la clase media argentina en la década de los sesenta. El “filicidio”del doctor Arnaldo Rascovsky se impuso como asunto principal que los padres debían tener en cuenta. De pronto hubo más terapeutas por habitantes que en cualquier otro lugar del planeta, y en especial de los Estados Unidos. Es que algunos profesionales entendieron que la libertad total debía surgir detrás de una generación y una historia hecha a golpes. Se exageró. En una escuela primaria -este dato no es inventado ni traído de los pelos- los chicos podían orinar donde se les antojara. Una desmesura, casi una locura. Si el baño estaba ocupado, en el patio estaba bien. Todo era perdonable.

¿Es mejor entonces el castigo en distintas formas? No, de ninguna manera. Pero sí hay límites. Los chicos no los conocen porque no pueden, sus razonamientos no dan para ello.

¿Qué bando ganó la batalla? Ganó la permisividad. En la educación argentina ha dejado de existir el premio al esfuerzo, a la dedicación, al esmero. Y hay concesiones de todo tipo en el sistema de vida argentino para quien no estudia, para quien ocupa el espacio público y para quien abusa del poder político. Es todo lo mismo. Todos felices y sin límites en la calle, en la cancha de fútbol, en la vida cotidiana, en las empresas. Es así como se frustran cuando comienzan la rutina de un trabajo y se les impone horarios y reglas de actividad, y hay jefes que mandan y hay decisiones que a nadie le gusta pero hay que llevarlas a cabo. Es cuando aparece el límite, imprevistamente, cuando la necesidad de trabajar impera. Y hay que entenderlo o sucumbir en el intento.

También es cierto que el chico maltratado reproduce de adulto toda la violencia recibida. Padres pegadores engendran hijos que necesitan venganza o reproducen el odio y la falta de misericordia a su paso. Bordean o participan de la delincuencia. Pero tampoco el otro extremo, el de la falta de límites como muchos padres practican es fiable para lograr una generación vital, sensata y comprometida con la realidad.

El punto medio. Esa es la necesidad y el sentido común..

Demagogia educativa

Este país se hizo -hasta hace un tiempo precioso- en base a la cultura del esfuerzo. Los inmigrantes rurales o urbanos se deslomaron para que sus hijos encontraran las oportunidades laborales e intelectuales que ellos no habían podido conseguir.  Los abuelos tenían en claro que sin esfuerzo no podía haber logros.

Para mis antepasados la educación era un bien preciado, que permitía insertarse en la vida social, alcanzar un lenguaje de intercambio, perfeccionarse, ilustrarse, crecer. Acceder a las profesiones liberales. El lema imperante era “ saber es poder”.  Poder no como intencionalidad psicológica. Poder como dominio de la realidad, como posibilidad para ser mejor.

Pero aquel país al que llegaron se convirtió en otro, muy distinto. Y los valores cambiaron, o se trastocaron o se humillaron. Todo comenzó a denigrarse en las últimas décadas. Sin forzar las precisiones de fecha se inició un retroceso lento pero seguro en la economía, en la política, en la salud y, por supuesto, en la educación. Pero ahora se suma la “demagogia educativa”. Eliminar los aplazos en  la escuela primaria y otros cambios que se pretenden en la Provincia de Buenos Aires, flexibilizar el régimen educativo en general aumentan esa denigración.

Porque en primer lugar no se premia al que pone su energía, sus ganas, su entusiasmo en aprender. Da lo mismo. El mensaje de las autoridades es muy peligroso. “ Si no estudiás, si no mejorás, no pasa nada, igual pasás de grado”. Se iguala al que se rompe por progresar con el que se rasca el ombligo. El que estudia es un idiota. De igual manera a lo que sucede entre los adultos. Cumplas o no cumplas con las leyes igual no se te tiene en cuenta, no pasa nada o pasa poco.

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Una enseñanza demagógica

En medio de las reyertas e intrigas de Palacio, en un entrevero entre la Casa Rosada y Daniel Scioli, el ministro de Educación, Alberto  Sileoni, salió a disminuir la importancia de la inseguridad, afirmando  que la educación en las cárceles abatió la reincidencia. Ojalá sea así. Porque no hay estadística seria ni pruebas evidentes  que avalen semejante aseveración. No es ésta una crítica al sistema impuesto hace muchos años, antes del kirchnerismo, de posibilitar la enseñanza en los centros de detención, porque esos lugares están superpoblados, corroídos por la corrupción del mismo sistema, los presos maltratados, hay  fugas casi consentidas. La enseñanza, allí, no frena, definitivamente, la delincuencia.

Facilitar la enseñanza, a marginales y a quienes no han podido transitar primarias, secundarias y universitarias, es un paso estupendo. Hay que ver, sin embargo, qué enseñanza, cuánta, de qué calidad y qué propósitos hay detrás de este objetivo estatal.  Porque por este camino se pueden cometer torpezas de alto calibre.

Un caso que se acerca a la demagogia política absoluta en la enseñanza es, desde 2008,el Plan FINES ( Finalización de Estudios Secundarios), impulsado por los Ministerios de Educación y de Bienestar Social. Desde que fue puesto en marcha posibilitó que más de medio millón de personas, mayores de 18 años, pudieran obtener el título. Los alumnos cursan dos veces por semana un máximo de tres horas y hasta cinco materias por cuatrimestre.

Chicos y chicas deben saltar de alegría y se considerarán superados y probablemente agradecidos en un primer momento. Pero quienes pierden son ellos mismos y es la sociedad, el Estado del futuro. Porque la calidad no está presente. Porque serán Secundarios a media marcha, que forjan  mitad de alumnos regulares. Será integrado el mañana por estudiantes que se quedaron en la banquina. Que no estarán preparados para los trabajos especializados.

Además, estos hechos implican  un desaliento formidable para los que cursan normalmente en escuelas nocturnas y seguramente con esfuerzo ( porque trabajan y no pueden resolverlo de otra manera). Vuelve el Estado a darle la espalda  a los que se esmeran y a premiar a los que no hacen lo posible. ¿Qué tipo de cultura, de comprensión de la realidad, de entendimiento general, de poder de abstracción han logrado los que se anotaron en las aulas  del FINES?

Se podrá argumentar que el FINES es una gran ayuda para los que no han podido completar el secundario en los plazos normales. Pero a eso no se lo puede llamar educación. Tampoco conviene comparar el FINES con los colegios normales ya instalados. A lo mejor alguien dirá que la educación en esos lugares consagrados aburre, que no se los prepara con efectividad para la vida adulta. Pero con el FINES llegaremos en peores condiciones.

¿No se puede preparar a los interesados en el FINES en oficios concretos, que les sirvan para sobrevivir en un país con carencias, dotando de presupuestos significativos a los Institutos que se encargarían de ello? ¿No podría el Estado preparar panaderos, zapateros, plomeros, electricistas, mecánicos, ayudantes de laboratorios, responsables de algunas áreas en las líneas de producción  industrial o agraria. En los gobiernos de Carlos Menem, en la década del noventa, se agudizó la crisis educativa con el cierre o el nulo respaldo a las escuelas técnicas que preparaban para trabajos indispensables para la marcha de un país.

Todo éste tema crea interrogantes. ¿Quiénes son los que están evaluando en serio a la enseñanza en la Argentina, en estos momentos, y utilizando a la educación como un valor agregado indispensable para los grandes cambios que necesita la nación? La cuestión ya no queda reducida a los salarios para los docentes y a la mejor preparación de los mismos. No. Hay que pensar en grande. El encuadre educativo de estos días no sirve, tiene pocas ambiciones, no se adecua a los requerimientos de la realidad. Si a eso le agregamos distorsiones estamos en el horno.